Actualizado: 28/03/2024 20:04
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La Habana, Capital, Viajes

La personalidad única de La Habana

Joseph Hergesheimer escribió sobre nuestra capital una obra inmerecidamente poco conocida, que Guillermo Cabrera Infante no dudó en calificar como uno de los libros de viajes más hermosos que había leído

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Este año, La Habana arriba a los cinco siglos de su fundación, y tan significativa efeméride seguramente va a ser celebrada con numerosas actividades. A lo largo de los meses que vienen, este cronista planea contribuir humildemente a los festejos por el cumplesiglos de nuestra capital. Y para no dejar esa faena para luego, la inicio hoy con un homenaje en el cual se unen dos relevantes escritores, norteamericano uno, cubano el otro.

Hoy apenas se menciona y casi nadie recuerda ni mucho menos lee a Joseph Hergesheimer (Filadelfia, 1880-Sea Isle City, 1954). Sus obras se publican poco y los ejemplares de las ediciones originales que quedan acumulan polvo en los áticos y en los estantes de las librerías de segunda mano. Para la mayoría de sus compatriotas, solo es un hombre que “también escribió” en los años cuando emergieron autores como Ernest Hemingway, William Faulkner y Scott Fitzgerald. Pero hubo una etapa en la que Hergesheimer significaba mucho en su país. Literary Digest llegó a votarlo en 1922 como “el más importante escritor norteamericano” de ese momento, y en los círculos intelectuales de Europa también se le apreciaba.

Durante las dos primeras décadas del siglo pasado, en Estados Unidos gozaba de una gran popularidad, que venía dada tanto por sus novelas como por las adaptaciones cinematográficas que se hicieron de ellas. En una carta al editor Alfred A. Knopf, Hergesheimer le confesó que en sus mejores tiempos llegó a ganar cien mil dólares al año, principalmente por los cuentos y reportajes que escribía para revistas como Saturday Evening Post. Por otro lado, Hollywood le pagó cifras extravagantes por los derechos, y entre 1923 y 1935 se filmaron ocho películas basadas en sus textos. Hergesheimer fue además traducido a varios idiomas, entre ellos al castellano.

Para los cubanos, sin embargo, Hergesheimer posee un interés particular, pues tuvo con nuestro país una relación especial. Eso, a pesar de que viajó por varios países e incluso publicó sobre Alemania un libro titulado Berlín. Asimismo, una de sus novelas, Tampico, está ambientada en México. En otra de sus obras narrativas, la titulada The Bright Shawl (1922), que figura entre las llevadas al cine, Hergesheimer cuenta una historia de amor y lealtad que se desarrolla en nuestro país, durante la guerra de independencia. Y también es autor de una obra inmerecidamente poco conocida, que Cabrera Infante no dudó en calificar como uno de los libros de viajes más hermosos que había leído.

Se titula San Cristóbal de La Habana y pienso que en su momento debió tener una buena acogida. Lo deduzco del hecho de que, a la primera edición, aparecida en 1920, se sumaron otras dos, en 1923 y 1927. La última, no obstante, difiere de las anteriores: en ella Hergesheimer incorporó un prefacio, así como dieciséis ilustraciones en blanco y negro tomadas del Álbum Pintoresco de la Isla de Cuba. Fragmentos de su libro figuran en dos antologías de la época: Modern American Prose (1934) y Journeys in Time (1946). Esta última edición del libro es la que yo tengo y leí. Sobre San Cristóbal de La Habana publiqué en 2007 en este mismo diario un artículo en dos partes.

Como allí apuntaba, en San Cristóbal de La Habana no hay ninguna referencia a la fecha de esa visita a la Isla. No obstante, pude averiguar que Hergesheimer viajó por primera vez en 1918. Volvió en 1922, para asistir al rodaje de la película The Bright Shawl. Realizó un tercer viaje en 1932, y aunque no se conocen más detalles, se sabe que en alguna de esas estancias estuvo también en Camagüey. Lamentaba yo entonces el hecho de que San Cristóbal de La Habana no se hubiera traducido a nuestro idioma. Está próximo a cumplir un siglo de publicado y aún continúa inaccesible para los lectores cubanos.

Es un ejemplo de la escasa atención que solemos prestarle a las obras que se ocupan de nosotros mismos, algo que, según Jorge Mañach, constituye un índice de lo poco desarrollada que está nuestra sensibilidad cultural. Se refería en particular a los libros escritos por extranjeros, que aportan “una perspectiva distinta, libre de las turbulencias y abultamientos excesivos de la mirada inmediata”. Y recomendaba que deberíamos ver, “en cada libro que nos analiza a distancia, una oportunidad que se nos ofrece de mejor conocimiento propio”.

En un artículo publicado en los años 20, el propio Mañach sugirió que él mismo podía asumir la faena de traducir el libro de Hergesheimer. Pero prácticamente hasta el final de su vida estuvo sometido a lo que él llamaba la esclavitud del diarismo. Incluso algunos libros suyos que tenía empezados no llegó a concluirlos. Pero en los años 50 le dedicó al escritor norteamericano un artículo en Bohemia. Y en el mismo incluyó la versión al castellano de un fragmento de San Cristóbal de La Habana. Aplicando aquello del diablo, un pelo, aquí lo reproduzco.

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La llegada a La Habana

“Hay ciertas ciudades que, extrañas a primera vista, terminan por estar más cerca de nuestro corazón que aquella misma en que vivimos. No estará de más advertir que la palabra hogar tiene un sentido mucho más ancho y profundo que el de nuestro marco geográfico y familiar. Muchos hombres son forasteros en casas construidas con las tradiciones de su propia sangre, y las regiones más inaccesibles y ariscas de la tierra se han visto muchas veces ávidamente buscadas por individuos a quienes no impulsaba ninguna presión exterior, sino una extraña necesidad de habitar alguna árida montaña de cobre, alguna costa febril, o de seguir hasta el fin de la vida un río perdido en salvaje lejanía, ocultando en tales parajes el secreto de su insaciable afán.

“No fue esto precisamente lo que me ocurrió a mí al acercarme a La Habana con la primera luz mañanera: no era nada tan dominante y absoluto. Y, sin embargo, al contemplar el plateado verdor de Cuba sobre el mar azul, tuve el presentimiento de que miraba algo que había de tener para mí una peculiar importancia. Me sentí de súbito poseso de una impaciente curiosidad por ver cómo la masa nebulosa y verduzca se resolvía en los detalles de las densas laderas, cuya fronda oscura se alzaba desde el mar hasta las cimas.

“Lo sombrío del follaje inmediatamente me diferenció aquella tierra de la región de brillantes arces a que estaba acostumbrado. Eran hojas oscuras, buidas, pesadas, de un efecto visual que muchas veces me había esforzado por describir, y su presencia en aquella franja de horizonte me llenó de placer. Fue exactamente como si las suaves y lustrosas colinas que veía en lontananza hubieran sido creadas por obra de algún viejo y misterioso deseo de realizarlas en palabras.

“Sin duda, lo que daba esa impresión era el mar, el cielo y la hora. Tan azul era la superficie del mar, que el viento rizaba con fuerza voluntariosa y contraria, que el color se perdía en la intensidad misma del tono, mientras los velos del espacio se resolvían en arcos de luz expansiva. Parecía la isla insólitamente sólida y aislada, como una flor en el aire, y saturada de poesía. Ese fue mi sentir inmediato de Cuba.

“A medida que surcábamos el agua, de añil profundo, ella misma cobraba profundidad, cargándose de esa tensión emocional que siempre me incitaba a escribir”.

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España tocada por el trópico

“Estaba ya muy cerca la costa de Cuba. Podía ver, a ras del agua, la línea de edificios blancos, a esa distancia puramente clásicos en su acento. Fue entonces cuando tuve el primer presentimiento de la ciudad hacia la cual adelantaba suavemente. Había de hallar en ella el espíritu clásico, no de Grecia, sino de un período posterior; el de esas ciudades imaginarias pintadas o grabadas con opulencia de cornisas y recortadas contra el mar tranquilo. Percibía ya en torno a ella esa atmósfera irreal que presidía el Embarque a Citerea.

“Nada podía hacerme más feliz que eso. Era como si un sueño obsesionante se convirtiera en sólida realidad. Multiplicábanse los edificios, bañados de radiosa claridad, y de pronto, a la otra orilla, vi surgir el Castillo del Morro. Pequeño, compacto, sorprendentemente idéntico a sus numerosas fotografías, me defraudó un poco. Pero la angostura de la entrada del puerto, una vena azul que se extendía tortuosamente tierra adentro, la apretazón de barcos y casas y las anchas avenidas sombrías, me dieron enseguida la impresión de la personalidad única de La Habana.

“Nada, sin embargo, más cautivador que la larga muralla de piedra coralina de La Cabaña, descendiendo a pico a la izquierda. Maciza y tocada de manchas rosáceas, complementaba maravillosamente la seudoclásica blancura del lado opuesto. Por aquí, un malecón seguía la línea de la costa, partiendo de una plazuela embanderada, llena de sillas de hierro, en el centro de la cual se alzaba una minúscula glorieta. Había alrededor pequeños jardines bajo las palmas reales, y más allá las altas ventanas mostraban balcones vacíos al sol de la mañana. Oí entonces la voz de La Habana, un agudo y activo rumor —según había de comprobar después—, que a veces se adormecía para despertar después de nuevo por la noche con un estruendo diferente y no menos perturbador.

“Lo que trataba yo de descubrir cuando me llevaban velozmente a lo largo de anchas avenidas y calles estrechísimas como pasajes, era lo más peculiarmente característico de aquella ciudad que ya me había conquistado. Ignorante de los procesos instantáneos que forman las palabras, me decía a mí mismo que aquello era una especie de Pompeya romántica. Modificaba así mi primera impresión, acercándome más a la realidad, pues esa fórmula describía mejor la imagen total de aquellas fachadas, inadmisibles arquitectónicamente y, sin embargo, integradas en una sorprendente y placentera unidad. Nadie, me dije con entusiasmo, había sabido apreciar bien La Habana; hacía falta para ello una completa sensibilidad. No era helénica, no; no tenía la sencillez de un gran estilo; de una época genuina; La Habana era artificial, exótica: España tocada en todas partes por el trópico; el trópico sin tradición, hecho semblanza barroca”.

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El viejo Inglaterra

“Tanto me cautivó, que durante el resto del día me fue indiferente lo que pudiera esperarme fuera. El vestíbulo profundo, con sus planos reflejos de luz atenuada y sus sirvientes vestidos de lino blanco; el patio, con su surtidor, sus arcos de irisados azulejos; el comedor de mármol, con las armas de Poncio Pilato en un panel; el bronceado lustre de las baldosas y las grandes ventanas, que daban al Parque exactamente como yo lo había esperado, producían la impresión de un extraño dominio. El corredor al que mi cuarto daba era todavía más seductor, con sus arcos de trenzada madera y, en un espacio octogonal, algunas sillas y plantas de hojas anchas. La elevada ventana era de impresionante dignidad; tenía dos juegos de persianas, y en lo alto de ella se abría un abanico de cristal de brillantes colores —carmín, naranja, púrpura, cobalto, amarillo. Era algo extraordinariamente vívido, como un montículo de fruta tropical. Dominaba durante el día la intimidad del corredor, y no solo desde su alto lugar, porque el sol, según se movía, iba proyectando una copia exacta del mediopunto en el piso, en las paredes… Podía uno sentarse allí indefinidamente, y quedarse contemplando fascinado, aquella violencia de color, que obligaba la mente a rendirse a sus sugerencias… También estas eran brillantes e ilógicas. Un cristal semejante, unos colores como aquellos, no se encontraban en los esquemas decorativos usuales. Yo solo recordaba insinuaciones parecidas en las casas del siglo XVIII, en ciertos conservatorios a guisa de pagodas, asociados a mis imágenes de la niñez. No es que hubiese ventanas como aquellas en Woodnest, tan sombrío bajo sus álamos; pero la impresión de lo uno suscitaba la emoción de lo otro, retrotrayendo mi espíritu, no sin perturbarlo, a las imágenes de una época lejana.

“Resultaba ser así La Habana como una parte auténtica de mi patrimonio. Sentí, allá en mis adentros, que no podía dejar de comprenderla, de reconocerla afectuosamente, con cierto sentimiento de familiaridad”.

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La calle, la gente y el daiquirí

“Solo más tarde me decidí a asomarme al balcón. Al otro lado de la angosta hondura de San Rafael, la masa ornamental del Centro Gallego —sociedad y teatro a la vez—, formaba esquina contra el Parque Central. Hacia la derecha, por entre los reflejos de los escaparates comerciales, fluía una procesión de automóviles. Una gran columna del paseo se mostraba alegre de revistas; un limpiabotas, arrugado y activo, con un solo sillón en una alta tarima, limpiaba toda una hilera de zapatos blancos, evidentemente de huéspedes del hotel, y los vendedores de periódicos pregonaban La Política Cómica

“Había mucha gente allá abajo, moviéndose con un aire resuelto. Los rostros de los hombres parecían más oscuros, por contraste con sus trajes de hilo; no podía verles las facciones. Pero lo que más me sorprendió enseguida fue que casi no había mujeres en la calle. Era una corriente masculina. Esto, al principio, me dio una impresión de monotonía y de estupidez, porque las mujeres son algo absolutamente esencial a la variedad de cualquier espectáculo, y allí no las había, fuera de algún vago grupo familiar que entraba aceleradamente en algún café.

“Pronto, sin embargo, comprendí, la razón. En espíritu, esto era todavía España, y España está saturada de Marruecos, tierra donde las mujeres, aun las más pobres, jamás se muestran en público. La Habana era una ciudad de balcones, de ventanas enrejadas, de casas impenetrables a la calle, abiertas solo a sus jardines y a sus patios. Pero de repente tuve —a pesar de la impresión primera— una intuición viva de la influencia penetrante de la mujer en La Habana. La reserva de su presencia la hacía aún más incitante que en los países donde todos los mercados las exhiben, unas veces como flores, otras como hortalizas… Aquí, en cambio, con refinada galantería, se miraba a las mujeres como criaturas peligrosas y siempre deseables y capaces de locura. Era una sociedad en que el sesgo de una camelia en el aire, el brillo de una mirada, el más leve movimiento de blonda sobre unos labios encendidos, no ocurría nunca en vano.

“Había llegado el momento del daiquirí. Sentado cerca del surtidor, donde una ligera brisa parecía agitar el mantón de bronce de la bailarina andaluza, me quedé absorto sobre la helada mezcla de ron y azúcar, con un rizo de verde lima. Era una composición delicada, no tan buena como la que había de descubrir después en el Hotel Telégrafo, pero ya una verdadera revelación. Me sentí contento de estar sentado a esa hora, en el Inglaterra, ante una bebida como aquella. Con divertido desasimiento recordé que allá en el Norte la Prohibición estaba en pleno vigor. Sin duda, el coctel sobre mi mesa era un agente peligroso, ya que contenía, en la copa de cristal, ligeramente escarchada de azúcar sin disolver, el poder de suscitar una desdeñosa indiferencia al destino, de liberar la mente de responsabilidades, el borrar, a la vez, la memoria y el mañana, dándole al corazón un sentimiento adventicio de superioridad y venciendo, por el momento, todos los consabidos, los eternos temores”.