Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Gay, Literatura, Represión

Las cicatrices de un error histórico

En La Noria, Ahmel Echevarría Paré recrea, desde la subjetividad de un escritor gay, el Quinquenio Gris, aquella etapa en la cual el arte y la cultura pasaron a estar regidos por una ideología dogmática y excluyente

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Han tenido que pasar varias décadas para que en Cuba se haya empezado a hablar y a escribir abiertamente sobre el llamado Quinquenio Gris (a propósito, ¿fueron realmente esos su color y su duración?). La emisión en enero de 2007 de un programa de televisión dedicado a Luis Pavón Tamayo, desencadenó entre escritores y artistas una reacción colectiva sin precedentes, que circuló a través de correos electrónicos. Pocos días después, el Centro Teórico-Cultural Criterios, que dirige Desiderio Navarro, organizó un ciclo de conferencias bajo el título La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión. Participaron, además de Navarro, Ambrosio Fornet, Mario Coyula, Eduardo Heras León, Arturo Arango y Fernando Martínez Heredia y sus textos fueron recogidos al año siguiente en un libro. A aquel volumen se ha sumado hace poco el ensayo El 71. Anatomía de una crisis (Editorial Letras Cubanas, 2013), en el que Jorge Fornet analiza aquel aciago período.

En lo que se refiere a la literatura, La Noria (Premio de Novela Italo Calvino 2012, Ediciones Unión, La Habana, 2013, 190 páginas) es una de las primeras obras de ficción que recrea aquella etapa en la cual el arte y la cultura pasaron a estar regidos por una ideología dogmática y excluyente. Debido a su edad, el autor, Ahmel Echevarría Peré (La Habana, 1974), no debe haber escuchado hablar de ello hasta muchos años después. Por eso ha empleado la imaginación narrativa para explorar unos sucesos que, como apunta Rafael de Águila, en los últimos tiempos han sido hollados por la ensayística o el testimonio.

De Águila redactó la nota que aparece en la contraportada del libro de Echevarría Peré. En ella proporciona un atinado resumen sobre el tema y la estructura de la novela, y por eso me parece pertinente reproducir sus palabras: “Desde la subjetividad de un viejo escritor gay, otrora víctima del llamado «Quinquenio Gris», desde el relato que intenta escribir treinta años después, asoma esta mixtura de recuerdos, realidades, literatura, sueños, temores, deseos, elementos que a lomo de decurrencias de tiempos y vaivenes de espacios confieren, intertextualidad mediante, una mirada a ciertos hechos y personajes que animaron/ desanimaron La Habana de los años 60/70. Un escritor que plagia a Cortázar; cartas supuestamente escritas por el famoso escritor argentino; amor entre dos hombres; víctimas y victimarios; vigilantes y vigilados; literatura dentro de la literatura; deseo y traición”.

La trama argumental de la novela no ocurre en los aciagos años 70, sino en una etapa posterior. Sin embargo, las consecuencias de aquella política cultural no dejan de estar presentes. El protagonista, que a partir de la página 20 pasa a ser llamado El Maestro, fue uno de los tantos “parametrados” a partir de 1971. Comparte ese triste mérito, entre muchos otros, con Alberto Marqués, el dramaturgo homosexual que aparecía en Máscaras, de Leonardo Padura. A propósito de aquel neologismo, el personaje le comentaba al investigador Mario Conde: “¿De verdad que no lo sabe?… Mire, hace dieciocho años, cuando corría el año del Señor de 1971, yo fui parametrado y, claro, no tenía ningún parámetro de los que se pedían. Se imagina eso, ¿parametrar a un artista, como si fuera un perro con pedigrí? Casi que es cómico, si no hubiera sido trágico. Y, de contra, es una palabra tan feísima… Parametrar”.

El Maestro también comparte con Alberto Marqués el ser homosexual. En su caso, la “parametración”, es decir, el castigo también se debió a haber escrito la novela Fin de semana en Neverland. En 1971, una comisión integrada por representantes de la Secretaría de Cultura, la Sociedad Nacional de Artistas y Escritores, el Departamento de Seguridad Interior y el Ministerio de Salud, Sanidad e Higiene, valoró su obra como “una verdadera afrenta”. Los protagonistas eran Sergio, un profesor de historia de la Universidad de La Habana, y Diego, uno de sus alumnos. Desde el balcón y las ventanas, ambos “veían a las antiaéreas, los milicianos apostados o marchando, y detrás, muy detrás de los parlamentos y digresiones del profesor y el alumno, desdibujados como palmeras salvajes bajo el calor y la luz del mediodía en un desierto, unos penes como émbolos, a todo vapor, horadando la sequedad de la carne sin que faltaran las hoscas caricias y abrazos entre cuerpos sudados al borde de una guerra nuclear”.

Eso hizo que lo enviaran a trabajar durante siete años al Cementerio de Colón. Allí exhumó cadáveres y además fue ayudante en la Brigada de Mantenimiento. Cuando se inicia la novela, ya no labora en ese lugar. Lleva catorce años sin escribir, “como si lo hubieran castrado”. Solo redacta unos artículos cuyo valor se reduce a una firma. Pero le ha ocurrido algo muy particular que lo ha estimulado a buscar papel y pararse ante la Remington, su vieja máquina (digo pararse porque esa actividad la realiza de pie). Las primeras líneas corresponden textualmente a “Las babas del diablo”, el conocido cuento de Julio Cortázar. El Maestro quiere retomar su antiguo oficio y ganar nuevos lectores, pero también tiene un deseo irrefrenable: plagiar un texto del narrador argentino. Y el extraño episodio que vivió le da la oportunidad idónea para hacerlo.

Desde hace catorce años, El Maestro recibe en su apartamento de Campanario 411 a David, un mulato fornido y cincuentón con quien mantiene una relación sentimental. El escritor nunca le ha preguntado detalles de su vida. “Le bastaba verlo llegar, el abrazo. David tomaba por asalto el apartamento, entornaba la ventana, se quitaba los zapatos y se sentaba en el butacón (…) David era otro cuando entraba al apartamento y se sentaba en el butacón. Justo eso: otra persona -como si en los recitales de poesía, presentaciones de libros, charlas o exposiciones estuviese obligado a interpretar un personaje, como si él necesitara de heterónimos y rostros diferentes para desenvolverse entre el público-. ¿Cuál de los dos era el verdadero David?”. Para El Maestro, el favorito era el de las visitas de los lunes. Probablemente tenía conocimiento del otro, el que por un sentido del deber o bien cumpliendo órdenes, lo espiaba. O tal vez prefería atribuir esto último al delirio de persecución que desde 1971 no lo abandonaba.

La ficción desempeña una función clave

A diferencia de sus libros anteriores (Esquirlas, Premio Pinos Nuevos, 2006; Inventario, Premio David, 2007), en una primera lectura La Noria da la impresión de tener una estructura más cercana a lo que, de acuerdo a la tradición, se cataloga como novela. Esquirlas ha sido definido por su autor como “una noveleta abortada”, escrita “como un desesperado malabar de libertad”. Está armada mediante retazos que se ensamblan, y para Orlando Luis Pardo se trata de “un diario de apuntes que se disfraza como una galería de fotos”.

En Inventario, las fronteras entre novela y cuento también se difuminan. A nivel estructural, su autor vuelve a optar por la fragmentación. A través de los textos que lo integran (piezas narrativas, los llamo su autor), se arma una gran madeja de formas y contenidos que sigue la vida del narrador-protagonista, aunque no lo hace de manera cronológica. Echavarría Peré ha escrito además la novela Días de entrenamiento, publicada en Praga en el 2012, a la cual no me puedo referir por no haberla leído. Junto con Inventario y Esquirlas, forma parte del Ciclo de la Memoria, que cuenta con un narrador-personaje que se llama Ahmel.

La Noria está compuesta por siete capítulos que se tiene lugar en un presente que no se ubica con exactitud. En esas páginas se incorporan recuerdos de hechos pertenecientes a la etapa anterior. Asimismo en el relato se sigue el proceso de creación del cuento que El Maestro ha comenzado a escribir, y a lo cual se alude en la oración con que se inicia la novela: “¿Nunca se sabrá cómo contar esta historia?”. En ese aspecto, conviene señalar que en la obra de Echevarría Peré la ficción desempeña una función clave. Desde las primeras páginas, el narrador omnisciente trata de desanimar una lectura en clave realista o testimonial: “Supongamos que este hombre se llama Jorge Luis, Julio César o Antón, Piotr Ilich, Ernst, Virgilio, Fiodor a quizás Sebastian. La lista de posibles nombres podría ser mayor, porque tras seleccionar un disco iba hasta su Remington. Se sabía en un rapto de emoción y dejaba atrás su propia identidad; tal como hoy, deviene otra persona frente a la máquina de escribir”.

Los capítulos están cruzados por una serie de cartas que Julio Cortázar envió a su amigo Alfonso Fernández de la Riva (1928-1971), entre abril de 1964 y enero de 1971. En esa correspondencia se imita con bastante acierto el estilo del escritor, cuya firma auténtica además aparece estampada al final. Durante la presentación de la novela de Echevarría Peré, Rafael de Águila preguntó sobre el cometido de esas misivas: qué hacen ahí, qué contrapunto arman, qué diálogo rizomático establecen con el iceberg de la historia. Es algo que corresponde al lector desentrañar, pero sobre ello cabe decir que constituyen algo más que un notable ejercicio de estilo.

Al final de La Noria hay un apéndice llamado “La Caja de las Maravillas”. En el mismo se proporciona información sobre personas (Roberto Fernández Retamar, Calvert Casey, José Lezama Lima, Antón Arrufat, Carlos Franqui, Pablo Armando Fernández, Guillermo Cabrera Infante, Ana María Simo), publicaciones (Orígenes, Casa de las Américas, Mundo Nuevo) y hechos (las UMAP, el caso Padilla) que se mencionan en la novela. Allí se puede encontrar una ficha biobliográfica de Alfonso Fernández de la Riva, quien en una ocasión comentó la obra de El Maestro.

En 1963 fundó la revista Emancipación: Cultura y Sociedad, de la cual fue director hasta finales del año 70, cuando fue destituido. En esa misma publicación, alguien parapetado tras el seudónimo de Leovigildo Avilés escribió una reseña de un libro de ensayos de Fernández de la Riva. Señala que a este no solo le interesa “ahondar dentro de los límites de la simple crítica literaria. Ese aparente ejercicio del ensayo de tema literario cae en el terreno de la ideología y la confrontación. Su carga de subjetivismo es indudablemente ladina exaltación, subversión, realidad muy parcializada amparada en pretendidas posiciones revolucionarias”.

Al recordar al también homosexual Fernández de la Riva, El Maestro se pregunta cómo pudo haber muerto de un paro respiratorio, como decía la nota necrológica en los periódicos, si no padecía de asma, ni tampoco tenía un carcinoma en los pulmones. “¿Era aquel paro simplemente una casualidad? ¿O la punta de una madeja en la que tarde o temprano se enredaría un cuerpo obeso, de cincuenta y dos años, aparentemente sano?”.

En la novela figura como apéndice un segundo texto, “Un bidón de gasolina, un candelabro y un revólver”. Está redactado por el autor de La Noria, quien lo escribió “desde un cómodo butacón casualmente en la sala de un apartamento de la calle Campanario”. En esas páginas recuerda “el devenir de El Maestro y aquellos tiempos dolorosamente humanos: los sesenta y los setenta -etapa en la que sobre él y otros escritores se desató el dogmatismo de una inverosímil aunque real política cultural”. Asimismo revela las fuentes a partir de las cuales remedó la escritura epistolar de Cortázar. Y también los nombres de aquellas personas que respondieron a su solicitud y le develaron testimonios de aquellos terribles años.

A todo lo anterior se suman 33 notas a pie de página, sutiles simbolismos, referencias intertextuales, así como elementos de otras culturas (el jazz, la comida gallega, el fado, figuras y obras de la literatura) que cruzan el relato a manera de vectores y le dan cierta apertura a otros mundos. Respecto a esa concepción tan amplia y poco ortodoxa del género novelístico, el autor expresó en una entrevista: “Siento que en este siglo y milenio la novela se parece más a nosotros, a los tiempos que corren, y menos a lo que dicta o dictó el canon. No me refiero solo a la existencia de textos a mitad de camino entre el cuento y la novela, sino también a esos híbridos en los que hay de ficción y de ensayo, entre el testimonio y la ficción. Las mezclas pueden ser sorprendentes. Como mi formación es técnica —recuerda que soy graduado de Ingeniería Mecánica—, digamos que en mi caso apuesto por la pieza (una pieza narrativa) para lograr un mecanismo —o un conjunto de mecanismos— lo más eficiente posible (una máquina narrativa)”.

Pero el hecho de que La Noria no se supedite a las convenciones usuales del género y se adentre en territorios más originales y arriesgados, no hace que leerla resulte arduo ni gravoso. Es cierto que sacarán mejor provecho de ella quienes le dediquen una lectura más pausada y minuciosa. Pero pienso que igualmente la ha de disfrutar ese público medio que se identifica y acepta otros modelos narrativos más convencionales. Es otro de los méritos de una obra que confirma a Ahmel Echevarría Peré como un autor talentoso, que posee una voz propia y un imaginario novedoso y personal.