Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Literatura, Eliseo Alberto

Lichi

Desde el vestíbulo veo entrar a un joven, delgado y alto, de tenis, camisa de mangas cortas y jeans un poco raídos, quien llama la atención por su belleza

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A comienzos de los setenta éramos solo un grupo de jóvenes —poetas, narradores, fotógrafos— que habíamos heredado el ejercicio de la primera generación de la revista Cuba y con ello, el empeño por hacer coincidir el periodismo con la literatura y el arte, en un momento en que el testimonio, proveniente de la prensa, aún pugnaba por su reconocimiento como género de las letras, y la fotografía, que daba cuenta de la realidad cotidiana, empujaba las puertas de las galerías.

Recuerdo ahora uno de sus reportajes, Maestra de sierras, con los que ejercitó sus primeras armas de novelista. Extenso, abarcador, una pieza del Nuevo periodismo que exhibía la revista Cuba internacional, sin que sus ejecutantes supieran demasiado acerca de la tendencia y mucho menos sobre Tom Wolfe, su propulsor.

Al regreso de la Sierra Maestra, tras varias semanas de peregrinaje, venía iluminado. Se encerró en su cuarto de la casona de 21 y E, frente a la máquina de escribir, y cuando reapareció en la redacción traía en la mano un texto prodigioso que en el próximo Consejo de redacción se fue a la portada. Uno entre muchos otros que poblaron las páginas de la revista durante años. De lo mejor que se ha escrito sobre la vida en la Sierra Maestra. Su garra de narrador ya estaba ahí. Visible con todo esplendor.

En esas coyunturas, coincidimos. Y en la amalgama de nuestra vocación literaria con la pasión por el periodismo nos hermanamos para siempre.

El tiempo nos dispersó. Sé que Ernesto, Reynaldo y Figueroa viven en Cuba; Iván y Conte en los Estados Unidos; Luc Chessex, en su original Suiza; otros más en Suramérica y España. Hoy, ahora mismo, Pereira y yo estamos aquí, en la capital mexicana, en una pequeña capilla funeraria del sur de la ciudad, junto al cuerpo de Lichi en su ataúd. Uno de los nuestros.

Y vuelvo al edificio de Ciencias Políticas, junto a la escalinata universitaria de La Habana, que por algún tiempo acogió a la Escuela de Periodismo. Yo ando por el tercer año de la carrera y desde el vestíbulo veo entrar a un joven, delgado y alto, de tenis, camisa de mangas cortas y jeans un poco raídos, quien llama la atención por su belleza. Después supe su nombre. Era alumno del primer curso y por esos meses noviaba con la Reina de los cisnes. Juntos, se veían como una postal, figuras de ajedrez en cuyo tablero lo vi llorar mucho más tarde por la reina, que nunca salió de su corazón.

Los años nos dispersaron y también nuestros recuerdos se fragmentan en el tiempo. Pero la lejanía geográfica delineó con fuertes rasgos el espacio donde siempre coincidimos: la memoria de nuestra convivencia en la casona art noveau de Reina y Lealtad. Cuando llegamos a ese sitio, se hacen a un lado las diferencias, de ideas, de carácter, de estilos de vida. Porque en ese sitio, único para nosotros, somos hermanos. Y los hermanos discuten, pero no se pelean.

Manolo y yo lo acompañamos hoy en su hora definitiva. Muy tristes. También orgullosos de pertenecer a esa cofradía de amigos. Porque hoy, a esta hora, cada quien desde un sitio diferente ha partido ensimismado para tocar el lugar creado hace muchos años, donde tenemos la cita del día: el recinto privilegiado de la memoria afectiva, donde siempre nos volveremos a encontrar todos, con Lichi.


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