Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Literatura, Literatura cubana, Literatura infantil

Lecturas para adultos bajitos

Cuatro obras, pertenecientes a autores de distintas promociones, ilustran algunas de las propuestas estéticas y temáticas que confluyen hoy en la literatura infanto-juvenil que se escribe hoy en Cuba

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En los últimos meses, se han acumulado en la estantería que reservo a los libros por leer varios títulos de literatura infantil y juvenil de autores cubanos. Suelo permitir a los libros que establezcan sus propias hermandades y alianzas, y eso es lo que cuatro de los antes citados han hecho esta vez. En las líneas que siguen, los reseñaré para ilustrar algunas de las propuestas estéticas y temáticas que confluyen hoy en esa manifestación.

En el panorama de la literatura infanto-juvenil que se escribe hoy en Cuba, Luis Cabrera Delgado (Jarahueca, 1945) se destaca por ser uno de los autores más prolíficos y también más reconocidos. Acumula una respetable cantidad de premios de dentro y fuera de la Isla, y la lista de títulos publicados por él es también muy extensa. No voy, pues, a citarla completa, pero por lo menos voy a mencionar que en la misma figuran obras tan significativas como Tía Julita (1987), Los calamitosos (1993), Ito (1997), El aparecido de la mata de mango (2000), ¿Dónde está la Princesa? (2001) y El misterio del pabellón hexagonal (2008). Algunos de ellos han sido reseñados en este periódico por quien firma estas líneas.

El doble dobladillo del morral de Mariano Monaguillo (Ediciones Matanzas, 2015, 44 páginas) es el último libro suyo que conozco, aunque probablemente no lo sea, dada su proverbial fertilidad. Es una noveleta dirigida al público adolescente. Y una avispada adolescente es justamente su narradora, quien nos introduce en la vida cotidiana de su barrio. Quienes allí viven no se puede decir que sean exactamente modelos de buenos ciudadanos, porque a pesar de las normas de convivencia social, allí “todo el mundo critica a todo el mundo”. Esas personas son además muy suspicaces y como muchas de ellas están desocupadas, se pasan todo el tiempo en la calle atentas a lo que ocurre.

La narradora vive con su abuela, una señora muy sensata que siempre tiene un refrán para aplicar en cada ocasión. Ellas tienen como vecino al Mariano Monaguillo del título, un señor que presume de una estirpe de combatiente que le viene de su tatarabuelo. Como no heredó de él algo heroico —“un revólver, un sable o machete, una camisa agujereada y manchada de sangre, y ni siquiera las polainas que usaba en los combates”—, conserva el morral que el antepasado le colgaba al caballo para alimentarlo. Lo tiene en una vitrina que está permanentemente alumbrada y donde, más que guardarlo, lo exhibe.

Cabrera Delgado construye una historia coral, poblada de numerosos personajes. Su núcleo temático es la crítica a ciertas conductas sociales. Una de ellas es la doble moral, de la cual el antes mencionado Mariano Monaguillo es un vivo ejemplo, aunque no el único. Presume de ser ateo, materialista y científico, y reprende a aquellos que practican “burdas creencias religiosas y un culto tan tosco y primitivo, propio de personas de la raza negra”. Pero a escondidas, acude a una jubilada practicante de la santería para que le haga una limpieza espiritual. Su esposa vende tintes que le suministra una sobrina que vive en La Habana. Pero él se hace el desentendido, porque gracias a esa entrada extra puede fumar tabacos de marca y beber del mejor ron. Asimismo, cuando su hijo llegó a la edad del Servicio Militar, le resolvió un certificado médico de miopía, para que lo ubicasen en una unidad de retaguardia, no en una de combate. Después, movió cielo y tierra para que estudiara en el Instituto de Hotelería. Allí se graduó de carpetero bilingüe “y lo situaron a trabajar en un codiciado hotel cinco estrellas en una de las zonas exclusivas de la playa”.

El libro está escrito con el habitual buen hacer de Cabrera Delgado, quien siempre que resulta oportuno incluye una buena dosis de humor: “Mi abuela no entendía cómo era posible que Tatiana, sin haber tenido nunca la menstruación, quedara embarazada, y me vi obligada a explicarle que eso ocurría cuando a la salida del primer óvulo maduro, este se encuentra por el camino, así como por casualidad, con un espermatozoide; el gusarapito lo penetra y lo fecunda, y se forma otro tipo de gusarapito que a los nueve meses llora como un bebé recién nacido”. Eso, unido a una narración que fluye con amenidad y a un lenguaje criollo, pero que no recurre a los cubanismos más obvios, hacen de El doble dobladillo del morral de Mariano Monaguillo una lectura entretenida y, por lo tanto, muy recomendable.

También el pinareño Nelson Simón (Consolación del Sur, 1965) cuenta con un copioso número de obras dirigidas al público lector infantil y juvenil. La notable calidad es la nota que domina en ellas, algo que le ha servido para cimentar un sólido prestigio. Asimismo, su talento ha sido reconocido con varios galardones, entre los cuales merece resaltarse el Premio de la Crítica, recibido por Simón en cuatro ocasiones. Entre los últimos libros que ha publicado está Rojo pasión (Editorial Cauce, Pinar del Río, 2016, 94 páginas), que como atractivo adicional tiene unas hermosas y originales ilustraciones firmadas por el pintor Pedro Pablo Oliva.

Mostrar los lados difíciles de la vida

Según se apunta en el breve texto de la contraportada, Rojo pasión completa la trilogía de la cual además forman parte As de corazones y Cuentos del buen amor (ambos reseñados por este cronista en este diario). El libro recoge siete cuentos: “La luna de Valencia”, “Regalo de reyes”, “La visita”, “El balcón indiscreto”, “Regla de tres”, “Rojo pasión” y “Las dos aceras”. Al igual que en los otros dos libros, Simón apuesta aquí por llevar a sus narraciones personajes que se pueden identificar con otros muchos que conocemos y vemos cotidianamente. Sus edades se ubican entre la infancia y la adolescencia, y protagonizan historias en las que se rastrean las relaciones familiares y afectivas.

Simón se desmarca de la visión “rosa” de cierta literatura infanto-juvenil y reivindica la capacidad de sus lectores a acceder a temas que muchos consideran demasiado duros. Cito unas palabras suyas tomadas de una entrevista: “Estamos escribiendo para un niño que ha crecido con el momento histórico y el desarrollo tecnológico que vivimos. No podemos seguir creando un lector ingenuo, enajenado en un mundo de fantasía. La fantasía es linda, hay que conservarla y ofrecerla, pero también hay que enseñar los lados difíciles de la vida”. En los textos recogidos en Rojo pasión escribe sobre situaciones por las cuales muchos de esos lectores pasan, y encuentra un tratamiento adecuado, tanto en la forma como en el fondo. Para que se tenga una idea más clara de lo que digo, ilustro con lo que se plantea en algunos de esos cuentos.

En “La luna de Valencia”, su protagonista, hijo de un escritor, se siente orgulloso de “tener un padre cuya cabeza fuera como un horno del que salían, aún humeantes, cuentos y poemas”. Una mañana en la que llovía y hacía mucho frío, su papá salió de la casa, pues su tos había aumentado. Ya nunca volvió, y un año después el chico lo sigue extrañando. Su mamá no le ha explicado aún a dónde se fue, ni tampoco que tiene un novio con quien se va a casar. Eso significa además que se irán a vivir a su casa en Valencia.

Y es que muchas veces a los padres les resulta difícil hacerles comprender a los hijos determinadas situaciones. Lo tienen un poco más fácil los de Irela (“Regalo de reyes”), quien no entiende por qué Melchor le trajo una hermana equivocada: es demasiado pequeña, “no sirve para jugar ni para bañarse juntas en la tina del patio y además, desde que llegó, con su llanto, su pipi y su caca, se ha robado la atención de todos”. Mucho más difícil, en cambio, es para la mamá de la niña de “La visita’. Debe dar respuesta a las preguntas de esta de por qué hay personas que no son libres y por qué hay unas que tienen a otras encerradas como los pajaritos. Por eso decidió que, como su hija está creciendo, llegó el momento de contarle la verdad y llevarla a visitar a su padre, a quien desde hace tres años no ve.

Otros asuntos sobre los cuales Simón invita a reflexionar son la amistad y el amor. Lo hace en “Rojo pasión”, “Las dos aceras” y “Regla de tres”. En este último, Fernando y Roberto deciden llevar a conocer el mar a Marina, quien a pesar de tener catorce años y vivir en una isla, nunca lo ha visto. Roberto sabe que su amigo está enamorado de ella, aunque nunca encuentra el momento adecuado para decírselo. Él, a su vez, siente por Fernando un sentimiento que tiene miedo nombrar. Y es que “hay cosas que ni uno mismo puede elegir. Por ejemplo, a quien se ama”.

Uno de los aciertos de Simón es tratar esos temas sin estridencias. Lo hace, por el contrario, en unos cuentos pausados e intimistas, sin sobredosis de peripecias. Están escritos con sensibilidad y sencillez. Su autor emplea una prosa elaborada, tras la cual se advierte la mano de un poeta; pero que es asequible para el público lector al que se dirige: “Ha comenzado a llover. No es usual que llueva en las tardes de marzo. Los dos corren a refugiarse en los portales de la secundaria. Están empapados. Parecen dos gorriones indefensos. También dentro de ustedes, se forman veloces y se agitan, unas nubes demasiado pesadas y grises”. Rojo pasión constituye, en suma, una buena opción para lectores a quienes no les gusta sentirse menospreciados y que, además, saben apreciar el valor y la belleza de la palabra.

Si para este cronista Cabrera Delgado y Simón son viejos conocidos, en cambio, es la primera vez que lee a Olga Montes Barrios (Artemisa, 1973). Esta, sin embargo, cuenta con un considerable número de libros para el público infanto-juvenil. Mi primer contacto con su obra ha sido a través de Permiso para decir (ediciones Matanzas, 2017, 40 páginas), colección de siete cuentos con la que obtuvo en 2016 el Premio Fundación de la Ciudad de Matanzas. Y tras su lectura, adelanto la buena impresión que me ha dejado.

Montes Barrios ha construido sus narraciones a partir de historias extraídas de la realidad cotidiana, de esa realidad que nos rodea, a niñ@s y a adultos, de la mañana a la noche. Me referiré a algunos de los cuentos para que se tenga una idea más clara de lo que digo. “Por culpa de las gallinas” trata de dos chicos que eran muy buenos amigos, como hermanos o más: corrían, jugaban, comían y hasta se bañaban juntos. Pero un día sus madres tuvieron una discusión, se enemistaron y a partir de entonces las dos familias, que se llevaban tan bien, se enemistaron. Los niños se vieron obligados, en contra de su voluntad, a pasar a ser los peores enemigos: “Si un camina por una acera, el otro debe quitarse lo más rápido posible. Eso si quiere evitar una bronca”.

Temas espinosos que son poco habituales

Algo parecido le ocurre a la narradora de “El viaje”. Sus padres, pese a haberse separado, se llevaban muy bien. Los fines de semana los tres salían juntos y se divertían mucho. Pero la armonía se rompió a causa de quién se iba a quedar con la hija. Dejaron de hablarse y utilizan a esta para comunicarse. No menos desagradable es el ambiente familiar en el que convive Yamila (“Inambú crestado”). Tiene que ayudar en las labores domésticas, pero por más que se esfuerza solo recibe regaños: “¿Ya tú limpiaste el corral? Botaste el agua por gusto. Está peor que antes. No haces nada bien, niña. Mira que trato de enseñarte”. Están, por otro lado, las constantes discusiones entre su madre y su padre, que no respetan ni siquiera la hora cuando se sientan a comer. Por eso Yamila habita en dos mundos: el de afuera y el interno, habitado por unas avecillas de cabeza pequeña y largo cuello que andan solas o, a veces, en grupo.

Y en el cuento que da título al libro, la narradora imagina lo que algunos alumnos de su grupo escribirían si la maestra les diera permiso para decir una cosa. Sulmaris está tan habituada a conversar consigo misma, que no tendría nada que decir: sus padres están muy ocupados con sus trabajos y sus celulares y no les queda tiempo para nada más; su abuela nunca le deja hablar, argumentando que las niñas hablan cuando las gallinas mean; y sus compañeros se burlan cuando ella lo hace en el aula. Lilia convocaría una reunión en la cual se dirigiría a las madres jóvenes y solteras, a las madres aguantonas y a las madres sobreprotectoras (a estas últimas les diría: “Nos están asfixiando. ¿No será mejor que en vez de querer encerrarnos en una burbuja nos enseñaran a valernos por nosotros mismos?”). Y un niño llamado Dylan expresaría a sus padres: “Mamá, Papá, ya que ustedes siempre están viajando para mejorar nuestra situación económica y tienen tan poco tiempo, yo quisiera, mediante esta composición, pedir permiso para decirles algo. Es cierto que gracias a sus viajes mi cuarto está lleno de juguetes y en mi closet no cabe una ropa más. Yo pregunto: ¿no sería más bonito que, de vez en cuando, pasáramos más tiempo juntos?”.

En los cuentos restantes, Montes Barrios narra historias similares. En opinión de este cronista, uno de los méritos que hacen del suyo un libro valioso es haber sacado del armario unos temas espinosos que no son habituales en la literatura infanto-juvenil. Pero el hecho de que no lo sean, no significa que haya que esquivarlos. Con eso no se hace más que sobreproteger a sus destinatarios e infantilizarlos en exceso. Hay muchísimos ejemplos que demuestran que se pueden tratar. Solo es cuestión de encontrar la manera más adecuada, de acuerdo a la edad y la sensibilidad de su público lector. Es lo que ha hecho la autora de Permiso para decir, en estos cuentos narrados con habilidad narrativa, verosimilitud y una escritura elaborada, pero que no pierde frescura.

A diferencia de los autores anteriores, todos los cuales son veteranos, Alejandro Huerta Sánchez (Pinar del Río, 1998) se estrena es en estos quehaceres. Hace poco menos de un año que ha visto publicado su primer libro, Fantasmas en el bolsillo (Editorial Guantanamera, Sevilla, 2015, 73 páginas), que de momento no cuenta con edición cubana. Méritos no le faltan, así que es algo de desear; dado que reside en la Isla, eso le permitiría llegar a quienes son sus lectores naturales.

“Papá le tiene prohibido a la abuela que nos visite, siempre que viene se mete en los asuntos de ellos dos —dice—, y por eso él y mamá discuten. Aprovecho para llamar a mi abuela desde un teléfono público cuando papá duerme al mediodía. Le cuento todo lo que pasa en casa, desde el último búcaro que estrelló papá en la pared hasta las cosas feas que le grita a mamá delante de cualquiera. Abuela promete que un día de estos viene a buscarme. Cuelgo y me quedo con la esperanza de ser rescatado”. Es una de las 59 viñetas breves que integran el libro de Huerta Sánchez y la he escogido porque pienso que a través de la misma se puede deducir cuál es su tema central. Quien la narra es un niño que es testigo e incluso sufre ese terrible y destructivo problema social que representa la violencia de género.

No hay descripción explícita de la violencia

La suya fue una casa en la que alguna vez hubo música, aunque ya no recuerda cuándo. Su papá es un buen mecánico y la gente dice que tiene las manos de oro. Por eso el hijo quiere también dedicarse a ese oficio y montar un taller para que el padre pueda trabajar en ella a tiempo completo. Pero teme que eso ya no será posible, porque este “sabe reparar de todo menos a una familia”. La bebida lo transforma en un hombre violento, que insulta y golpea a su mujer. Ella estudió confección textil, pero de nada le sirvió: una vez que contrajo matrimonio, se convirtió en esclava del hogar. Es además una mujer sumisa y no sabe qué hacer ante la situación que ahora tiene.

Ese conflicto está visto a través de los ojos del niño, que vive en un permanente estado de miedo, agobio y angustia debido a la violencia del padre. Por otro lado, sus compañeros de escuela lo ven como un bicho raro y escriben en la pizarra cosas feas sobre él. Tampoco halla comprensión en los adultos: “En el barrio todos me miran con lástima, como si yo tuviera alguna discapacidad (…) Los padres de mis compañeros son los primeros que comentan delante de sus hijos lo que sucede en mi casa, y luego me hacen la vida imposible”. Todo eso lo ha afectado de tal manera, que tiene que asistir a la consulta de un psicólogo.

Solo tiene un amigo, un chico que es vecino suyo. Tiene además un perro, que le regaló la vecina de enfrente. Le hizo una casita rústica en el patio, para que se proteja del frío y de las patadas de su papá. Sus únicas salidas son las que hace a casa de su abuela. Está contento porque ha logrado conversar por primera vez con Mayra, que es la chica más bonita de la escuela y la que mejor recita los versos de Martí. Durante el receso, algunas veces se armaba de valor y pasaba cerca de su aula, para verla de espaldas o mientras merienda en silencio. Y cuando salió con ella a tomar un helado, la mira, solo la mira, y se dice que lo que vendrá después no importa.

La violencia de género es, por sus repercusiones y su importancia, un problema al cual hoy se le presta mucha atención. Constituye un asunto social, y no un asunto privado que queda en casa. La actriz Nicole Kidman resumió su alcance al decir que es “una abominable violación a los Derechos Humanos, pero continúa siendo una de las pandemias más invisibles y poco conocidas de nuestros tiempos”. Por eso constituye un tema que exige un tratamiento muy cuidadoso en las obras artísticas y literarias. Pese a ser un autor novel y a tener solo veinte años, Huerta Sánchez lo ha abordado con mesura y tacto. Evita el tremendismo y excluye cualquier descripción explícita de la violencia. Esta solo aparece sugerida y reflejada a través de sus secuelas. Asimismo, tampoco demoniza la figura del maltratador, sobre el cual el narrador comenta al psicólogo: “De papá no tengo casi nada que decir. Solo que lo quiero mucho, a pesar de todo”. Y cuando finalmente es arrestado, el chico se siente feliz al ver a su madre “como ella siempre quiso estar, sin el temor de sentirse acosada bajo constantes reproches”.

Fantasmas en el bolsillo, ya lo mencioné, es el primer libro de Huerta Sánchez. No delata mucho el serlo, pues los valores que posee son muy estimables. Ganaría, no obstante, con una revisión en la escritura, que sustituya ciertos vocablos por otros más convenientes y acomodase el lenguaje a la edad del narrador (este, vale recordarlo, es un adolescente). Pero lo que de veras importa resaltar es que su publicación ha dado a conocer a un autor joven que demuestra suficiente talento para estar atentos a sus próximas obras.

Esta insistencia con la que otras veces este humilde prosador se he referido a la necesidad del tratamiento de los asuntos de más calado y de una literatura en la cual los niñ@s y adolescentes vean reflejada su vida cotidiana, no significa en modo alguno que considere uno y otra como la única opción válida. Dios me libre de incurrir en tan craso error. Ese público lector necesita también espacios para soñar, estimular su imaginación y conocer otras realidades. Son valores que es necesario reivindicar en un mundo como el de hoy, cada vez más dominado por la tecnología y donde las redes sociales y los celulares han desplazado al libro.

Pero de igual modo, no debe desatenderse esta otra línea de corte realista. En este sentido, quiero recordar unas palabras del Premio Nobel Isaac Bashevis Singer: “Por muy pequeños que sean los niños, se sienten angustiados por problemas filosóficos y reflexiones sobre temas como la justicia, el sentido de la vida y la muerte. De niño hacía las mismas preguntas que más tarde encontré en Platón, Aristóteles, Kant, Schopenhauer. Los libros infantiles deben responder, de modo sencillo, a estas interrogantes, al igual que la Biblia”.