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Hemingway y La Habana: ¿relación indisociable?

Según el autor de este artículo, para Hemingway La Habana siempre fue un espacio de curiosidad turística

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En su columna El corrido del eterno retorno de la semana pasada (21/11/2015): “Lima Desintimida” (El Cultural No. 23 de La Razón de México), el narrador Carlos Velázquez consigna: “Décadas atrás la relación entre autor y urbe era indisociable. Cortázar y Paris. Marechal y Buenos Aires. Fuentes y la Cuidad de México. Hemingway y La Habana”. En Cortázar, Marechal y Fuentes nadie discute esa “relación entre autor y urbe (Paris, Buenos Aires Ciudad de México, respectivamente) indisociable”. En el caso de Ernest Hemingway y La Habana las circunstancias cambian: no hay tal relación indisociable. Me gustaría hacerle algunas observaciones al cronista mexicano, autor de Cuco Sánchez blues.

Para Hemingway La Habana siempre fue un espacio de curiosidad turística. Se encerraba en su habitación (5º piso S/N) del hotel Ambos Mundos de la calle Obispo, en La Habana Vieja, a escribir. “Esa habitación es un buen lugar para trabajar”, declaró muchas veces. Tenía cerca el bar Floridita y el mar, espacios muy apreciados por él. El Premio Nobel de Literatura 1954 llega a la capital cubana, por primera vez, en abril de 1928 acompañado de su segunda esposa Pauline Pfeiffer. Le interesaba la corrida de agujas en la Corriente del Golfo de la temporada de mayo, junio y julio: después se marchaba. En algunas de esas estadías escribe la excelente crónica “La pesca de la aguja a la altura del Morro”, texto que lo regresa al oficio del periodismo después de varios años sin ejercerlo.

Le interesaba Ambos Mundos por la ubicación céntrica: se dirigía cada mañana —después de desayunar (un vaso de agua de Vichy, otro de leche entera fría y una rodaja de pan negro… El mesero llevaba a la mesa del escritor la orden con cierta extrañeza: nada tenía que ver con un desayuno cubano: café con leche bien dulce, huevos fritos y pan blanco tostado con mantequilla…)— a pie al puerto hasta su embarcación disfrutando el olor a tabaco y a café tostado que salía de los almacenes, cuestión que después recrearía en Islas en el golfo (1970), la novela póstuma que encontraron sus herederos en unos baúles con avíos de pesca y artefactos de caza.

Es cierto que en algunas crónicas y artículos periodísticos el autor de “Los asesinos” hace referencia a Cuba y La Habana; en su obra de ficción, pocas veces. En Ambos Mundos fue el pescador excursionista de paso; en el Floridita, el alcohólico malhumorado y solitario; en la Bodeguita del Medio, el fisgón que pasa unos minutos y sigue… Es su tercera esposa —principio de los años 40—, la escritora y corresponsal de guerra Martha Gellhorn, quien lo conmina a instalarse en Finca Vigía (San Francisco de Paula, 8 kilómetros al sur de la bahía de La Habana). Al novelista estadounidense no le gusta la idea: está muy lejos del Floridita. Comienza entonces su relación con el pueblito de pescadores de Cojímar (donde tiene atracado su barco de pesca, Pilar): germen de su novela más “cubana”—no habanera—, El viejo y el mar.

Finca Vigía es el refugio cubano del escritor originario de Illinois. Construye una piscina en medio del patio boscoso y contrata a un criado negro que lo obedecía ciegamente. Hemingway nunca amó a esa “isla larga, hermosa y desdichada”, según sus palabras. Le interesaba el sosiego de su clima. Le gustaba ser el excursionista sospechoso que siempre fue. Veamos: Tener o no tener (1937), su novela quizás más habanera, discurre en un asunto de tráfico y negocios ilícitos cuyos espacios son la costa occidental de Cuba y la Florida. La Habana como escenario de incidencias fortuitas, nunca un actante dramático.Islas en el golfo (1970), suerte de crónica de la vida de Thomas Hudson (¿álter ego?) es, a fin de cuentas, otra narración de pesca cuyo espacio central es el bar Floridita. Daiquirí, recordaciones de pesca, mujeres hermosas, puñetazos, escopeta, gatos, amigos… El alcohol corre tortuoso por los folios de este relato que recuerda al Malcolm Lowry de Bajo el volcán. (Hay cierto parentesco heroico y sentimental entre Geoffrey Firmin y Thomas Hudson). Hemingway y Lowry hubiesen congeniado muy bien.

El pasaje más “habanero” de Islas en el golfo se concreta en los gestos de un personaje, la prostituta Liliana (Leopoldina en la vida real): una mulata de pasmosa belleza (“…hermosa sonrisa, unos ojos oscuros maravillosos y esplendido pelo negro…”) que desquició a Hemingway, la convirtió en su amante. Al autor de Por quién doblan las campanas nunca le atañó Cuba ni mucho menos La Habana: allí encontró un refugió para escribir El viejo y el mar y Parísera una fiesta, dos incuestionables referencias de la narrativa del siglo XX. Le concernieron sus gatos isleños, la pesca de agujas en la Corriente del Golfo, su camada de gallos criollos de pelea, las 18 variantes de mango que se racimaban en Finca Vigía, la calle Obispo, con su penetrante olor a café tostado y a tabaco, que lo conducía al Floridita, la soledad de su habitación en Ambos Mundos…

La Habana nunca fue un personaje en sus libros como sí lo ha sido en José Lezama Lima, Dulce María Loynaz, Alejo Carpentier, Virgilio Piñera, Lino Novás Calvo, Guillermo Cabrera Infante, Antón Arrufat, Calvert Casey, Reinaldo Arenas, Abilio Estévez, Leonardo Padura, Raúl Ortega Alfonso, Eliseo Alberto y Pedro Juan Gutiérrez.

No sé de dónde el escritor originario de Coahuila, México, autor del irreverente manual de cuentos, La marrana negra de la literatura rosa, sacó esa “relación indisociable” entre el suicida de Idaho y la ciudad de las columnas (Carpentier dixít).


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