Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Crónica

Música e idiocia

Cuando los Beatles integraban la lista de intérpretes prohibidos en la radio cubana, en la luminosa Bulgaria estaba vedado bailar chachachá.

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"Nos parecía divertida la noción de que podíamos corromper con nuestra música a todo un país", le ha dicho hace unos días el ex beatle Paul McCartney a un reportero del periódico madrileño El País. A quienes hacíamos radio en uno de esos países corruptibles, la esperpéntica "noción" no nos divertía tanto.

Recuerdo que allá por los setenta se me ocurrió dedicarle una hora, una modesta horita, a los Beatles en una emisora musical de La Habana, llamada Radio Enciclopedia, en la que yo producía y dirigía un programa que se llamaba Concierto de las diez. Cuando le comenté mi propósito al director de la planta, éste hizo una mueca de escepticismo y me recordó que los Beatles aparecían en la lista oficial de intérpretes —extranjeros y del patio— prohibidos en la radio cubana (lista negra en la que también aparecían Julio Iglesias y el brasileño Roberto Carlos, ambos por haber cantado en el Festival de Viña del Mar en tiempos de Pinochet).

No obstante, como sotto voce sostenía que le encantaban los Beatles, el director me prometió prender velas a algunos santos, y un día, después de entrevistarse con no sé quién en no sé qué alturas, me dijo con énfasis triunfal: "¡Poeta, métale al programa!". El programa, en el que incluí los números más emblemáticos de los célebres muchachos de Liverpool, se trasmitió y de rebote nos trajo asombros, entusiasmos y críticas.

Hoy John Lennon, cuyas gafas de bronce han sido birladas varias veces por sus fans criollos, tiene parque céntrico y estatua sedente en uno de los barrios más bellos y ruinosos de La Habana, y hasta ha merecido homenajes públicos de los vicarios culturales del régimen.

Este recuerdo me trae a la memoria otro del mismo palo. Cuando en 1962 llegué a la República Popular de Bulgaria para ocupar el puesto de Consejero Cultural en la embajada cubana, me encontré con que en la luminosa y frutal patria de los poetas Jristo Bótev, Iván Vázov, Nikola Vaptzárov y mi viejo amigo Nikola Indyov un juez sí te podía condenar por bailar el chachachá, que estaba prohibido: era, según la nomenklatura encabezada por Todor Yivkov, un engendro de la despreciable cultura capitalista. El chachachá fue librado de sus grilletes y se puso de moda en la sovietizada Bulgaria de entonces cuando el Comité Central del Partido Comunista Búlgaro, en una inexplicable erupción de lucidez que fue como una fiesta del pathos, el ethos, la episteme y la doxa juntos, se percató de que la revolución humanista y regeneradora del camarada Fidel había triunfado y seguía medrando a pesar de la orquesta de Enrique Jorrín, creador del chachachá.

La vida nos ha dado la oportunidad de comprobar que el primer chachachá que existió, y el mejor, La engañadora, anunciaba —eso sí, quedándose corto— la llegada del Mesías. Ya saben, ése que por exquisita modestia prefiere que lo llamen Fidel Castro.


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