Actualizado: 29/04/2024 7:40
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La violencia al servicio de la utopía (I)

En El Chekista, Alexander Rogoshkin presenta el que posiblemente es el retrato más sombrío, impresionante y duro del fanatismo criminal de los ideales comunistas hecho por el cine ruso

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Hoy ya nadie se acuerda de ello. Pero veinticinco años atrás, noviembre era el mes durante el cual en muchos países se celebraba el aniversario de la Revolución de Octubre. Por supuesto, en Cuba era una efeméride que infaltablemente se recordaba con numerosas actividades políticas y culturales. Los hechos que se produjeron en el mundo a partir de 1989 cambiaron radicalmente muchas cosas e hicieron que celebraciones como esa pasaran a ser consideradas obsoletas y descontextualizadas. Sin embargo, hablamos de un hecho histórico que, para bien y para mal, decidió y marcó la existencia de millones de personas. Conviene, pues, no dejar pasar la circunstancia de que acabamos de entrar en noviembre y volvamos sobre lo que entonces ocurrió en Rusia.

Propongo hacerlo a través de una película que vi por primera vez hace un par de semanas, y que, a su vez, me llevó a descubrir la novela en la cual se basa el guión. Me refiero a El Chekista, dirigida por Alexander Rogoshkin (Leningrado, 1950). No se trata de un estreno reciente. Fue realizada en 1992, como parte de una serie de películas encargadas por la cadena de televisión francesa La Sept a jóvenes cineastas de Rusia que se dieron a conocer durante la perestroika. Ese mismo año El Chekista se proyectó en el Festival de Cannes, dentro de la sección Un Certain Regard. En su momento, se estrenó comercialmente en varios países y contó con una favorable acogida. Pero después desapareció por completo de la circulación. En la actualidad, solo se puede ver en YouTube en la versión subtitulada al inglés. Se puede buscar bajo el título de Chekist.

El guión fue redactado por los franceses Jacques Baynac y André Milbet, quienes adaptaron la novela Esquirlas, de Vladimir Zazubrin (1897-1938). Escrita en 1923, fue censurada por razones ideológicas. Para ver la luz, debió aguardar hasta 1989, cuando gracias a la perestroika pudo ser publicada. Para Alexander Rogoshkin, El chekista era su tercera película. Con la segunda, El guardia (1989), alcanzó un notable reconocimiento internacional —en el Festival de Berlín obtuvo el Premio Alfred Bauer—, al abordar un tema hasta entonces tabú: la Dedovshchina, el informal sistema de humillación y acoso a que sufren de los jóvenes reclutas al ingresar en el ejército. Con su tercer filme, El chekista, sorprendió con el que posiblemente es el retrato más sombrío, impresionante y duro del fanatismo criminal de los ideales comunistas hecho por el cine ruso.

El filme se inicia con un breve prólogo, en el cual aparece un grupo de hombres y mujeres de distintas edades que se hallan en algo así como un sótano. Están recibiendo los servicios de un sacerdote que, de acuerdo a su indumentaria, pertenece a la iglesia ortodoxa rusa. Cuando la cámara se desplaza hacia el fondo, se ve a un joven que ayuda a morir a un señor que, por su edad, bien puede ser su padre. De inmediato, la cámara se traslada a una oficina ricamente amueblada donde están tres hombres. Dos de ellos llevan uniformes, mientras que el tercero va vestido como un burgués, con traje y corbata.

Uno va leyendo nombres de una lista y especifica el delito por el cual se acusa a cada persona: resistirse a la confiscación, ser familiar de un guardia blanco, acoger o curar a un oficial herido, guardar documentos de la Duma, expresar críticas contra el régimen soviético o simplemente estar en la calle después de las 8 de la noche. Otro de los hombres, el que evidentemente es el jefe, decide la sentencia que se ha de aplicar y que en todos los casos es la misma: el pelotón de fusilamiento. Realizar la revisión y determinar la condena para cada caso, es algo que les toma unos pocos minutos.

El local es la sede de la Cheka en un pueblo cuyo nombre nunca se menciona. Lo que el espectador ha visto hasta aquí es el inicio de un día normal de trabajo. Mientras esos tres hombres cumplen rutinariamente el trámite antes descrito, el que actúa como jefe (después sabremos que se llama Andréi Srubov) se dedica a dibujar y cuando terminan, guarda los bocetos en la gaveta de su escritorio. A partir de ese momento, empieza la jornada laboral para el resto del personal. Varios soldados se alistan y toman sus fusiles y pistolas. Llegan a una pieza más o menos iluminada y se dedican a matar a tiros a las ratas que por allí corretean. Un soldado que hace guardia al costado de la puerta que da a un recinto se coloca algo en los oídos y pone a funcionar un gramófono. La música que se escucha parece corresponder a canciones revolucionarias.

En un pasillo, otro soldado se detiene ante las puertas y empieza a llamar por su apellido a las personas que están dentro. ¿Iniciales?, pregunta en tono seco, y quien responde tras hacerlo debe salir y se colocarse pegado a la pared. Una vez concluido el pase de lista, todos son conducidos a otra pieza en donde deben quitarse la ropa y quedar completamente desnudos. No se les permite ni siquiera dejarse los espejuelos. Entonces son llevados de cinco en cinco hasta una pared improvisada con cuatro puertas y allí se les indica pararse frente a ellas. A su espalda, un pequeño grupo de soldados aprestan sus armas y cuando reciben la orden, les disparan a la cabeza.

Dos hombres que llevan una especie de peto o mameluco, similar al que usan los obreros en los mataderos, se ocupan de retirar los cadáveres y trasladarlos en un montacargas que empujan entre ambos. Llegan a un sitio en cuya parte superior hay una trampilla que da al exterior. Con una cuerda atan los cuerpos por los pies y los suben. Una vez fuera, son recibidos por otros hombres que se encargan de desatarlos y los arrojan como fardos en la parte trasera de un camión. De allí van a ser conducidos a las fosas colectivas donde los enterrarán.

Un obrero de la revolución

Los personajes que vemos en la película no son presentados como asesinos en serie. Son trabajadores que realizan su labor con la mayor naturalidad. Se comportan como si se tratase de un proceso industrial. Unos están más políticamente motivados que otros, pero para todos ellos las ejecuciones en las cuales participan cada día forman parte de una rutina laboral establecida. Y como tal, la ejecutan como un ritual desapasionado.

Srubov se considera un obrero de la revolución. ¿Su fábrica? La Cheka. ¿Su actividad? Mantener viva la revolución con la sangre de los contrarrevolucionarios e incluso de los propios revolucionarios. Se toma muy en serio su tarea y asiste regularmente a las ejecuciones para vigilar que los soldados cumplan con su obligación. Asimismo hace fusilar a un subordinado que intentaba violar a una de las condenadas. “¿Cuál es la diferencia? De cualquier manera, va a morir”, se justifica el soldado. “La revolución significa acción organizada, planeada y calculada”, argumenta Srubov. Y ordena que el joven sea ejecutado primero, pues así la muchacha morirá sabiendo que la revolución es justa.

Aunque se trata de una obra de ficción, El chekista recrea hechos que ocurrieron realmente en Rusia durante los primeros años del régimen instaurado a fines de 1917. Después de asesinar al zar Nicolás II y a su familia, los bolcheviques fueron tras los aristócratas, los comerciantes, los sacerdotes y todas aquellas personas que no encajaban dentro del ideal leninista del “hombre nuevo”. Se entendía como tal un esclavo maleable, que podía ser programado para hacer cualquier cosa, como puede ser matar a un familiar o tratar como camarada y amigo al asesino de su propio padre. El filme nos introduce en el laboratorio más terrible de la revolución, al retratar el fanatismo criminal de los ideales comunistas.

“Para terminar con el caos, este país necesita una autoridad fuerte, incluso cruel”, expresa Srubov. Esas y otras afirmaciones que se dicen en la película de Alexander Rogoshkin tuvieron sus equivalentes en la realidad. De Nikolai Bujarin son, por ejemplo, estas palabras: “La coerción, la coerción proletaria bajo todas sus formas, ha de comenzar por las ejecuciones (…) He aquí el método que permitirá modelar el hombre comunista con la materia humana de la época capitalista”. Mucho más elocuentes son los mensajes enviados en 1918 por Lenin. Este no se inhibía en dar a los bolcheviques las directrices de actuar siempre con dureza para asegurar el éxito de lo que él preparaba: el Terror Rojo y la guerra civil. Sus telegramas los reproduce Dimitri Savitski en el prefacio de la edición francesa de la novela de Zazubrin. De ellos, escogí unos pocos que a continuación copio:

  • Al comité ejecutivo de Penza, agosto 9 de 1918: “Es indispensable aplicar sin piedad el terror de masa contra los kulaks, los popes y los guardias blancos. Encerrad a los sospechosos en un campo de concentración fuera de la ciudad”.
  • Al camarada Fiodorov, presidente del comité ejecutivo de Nijni-Novgorod, agosto 9 de 1918: “En Nijni indudablemente se prepara una insurrección de guardias blancos. Es necesario movilizar todas las fuerzas, aplicar de inmediato el terror de masa, fusilar y deportar a los viejos oficiales, a los centenares de prostitutas que importunan a los soldados, etc. Ni un minuto de demora”.
  • Al camarada Pajkes, de Saratov, agosto 22 de 1918: “Fusilad sin preguntar nada a nadie y sin demoras imbéciles”.

Justamente, para que se encargase de poner en marcha el terror de masa del que habla con insistencia Lenin, se creó la Cheka (en ruso, abreviatura de Chrezvychaynaya Komissiya). Fue la primera policía secreta moderna y empezó a operar quince años antes de que la Gestapo se convirtiera en sinónimo de asesinatos políticos y terror. Embrión de lo que luego sería la KGB, se organizó bajo las órdenes directas de Lenin, quien responsabilizó de ella a uno de sus lugartenientes, el aristócrata polaco Félix Dzerzhinski. En marzo de 1918, la Cheka quedó formalmente constituida. Estaba dividida en tres departamentos: información, organización y operación. Al principio sólo se le asignaron 400 funcionarios que pronto, en apenas tres meses, ya eran más de dos mil. Esos efectivos aumentaron exponencialmente cuando la guerra civil se recrudeció en enero de 1919.

Acerca de los métodos represivos usados por los chekistas, el historiador español Fernando Díaz Villanueva ha escrito: “Para atemorizar a la población civil organizaban espeluznantes ejecuciones públicas en las que desplegaban gran creatividad homicida. En las provincias del norte solían desnudar a los presos y verter sobre ellos agua que, a 30 grados bajo cero, se congelaba rápidamente formando estatuas de hielo vivientes. En ocasiones colocaban un tubo en la boca de los reos y deslizaban una rata sobre él para que ésta, azuzada por un tizón que el verdugo ponía en el otro extremo del tubo, desgarrase la garganta de los condenados hasta provocarles una espantosa muerte.

“El fusilamiento era quizá el más benévolo de sus veredictos. Nadie estaba a salvo. Cualquiera mayor de ocho años era condenable al paredón. Las ejecuciones tenían que ser masivas y públicas para infundir un temor casi religioso entre los aldeanos. En aquella guerra sin cuartel iba a ser el miedo a una represalia siempre inhumana el mejor aliado de los bolcheviques. La prensa del régimen se hacía eco de las proezas que la Cheka iba perpetrando por Rusia en cuidadas historias de portada que ponían los pelos de punta a cualquiera”.

Srubov, el protagonista del filme de Alexander Rogoshkin, se cree investido del poder que hace de él un vector activo e infalible de la ley que representa y administra. Bajo sus órdenes se realizan los arrestos, los interrogatorios, los amagos de juicios, las ejecuciones, el traslado de los cadáveres. Todo eso lo hace en nombre de la causa revolucionaria a la que siempre ha servido. A él corresponden estas palabras: “Sí, la revolución es como un hambriento feroz. Tiene hambre de sangre. Se bebe la sangre de los mejores hombres, pero es esencial satisfacer su sed. Lo nuevo no va a nacer sin tortura y sangre”.