Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Hambrientos de dos hambres

Alimentar el cuerpo y el espíritu sigue siendo una pesadilla para el cubano de a pie.

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Nunca necesitó tanto nuestra patria de los poetas costumbristas, criollistas y de otras tendencias apegadas al amor a las frutas y las comidas.

Si Manuel de Zequeira, ese iniciador ambientalista, vegetariano literario y firme defensor de las bellezas endulzadas del trópico, puso la pauta hacia la degustación primigenia de la piña, otros le siguieron raudos, quizás previsores de esta cacareada crisis alimentaria que nos azota más en el tono alarmista de las autoridades que en la propia carestía universal.

Juan Cristóbal Nápoles (El Cucalambé), Céspedes, Plácido, la Avellaneda y Martí hicieron gala de las bondades del suelo isleño. A la par, el hambre nos persiguió siempre. Desde la forzosa reconcentración de Weyler, la aridez alimenticia de la dictadura machadista, la hambruna de los años setenta del siglo XX (en plena dictadura castrista), al tristemente célebre Período Especial, que no acaba aún. El hambre siempre, atravesada por una ficción literaria o cinematográfica, pictórica inclusive, se ha sumado a todas las penurias.

Dos países: uno languideciendo en la crisis de turno y el otro, florecido, renaciente, lleno de brío desde una república letrada que intentaba salvarlo.

A la opulencia gastronómica de la poesía de Nicolás Guillén, sombra nacional del más voraz apetito, le siguió sin contrapunto ni responso la prosa de José Lezama Lima, acaso al más alto valor cartográfico a la hora de trazar el mapa doméstico de la culinaria cubana.

Si en Virgilio Piñera asoma ese pedazo del absurdo universal, revestido de la frustración nacional, en versión autofágica de lo que vendría en los años sesenta entre vencedores y vencidos, vencidos todos (recuerden el cuento La carne, en que alguien se come a sí mismo), es por su condición de adelantado. Con Piñera se resume el hambre física, moral, espiritual y política como texto consagratorio de que hemos sido, somos y, según los pronósticos de la ONU, el proyecto TELEFOOT, la FAO y otros organismos, no dejaremos de ser un país en crisis.

En su narrativa, Onelio Jorge Cardoso arroja que el hombre siempre tiene dos hambres. El Cuentero Mayor se refería a esta de ahora, que nos hará perecer a la vuelta de unos años, y la que lanza al hombre (y la mujer) a la búsqueda de su "Dorado".

No hay velorio en Cuba, reunión de esquina, asamblea del Partido Comunista, relajo local, o la más insignificante juerga colectiva, que no termine entre alabanzas a la abundancia de comida y los recuerdos de lo peor del Período Especial. Las dos cosas a la vez.

Ni azúcar

Sabemos por nuestros abuelos que en el pasado no tan reciente, un padre de familia podía negar la mano de su hija a un pretendiente por tres motivos: el color de la piel (si este no buscaba oveja pa' su pareja); estar casado, en ese caso la moral (o la moralina) jugaba un papel importante; y por último, lo que constituía una ofensa considerable podía venir de manera lapidaria: "¡Ese es un muerto de hambre!", frase difícil de obviar.

Lo distinto es que ahora somos una mayoría hambrienta de las dos hambres —como decía Cardoso—, deseosa de las cenas lezamianas, los domingos de Nitza Villapol y su inalcanzable Cocina al minuto, la caldosa de Kike sin Marina y el ajiaco de Fernando Ortiz.

Carlos Augusto Alfonso, poeta seguro, críptico, maduro (por lo de las frutas, vaya) y poco dado a las comparsitas, si los hay, describió mejor esta angustia nacional en un poema tituló Períodos E: "cuando siento a mi padre haciendo sus mejunjes de agua con azúcar // me niego a dar crédito al oído / pospongo mi confianza en el porvenir / presente en la neoplasia desperdigada / doy rasgos de equilibrio cuanto más / antes de recurrir al antes —y aun después— / vuelve la cucharilla a acertar el vaso".

En las becas donde estudié se le llamaba indistintamente mejunje, destrosa (por dextrosa) y salvavidas: agua, azúcar y la cucharilla para acertar el vaso. Difícilmente un cubano del malvivir no la haya probado, aunque sea en la versión melosa de La Reina, esa Celia Cruz de siempre que, ante lo bueno y lo malo, nos gritó en la cara: ¡Azúcar!


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