Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Ciclones, Literatura

La Tempestad

El huracán según algunos ejemplos literarios célebres

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Para Hemingway la mejor manera de pasar un ciclón era con una botella de ron a mano, luego de asegurar puertas y ventanas con tablones y clavos. Quizá es una forma que no soluciona todos los problemas, pero evita pensar en unos cuantos.

Pese al tiempo transcurrido desde el descubrimiento de América, las tormentas tropicales no han perdido por completo su carácter exótico. Crean temor y hasta pánico. También producen una mezcla de impotencia y desafío que lleva a almacenar cosas necesarias e inútiles, desde agua hasta jamón y embutidos que si no se comen rápido terminan podridos a los pocos días de faltar la energía eléctrica.

Nos hacen más dependientes de los otros (socorristas, bomberos, policías, brigadas de limpieza, reparadores de líneas energéticas y sistemas de comunicación), pero al mismo tiempo despiertan el afán de protegernos por medios propios: se compran velas, linternas, pilas y hasta un generador eléctrico para la vivienda, si hay dinero suficiente.

En el trópico las tormentas y huracanes ocurren año tras año y siempre se hace necesario volver a emitir las órdenes de evacuación obligatoria, imponer toques de queda y sacar a la calle más policías.

El paso de un huracán es fortuito, inevitable e incierto. No importan los avances tecnológicos, cualquier ciclón puede sorprender con su recorrido. Lo más que ha llegado el hombre es a prolongar la espera. Porque cuando llega, solo cabe buscar refugio. Todo el aparataje de los servicios de emergencia de los gobiernos locales, los pronósticos cada pocas horas, los políticos brindando conferencias de prensa y los reporteros de televisión informando empapados por la lluvia, con sus cuerpos sufriendo el azote del viento, es para ayudarnos en nuestra soledad frente a la tempestad.

Un ciclón nos hace sentir pequeños, débiles, abandonados. Ese alarde de fuerza de la naturaleza abre las posibilidades a que los hombres se ayuden, y también a que se dediquen al saqueo. Somos mejores y peores. Una tragedia para unos y una bonanza para otros. Miseria y oportunidad. Pérdida y ganancia.

Causa de naufragios, una tempestad tropical da inicio y título a la última obra de teatro de Shakespeare, e inicia un debate cultural y político que sobrevive en nuestros días. Pero ni ella ni su equivalente en las antípodas —el tifón, que sirvió a Joseph Conrad para una novela— alcanzan la grandeza bíblica del diluvio o la frecuencia literaria de la tormenta de nieve.

El huracán es cosa de dioses primitivos, tema de etnólogos como el cubano Fernando Ortiz y solo capaz de atemorizar al gánster en decadencia Johnny Rocco en Key Largo.

No es que el número de muertes ocasionadas por los ciclones sea despreciable, sino que a éste se le tiende a asociar con las islas, naciones subdesarrolladas y pueblos pobres.

Solo en Estados Unidos se rompe en ocasiones ese nexo. No siempre: los cientos de norteamericanos que murieron en 1935, principalmente en los cayos Matecumbe, eran veteranos de la Primera Guerra Mundial; pobres diablos que trabajaban en la construcción de la autopista destinada a unir a los cayos floridanos con la tierra firme, como parte de un proyecto federal destinado a combatir la miseria causada por la recesión económica.

Una casa móvil, un techo de tejas, una vivienda de madera: todas desaparecen. Como los terremotos, aunque con menor sorpresa e indiferencia, el ciclón es clasista por naturaleza.

Por esa razón William Faulkner prefiere una inundación del Mississippi —y su vinculación con el diluvio universal— para una de las historias entrecruzadas de la novela LasPalmeras Salvajes. La relación entre el prisionero y el fenómeno natural que es a la vez liberación; causa circunstancial que le permite convertirse en un héroe y obstáculo temporal frente a su deseo de volver a la cárcel —libre de cualquier responsabilidad: el lugar donde paradójicamente se ha adaptado a vivir y se siente seguro— tiene un carácter existencial que va más allá del tema social.

Hemingway, por su parte, es quien hace referencia al ciclón de 1935 en Tener o no Tener, su novela más “comprometida” —y también una de sus narraciones más flojas. Otra tormenta que azotó a pocas millas de la costa de La Habana, la noche del 8 de septiembre de 1919, y provocó el naufragio del buque español Valbanera en el estrecho de la Florida, sirvió al novelista estadounidense para contar una historia de pillaje en el cuento Después de la Tormenta.

El autor de El Viejo y el Mar —según Norberto Fuentes— practicaba una aproximación bélica ante cualquier ciclón cubano, al cual catalogaba de “enemigo” en una anticipación norteamericana y doméstica a Fidel Castro.

En Estados Unidos, cualquier ciclón es motivo de alarma sobre todo por las posibles pérdidas millonarias. Solo da cabida a la tragedia y la esperanza.

Esta relación calvinista de castigo, voluntad y trabajo frente a un fenómeno atmosférico —ese esfuerzo pragmático por regular las consecuencias el caos al no poder impedirlo— es ajena a la mentalidad caribeña, donde el ciclón es melodrama, pero también jolgorio.

Para los cubanos, antes de Castro tomar el poder —al menos antes del paso del Flora en 1963—, la llegada de los ciclones era motivo de fiesta y causa de calamidades, todo mezclado en una actitud irreverente e irresponsable. En la década de los cincuenta, las mujeres aprovechaban la ocasión para salir a la calle con pantalones ajustados.

Así describe Guillermo Cabrera Infante la situación en La Habana, tras la amenaza de un ciclón en 1952: “Todavía estaban en las calles las señales del ciclón que no ocurrió: vidrieras con tablas y una que otra ciclonera. (Se llamaba en Cuba cicloneras a las mujeres que salían a la calle en pantalones en cuanto había la menor señal de ciclón, ocasiones que eran para todos una extraña combinación de fiesta y de infausto).

Años antes, en 1930, el Trío Matamoros había cantado la desolación —ocurrida al paso del ciclón San Zenón por Santo Domingo— con palabras sentidas y simples: “Cada vez que me acuerdo del ciclón/se me enferma el corazón”.

Un escritor afrancesado como Alejo Carpentier aspira a la epopeya ciclonera en su primera novela, ¡Ecue-Yamba-O!: “Terror de Ulises, del holandés errante, de la carraca y el astrolabio”, pero le sale ajena. Solo cuando vienen en su ayuda los negros de Puerto Rico adquiere un sabor similar al del trío: ¡Temporal, temporal/ Qué tremendo temporal!/¡Cuando veo a mi casita,/Me dan ganas de llorar!

Y es que el ciclón es un fenómeno isleño, pero no mediterráneo: necesita del mar Caribe para fortalecerse. Cuando se adentra en el continente, inicia un camino de destrucción que lo conduce a su fin.

Un grupo de mariposas agita las alas en cualquier lugar del mundo y el aleteo origina una tormenta tropical en el Caribe. Como una advertencia, esa catástrofe llega cada vez con mayor frecuencia a Estados Unidos.


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