Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Memorias de la revolución, Movilizaciones militares, Narrativa

La guerra

CUBAENCUENTRO continúa su sección de obras de narrativa cuyo tema central se podría catalogar de “memorias de la revolución”

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Al llegar a la universidad la encontró vacía. Ni un estudiante en las aulas, nadie en los pasillos, la cafetería cerrada. “¿Se habrá terminado el curso y yo ni me he enterado?”. Decidió dar una vuelta y fue entonces que vio a uno de sus compañeros de aula sentado en un banco en uno de los pasillos.

Era un moreno que veía poco en las aulas pero siempre en el gimnasio levantando pesas; parte de un grupo que evitaba: negros y mulatos que alardeaban de ser intocables por ganar medallas en los encuentros deportivos internacionales.

Quévanoetoypaesa.

Había dos estudiantes con el moreno, y este le hablaba a una —flaca, bajita, negra y de voz chillona— con un tono desafiante, aunque sin elevarlo demasiado, para que no se pudiera oír mucho más allá del trío. La otra —una mulata atractiva por la combinación de una cara de rasgos finos y un culo meritorio— se mantenía en silencio, y solo se expresaba con sus ojos grandes y abiertos y la mirada pícara que iba de uno a otro. Eran amigas, pero la negra era también novia del pesista.

Papitútáloco. To el mundo cavando trincheras y tú aquí conversando.

Noestoypaesa. Pa hacer huecos están los otros. Lo mío son los hierros. Lohuecolohacenlocomemielda.

El moreno era conquistador y mal estudiante. La negrita no había perdido el habla solariega, pero ese año se graduaba de ingeniería química con notas brillantes. El pesista la tenía de maestra particular. Sus amigos decían que se templaba a la otra.

Papitútáloco. Mira que te costó trabajo aprobá.No te van a mandar a las universidades porque dicen que no eres bueno pana, que eres muy indisciplinao y que otros levantan más hierro que tú. La Juventud te tiene echao el ojo papi. Mira que yo sé esas cosas porque soy militante. Dicen que no eres tan bueno na y que eres muy indisciplinao.

Mielda. Mecagoenlamadredetoello. Mecagoenlamielda. Meagarraronnosécómo. Iba a escaparme. PusieronalohijoeputadelaJuventudavigilarlapará. Depinga. Movilizaosdedeeviernepolanoche. Marchando y cavando trincheras. Quevanoestoyenesa.

Así que era eso. Desorientado como siempre, porque no oía radio ni veía televisión. Desde semanas atrás se hablaba de “maniobras imperialistas” y del posible “ataque enemigo”. Finalmente habían movilizado a la universidad ¿Y él qué? ¿Reclamar que noetabaenna como el moreno? No podía decir que el lunes (al llegar tarde a las clases como siempre) se enteró que la Patria estaba en peligro y sus compañeros listos para defenderla hasta la última gota de sangre (o de sudor). No tenía una excusa para justificar que mientras él se emborrachaba y comía en un restaurante de lujo y se divertía en Tropicana otros cuidaban las fronteras —aunque la CUJAE estaba rodeada de La Habana por todas partes. Lo pondrían en candela. Seguro lo acusaban de apático, de vivir de espaldas a la realidad del país. Saldrían a relucir sus malas notas y sus ausencias. De esta lo botaban: lo denunciaban al comité militar: se lo llevaba el Servicio: harían de él (en tres años) un soldado de la revolución.

—¿Se siente mal joven? —la mujer a su lado, en el asiento del ómnibus, lo miraba preocupada.

No supo cuánto tiempo llevaba con el rostro entre las manos.

Levantó la vista.

Estaba frente a la Biblioteca Nacional. La próxima parada era la terminal donde llegaban a la capital los viajeros procedentes del resto de la Isla. Allí había esperado por horas (y un par de veces toda la noche) el ómnibus que lo devolvía al pueblo donde se había criado y en el que nunca pensaba.

—No gracias. Estaba pensando. Tengo un problema.

—¿Algún familiar enfermo? ¿Se le murió alguien?

—No, gracias. Es un problema personal —respondió.

Pensó bajarse en la terminal y caminar loma arriba, hasta 27 y G, para despejarse un poco.

Cambió de idea.

En El Vedado cogió otro ómnibus. Se dirigió al centro de la ciudad, a una tienda donde vendían artículos a los militares.

Quería un uniforme. Le pidieron una identificación. Mostró su carnet universitario.

Regresó a El Vedado y se acostó a dormir.

A las seis de la tarde volvió a la CUJAE.

Esquivó a sus compañeros sudorosos y sucios, y a todos los de la facultad y la universidad que no conocía, y a los pocos milicianos que encontró a su paso, y a los que tenían la ropa limpia y a los que traían el rostro tenso y a los que caminaban de prisa y buscó a un militar de verdad, un miembro de las fuerzas armadas. Se dirigió a un sargento.

—¿Por qué no se presentó antes compañero?

—Estaba en el interior, visitando una tía, enferma grave. Pero, ¿por qué no me avisaron? Estoy consciente de los momentos difíciles que vive la Patria y dejé el recado en mi casa de que si recibía el aviso de movilizarme me avisaran de inmediato. De que regresaría pese a que mi tía, quien por cierto fue quien me crió, usted sabe, estaba moribunda.

Pensó en varias excusas. Nunca en un pariente enfermo porque era una explicación demasiado trillada. Sin embargo, la tía moribunda apareció al mirar la cara del militar, de unos cuarenta y cinco años y origen campesino. Era blanco pero el sol había arrugado el rostro e impuesto su propio color sobre la piel (descalzo, sin camisa, con un pantalón roto y amarrado a la cintura con una soga, de niño debió caminar por las guardarrayas junto al padre en busca de trabajo).

“La excusa de la tía va a funcionar. Si le digo que la enferma es mi madre puede ponerlo en duda, pero su capacidad mental no llega a los parientes”.

—Lo siento compañero, le pedimos disculpas. Recibimos órdenes de movilizar a todos los compañeros universitarios, pero no tenemos recursos para avisar a los que como usted estaban en una situación de emergencia. Lo sentimos mucho compañero.

Tuvo que aguantar la risa, sin saber si era por la burla o por su nerviosismo.

—Veo que es un compañero con experiencia militar. Viene de completo uniforme.

—Así es.

—Lo voy a llevar con el compañero capitán de una de las compañías, que necesita gente de experiencia.

En el campo deportivo estaban concentrando a los universitarios.

Caminaron hacia un mulato alto y delgado. Lo reconoció como uno de los dirigentes de la UJC (Unión de Jóvenes Comunistas).

—Compañero capitán, le presento un cuadro con experiencia militar, que no pudo incorporarse antes por un problema familiar. Creo que podrá serle útil.

El mulato contestó el saludo del militar. El también saludó y retiró la mano de la frente cuando creyó pasado un minuto (aunque quizá solo fueron varios segundos), al ver que el otro lo ignoraba. Entonces supo que el “capitán” (que merecía las comillas más que el grado, obtenido apresuradamente con la orden de movilizar a la facultad de ingeniería) iba a esperar a que el sargento se marchara para mirarlo (y darle así tiempo para que borrara las comillas).

—Así que tienes experiencia militar.

—Sí, compañero capitán.

El mulato lo observaba.

“De esta me joden, el mulato me reconoció. Sabe que soy un pésimo estudiante y que mi expediente del bachillerato me cataloga como desafecto a la revolución. Va a comenzar a hacerme preguntas para descubrir que nunca he sido miliciano. De esta me botan sin remedio”.

Sus compañeros, convertidos en soldados presurosos y sudados, llegaban corriendo ante el capitán. Se cuadraban, saludaban y recibían órdenes.

—Te nombro sargento mayor de la compañía. Prepárate para el pase de lista. ¿Sabes lo que tienes que hacer, verdad?

No tenía la más puta idea.

—Sí, compañero capitán.

—¿Tienes un papel?

—No, compañero capitán.

El capitán pareció contrariado ante el hecho de que él hubiera llegado a la guerra sin un pedazo de papel. Hizo una mueca de disgusto y se registró los bolsillos. Sacó una hoja de libreta, pero antes de entregársela la dobló en cuatro. Le dio un pedazo.

—Coge este. Recibes el parte de los jefes de pelotón y luego me pasas a mí el resultado final ¿Entendido?

—Sí, compañero capitán.

—Ahora ocupa tu puesto al frente de la compañía.

Se cuadró, saludó y avanzó de la forma que imaginaba era la más cercana a la manera de andar de un militar de experiencia.

Al poco rato escuchó una serie de gritos y palabras entrecortadas.

Pasaron varios segundos antes de que se diera cuenta de que los jefes de pelotón estaban rindiéndole pase.

Había estado allí desde el primer momento, pero fue entonces que no permitió que lo ocultaran: reconoció el miedo, al que esquivaba, del que había tratado de huir por la mañana, con el rostro entre las manos en la guagua.

Respondió los saludos mientras sentía que se separaba de su cuerpo. Se vio en medio del campo deportivo, escuchando frases sin sentido. Cada vez se alejaba más. Contemplaba los rostros de los que hasta la semana pasada habían sido sus compañeros de aula y no comprendía la tensión de los semblantes. Continuó alejándose. No entendía nada. Ni los gritos que ya no oía ni cómo su vida cotidiana había cambiado tan radicalmente en menos de dos horas. Trató de imaginarse conversando en El Monseigneur pero tampoco pudo. Buscaba escapar de aquel terreno sin encontrar una salida, sin tener una clave o un número que le permitiera irse de allí.

—Compañero sargento mayor, informe pase de lista.

Los números. De las cifras que había oído pronunciar a los tres jefes de pelotones solo retenía el primer dígito. No las había apuntado. Mucho menos sabía en cuál bolsillo de su uniforme nuevo guardaba el papel que le habían entregado.

“Ahora sí que me joden. Lo ha hecho para dar un escarmiento, para atemorizar a los demás. De esta me botan. Me botan”.

De su boca salían números que no guardaban relación con la cantidad de hombres reunidos a sus espaldas, y que él también lanzaba en tono agresivo, deformando las palabras, como queriendo aplicar a cada cifra el furor de la guerra.

—No se oye, repita.

“¿Pero éste qué coño quiere?, humillarme de verdad para después botarme. Me cago en tu madre, mulato maricón”.

Repetía. Gritaba. Más cifras. La voz de mando exigiendo la respuesta. Otros números, cercanos pero no idénticos a los anteriores, tratando de abrirse paso. Acumulándose lejos de su cabeza. Sin acertar con la salida.

Hubo otras órdenes. No escuchó más. Tuvo tiempo para contemplarse, marchando al frente de la compañía.

Esperó la expulsión en silencio.

Se le acercó el capitán.

Si la escuadra es la célula fundamental de cualquier ejército, la compañía de infantería marca el modelo de organización jerárquica militar. Un pelotón puede ser destruido. Cuando una compañía entera es diezmada comienzan los problemas. El jefe de la compañía marcha al frente, seguido de sus dos edecanes. Luego viene un soldado con la bandera de la compañía y otros dos (uno a cada lado), que son los escoltas de la bandera. Cada compañía tiene tres pelotones. Cada pelotón tiene tres escuadras. Un sargento dirige el pelotón. Un cabo está al mando de cada escuadra de siete soldados: uno para el lanzacohetes RPG-7, otro para la ametralladora liviana RPK y cinco fusileros con AK-47.

Aquella tarde los universitarios marchaban en compañías casi perfectas, de tres pelotones y tres escuadras, luchando por mantener la distancia entre ellos y el paso marcial aprendido tres días antes. Sin bandera, sin lanzacohetes, sin ametralladoras y sin fusiles. Avanzando hacia los albergues para poder descansar y al otro día seguir abriendo trincheras.

—Lo hiciste muy bien —le dijo el capitán, tirándole el brazo por arriba, en un gesto de confianza inusitado y violando por un momento el reglamento militar.

—Te pedí que lo repitieras para darle más marcialidad al asunto. Recuerda esto siempre: mucha marcialidad. Pero vas a ser un buen oficial. A partir de mañana vamos a trabajar juntos. En realidad te vas a encargar de la compañía casi todo el tiempo.

Se acercó otro estudiante. Lo conocía, pero su compañero de aula se limitó a saludarlos militarmente y a gritar:

—Permiso para interrumpir, compañero capitán y compañero sargento mayor.

—Diga, compañero enlace.

—Compañero capitán, acaban de llegar unos oficiales de las FAR y quieren reunirse con el cuerpo de mando. Informa, enlace Juan Gutiérrez.

—Comprendido.

Vio al mulato alejarse con el enlace.

—Sargento mayor.

—Aquí.

—Acá.

La orden salió de una furgoneta. Se acercó, saludó y reconoció a otro dirigente de la Juventud. Era uno de los que más hablaba en los actos estudiantiles.

—Monte.

La furgoneta se detuvo para recoger otros dos estudiantes. Comenzó a alejarse de los terrenos universitarios. Al llegar a la Calzada de Rancho Boyeros, dobló en dirección a la ciudad.

Eran seis dentro del vehículo. Pasó un rato antes de darse cuenta que nadie hablaba. No le molestaba el silencio, pero ya no pudo alejarse como en el terreno deportivo y ver la furgoneta avanzar por la Calzada. Ni siquiera mirar por una ventanilla, porque iba en uno de los asientos del medio.

Paralelo al asiento del chofer iba sentado el dirigente. Parecía concentrado en revisar su agenda.

“Seguro vamos a recoger algo y necesitan cargadores”.

Fue un reflejo de su mente y apenas le hizo caso. No le importaba a dónde se dirigía, por qué había sido elegido ni para qué. Había pasado mucho tiempo desde la noche anterior en Tropicana, cuando de traje gris; camisa de vestir de lino azul claro (con cuello duro, y sujetadores dorados bajo la tela bien planchada, y puños franceses y yugos de oro); una corbata de seda azul marino con pequeños puntos blancos; medias de un gris perla oscuro, casi marengo, con rombos en carmelita (diminutos y con un leve borde negro); y mocasines negros tomaba Felipe II con Israel y dos tortilleras que pensaban llevar a la cama, juntas o separadas, y no sabía si era mejor perder la noche en Tropicana o en una posada o terminar la novela policíaca que había dejado a medias.

En la Calzada de Zapata la furgoneta se dirigió hacia el Cementerio de Colón. Pasó de largo y en la Avenida 26 dobló a la izquierda. Unas cuadras antes del zoológico volvió a doblar a la izquierda.

Las Alturas del Vedado había sido un reparto de la clase media y profesional. Las casas era modernas y con estacionamiento bajo techo para uno o dos automóviles. Ahora vivían en ellas técnicos extranjeros y militares cubanos y soviéticos. Algunas calles estaban cerradas al tráfico. Enormes antenas sobresalían en techos y patios.

Se detuvieron frente a una casa. El dirigente de la Juventud viró la cabeza y medio cuerpo hacia los seis estudiantes. Su mirada abarcó la grave situación que enfrentaba el país.

Entonces habló por primera vez en el viaje:

—Compañeros: Han sido seleccionados para participar en una misión especial. De ahora en adelante, todo lo que van a ver es secreto militar. No pueden comentar nada de lo que va a ocurrir a partir de este momento. Ni con sus padres ni con sus novias ni con sus compañeros.

Hizo una pausa que reflejaba la responsabilidad de su tarea.

—Es secreto militar. Todos ustedes saben cómo se castiga a los que violan el secreto militar.

Otra pausa. La guerra cada vez más cerca dentro de la pequeña furgoneta.

—¿Hay alguna duda? ¿Alguien quiere dar un paso atrás?

Por un momento quedaron en silencio.

Luego se oyeron exclamaciones de reafirmación revolucionaria. Estar dispuestos a lo que sea y para lo que sea. Comandante en Jefe, ordene. Patria o muerte. Venceremos.

—Bueno, ahora desciendan de la forma más discreta posible. Uno a uno van a ir entrando en esa casa.

Se detuvo de nuevo.

—Primero voy a entrar yo. Tengo que identificarme para que ustedes puedan entrar.

Todavía hizo otra pausa antes de abrir la puerta. Como era un dirigente de experiencia (luego supo que estudiaba el segundo año de ingeniería industrial y que desde la secundaria ocupaba cargos en la Juventud) creyó necesario enfrentar el peligro con más recomendaciones.

—Se darán cuenta de la importancia de esta misión. Tienen que esperar mi señal. Y recuerden, de uno en uno y en silencio. No lo olviden ni un segundo: secreto militar.

Era evidente que el joven comunista necesitaba un “digestivo”.

No lo pensó en medio del calor, dentro del vehículo detenido por varios minutos. Fue días después, cuando lo llevaron a vigilar un almacén de comida para las tropas de milicias de la ciudad. Durmiendo dentro de camiones inservibles y alternando turnos de guardia de cuatro horas y seis de descanso durante diez días. Lo necesitaba, pero no lo merecía. Y entonces fue un consuelo pensar así, como ahora al escribirlo es un placer desear que nunca lo conozca, aunque es posible que más de una vez se crucen en el exilio sin saberlo.

Un “digestivo” era un trago que en El Monseigneur preparaba Valdés a los que acudían a la barra todas las noches o cada vez que lograban entrar en el restaurante, y a quienes la revolución podía despojar de ser considerados clientes habituales pero no impedir que fueran tratados como amigos por un hombre que disfrutaba de su trabajo. Como tampoco evitar que unos bebedores empecinados respetaran la precisión del cantinero al combinar bebidas, en una proporción adecuada y sin necesidad de recurrir a medida alguna —otorgándole una sabiduría más legítima que el arte de la guerra, la estrategia bélica o la técnica de combate—, y la posibilidad de compartir la familiaridad que nace de un orgullo mutuo, luego de la cena y al final de la noche. La mezcla variaba, pero siempre contenía un coñac y algún licor.

Entretanto dos militares habían salido de la vivienda y miraban hacia la furgoneta. Tenían fusiles AK-47 y pistolas Makarov y un par de granadas en el cinto. El cinturón de hebilla metálica, con la hoz y el martillo, era igual al que usaban las tropas soviéticas. Otro les cruzaba el pecho. Ambos traían cuchillos comando. El más alto lo había amarrado en la pierna derecha. El otro en la izquierda pero no era zurdo; junto a la bota derecha llevaba otra pistola más pequeña. Todavía hay otra arma que describir: del hombro izquierdo del más alto colgaba una metralleta checa T25 de nueve milímetros.

Antes de emprender la acción suicida para la que parecían dispuestos, los dos guardias se detuvieron a hablar con el joven comunista. Este les mostró unos papeles. Revisaron los documentos y hablaron por un teléfono de campaña. Poco después se produjo la señal convenida. Uno a uno los estudiantes abandonaron la furgoneta. Al bajar el último subió el dirigente. Vio alejarse el vehículo por la calle desierta.

Dentro de la casa les hicieron señas que no podían hablar. Avanzó por el pasillo. Había cuatro habitaciones y dos baños a un lado. Al otro dos salones grandes, que debieron ser la sala principal y un área familiar. Cada baño había sido construido para ser utilizado por quienes dormían en las dos habitaciones contiguas, porque pasó por cuatro puertas de entrada a los dormitorios. Dos estaban cerradas con candados y en las otras dos habían militares.

“¿Dónde estoy?”, pero no se lo preguntó con esas palabras y no lo preguntó en modo alguno, porque le hacían señas que avanzara sin detenerse y temía mirar a los lados y si después pudo recordarlo y escribirlo fue porque de alguna manera quedó en su mente o porque pudo imaginárselo o porque finalmente y poco a poco era él, aunque lejos de él.

Llegó a una habitación que debió ser el comedor. Le mandaron detenerse. Había dos puertas de entrada. Dos anchas tablas, cruzadas y unidas con clavos sobresalientes en el marco, impedía el paso por una de ellas. Uno a uno los estudiantes entraban por la otra.

El cuarto estaba lleno hasta el techo de cajas. Un militar sacó un fusil empapado en grasa de una caja recién abierta. Anotó el número de fabricación. Se lo dio. Era un AK-47. Por vez primera tenía en sus manos un fusil de asalto. Pasó a otro que le extendió una canana con cuatro cargadores y un puñal. Un tercero le entregó una hamaca color verde oliva. Un cuarto militar puso sobre sus hombros otra canana, con cuatro cargadores adicionales, y una cantimplora. El quinto se limitó a hacer un movimiento de cabeza, para indicarle hacia donde tenía que caminar. Salió de la habitación, a la parte trasera de la vivienda.

El patio era mucho mayor de lo que podía imaginarse desde afuera. Habían varias estatuas semidestruidas, tiradas sobre la hierba transformada en maleza.

“¿Serán imitaciones u originales?”. Nunca había visto una escultura griega o grecorromana o romana o renacentista (y no la vería hasta abandonar el país) porque la colección del Conde Lagunillas, en el Museo Nacional, le inspiraba desconfianza. Pensaba que en esa isla todo había sido y era y continuaría siendo falso.

Un momento después de permitirse la duda —de vacilar por un segundo en su convicción de la falsedad de las estatuas—, tuvo el valor de reírse de su inocencia (pese a que estaba cargado de balas y con un arma poderosa) y de prometerse a sí mismo el continuar luchando contra la ingenuidad que era un lastre en su vida.

La piscina (vacía y con tierra y fango en el fondo) estaba rodeada de un patio de lozas, que culminaba en un área bajo techo. Una nevera inservible y un amplio mostrador semiderruido eran los últimos restos del bar. Mesas y sillas de metal (que en un tiempo fueron blancas o rosadas) yacían tiradas por todas partes.

Había estado sintiendo el vapor del agua desde que salió al patio, pero todavía no se daba cuenta de para qué estaba él allí, todavía todo aquello le parecía más falso y extraño que las estatuas abandonadas y las puertas con tablas para impedir que se abrieran y las cajas llenas de fusiles de asalto en aquella vivienda.

Cerca del mostrador del bar había dos latones, de los usados para transportar combustible. Cada uno estaba colocado sobre cuatro bloques de construcción. La mayoría de los bloques estaban quebrados, pero los tanques se mantenían firmes, aunque inclinados sobre su base. Habían puesto ramas debajo. Las ramas ardían despidiendo humo y calor. Los tanques estaban llenos hasta el borde de agua hirviendo.

No eran necesarias las señas en el patio. Los estudiantes en fila entregaban sus fusiles a un militar. Este los agarraba con un gancho y los sumergía en el agua hirviendo para quitarles la grasa de preservo. La operación se repetía mecánicamente y en silencio.

Cada vez que un tanque recibía un nuevo fusil el agua se desbordaba y había un chisporroteo de gotas, el vapor surgía de las ramas y el humo aumentaba. Luego de un par de minutos el arma era sacada del tanque y devuelta con un pedazo de colcha. Los restos de grasa se quitaban con la colcha empapada en bencina. A cada rato se agregaba un nuevo cubo de agua a los tanques.

Estaba terminando la limpieza de su fusil cuando se le acercó un oficial.

—Ve a la sala —le dijo. Ahí te esperan otros tres compañeros. Pronto van a partir al lugar encomendado.

En la sala se encontró con un estudiante de un año superior.

—Soy el jefe de tu grupo. Pronto nos vienen a buscar. Estás sudado. Si quieres tomar agua vamos a la vivienda de al lado. Es el seccional del Partido de la zona. Creo que tienen algo de mascar. Vamos —le dijo.

Mientras caminaban se dio cuenta que ambos habían olvidado saludarse militarmente.

No quedaba comida. De un bebedero herrumbroso salía un delgado hilo de agua. El agua estaba caliente, pero él lo agradeció porque de esta forma podía esperar que el líquido se acumulara en su boca antes de tragarla.

De regreso dejó que su compañero se adelantara. Miró hacia el interior de un salón, creado al echar abajo las paredes de dos habitaciones y así unirlas con la sala de estar. Era evidente que allí se celebraban las reuniones plenarias. Estaba repleto de sillas plegables, metálicas y de madera. En el frente y a un lado había un equipo de amplificación chino. Al fondo dos proyectores de cine soviéticos.

Tras el estrado estaba un hombre parado. Como era muy delgado y de baja estatura, solo veía su camisa de miliciano, con los dos bolsillos desabotonados y repletos de papeles y bolígrafos. Revisaba unos documentos. El hombre no lo vio o no se dignó mirarlo. En la pared del fondo había una efigie de Lenin, empotrada en un escudo de madera. Calculó que tendría unos setenta y cinco años. El viejo bajó del estrado y caminó hacia un estante a su izquierda, para coger unos papeles. Vio entonces que llevaba un revólver al cinto. Era un treinta y ocho cañón largo.

El arma se destacaba en aquella figura reducida. No se sintió capaz de precisar si el contraste era aterrorizador o ridículo, pero sí de preguntarse desde cuándo tenía el viejo esa arma. ¿Por qué no la sustituía por otra más moderna, de fabricación soviética? Creyó ver en ello una vieja ilusión. El viejo siguió revisando los documentos sin alzar la vista. Para entonces estaba seguro de que su principal interés era fingir que no lo veía. Oyó que su compañero lo llamaba.

Al salir ambos, e incumpliendo las órdenes de permanecer fuera de la vista del vecindario, se detuvieron en la entrada. El soldado de guardia no les ordenó que entraran y se puso a conversar con ellos. Les preguntó qué carrera estudiaban y en qué año estaban.

Era el mismo que había visto desde la furgoneta, con la metralleta al hombro, además del fusil de asalto. Dejó responder a su compañero, quien a su vez preguntó al guardia.

—Todo el mundo por aquí es gente buena ¿no? Compañeros de la fuerzas armadas y técnicos extranjeros de los países hermanos.

—No puedo entrar en detalles. Secreto militar, sabes. Pero sí, la mayoría son gente nuestra. Allá alante viven unos soviéticos y en la esquina un compañero oficial. Pero frente a él aún viven unos gusanos que están esperando la salida. Pero los tenemos fichados. En el parque que traigo arriba hay balas explosivas. Si me entero que los imperialistas desembarcan, lo primero que hago es echármelos. Además, aunque no se ven, tenemos en el techo dos nidos de ametralladoras. Una apunta en esa dirección.

El guardia no siguió hablando, pero no les dijo que entraran. En eso se detuvo un automóvil medio destartalado, un Oldsmobile de los años 50.

—¿Quién va? —gritó el guardia, y él vio como había descolgado el AK-47 y lo esgrimía con el dedo cerca del gatillo.

—Vengo a buscar a cuatro compañeros —gritó una voz del interior del automóvil.

—Apague el auto, descienda e identifíquese.

Otro militar había salido del interior de la vivienda. Al verlos afuera les dijo en todo áspero:

—¿Y ustedes que hacen aquí. No les habían ordenado que permanecieran dentro?

Entraron y vieron como los guardias verificaban la identidad del recién llegado. Luego el de la metralleta al hombro entró y les dijo:

—Vinieron a buscarlos. Vayan saliendo de uno en uno y monten en el carro. Uno delante y tres atrás. Y en silencio.

—Yo soy el jefe y voy delante. Ustedes tres monten atrás —dijo el estudiante que estaba con él.

A él le tocó el sitio más incómodo, entre dos estudiantes que le eran desconocidos, en la parte trasera del automóvil. Adentro apestaba a gasolina y a grasa de cocina. El chofer fue el último en montarse. Era un hombre blanco y gordo, de poco más de cuarenta años.

El automóvil se dirigió hacia la Ciudad Deportiva. Al doblar por la Calzada de Palatino vio a la gente en la parada de ómnibus, ajenas al peligro. Regresaban del cine o de comer. Esperaban tranquilos, de vuelta del trabajo o de las clases nocturnas. Eran las diez y media y la ciudad lucía apacible en esa noche de verano.

—Bajen los fusiles. Los cañones se ven desde las ventanillas. No debemos asustar a la población —les advirtió el chofer.


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