Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Literatura, Literatura cubana, Novela

Oficio impropio

Fragmento de la novela homónima publicada por Editorial Guantanamera (Sevilla, España, 2016)

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De los mandamientos de su decálogo, nueve podían refutarse sin suscitar en él gran oposición; pero había uno sagrado, intocable, que provocaba airadas réplicas de su parte, furibundos discursos en los que empleaba a fondo el arsenal de su erudición: Escribe con la más absoluta libertad, como si fueras Dios mismo, como si no existiera poder alguno capaz de cuestionarte. No hay otro modo de escribir, afirmaba Fuster con las pupilas encendidas y la sonrisa de un iluminado. Cada vez que lo repetía, Norkin lo observaba con un rictus irónico, intercambiando señas furtivas con los otros, porque lo de la libertad absoluta le resultaba algo trasnochado, una postura romántica para esos tiempos. ¿Por qué exigirle al escritor tamaña proeza solo posible a Dios?, replicaba Norkin. ¡Un escritor es un ser de carne y hueso igual que cualquier otro mortal, con las mismas fobias y debilidades, con los mismos deseos de vivir y prosperar! ¡A ver, dime en qué lugar del mundo alguien puede escribir así! Fuster intervino para reprocharle su jerga de mercachifle y recordarle algunos ejemplos vivos de esa dignidad que a la vez era la cruz del escritor, la que debía cargar hasta el final cualesquiera fuesen sus consecuencias, porque no había opción, era su fatalidad. O la literatura era libre o no era literatura. Y citaba a Octavio Paz, Sócrates, Martí, Camus, en tanto Norkin se reía con desdén y se volvía buscando la aprobación de sus colegas. Cuando discutían entre sí, salían a relucir las grandes diferencias entre ambos. Fuster era un soñador, un idealista incorregible que creía en la libertad y otros valores sagrados del individuo con la ingenuidad de los enciclopedistas franceses de siglo XVIII. Norkin, por el contrario, era un ser pragmático, descreído, que lo desacralizaba todo. Exponían sus argumentos literarios desde tradiciones diferentes. La de Fuster pasaba por Thomas Mann, Eliot, Goethe, Carpentier, Dostoievski, Vicente Aleixandre, Borges. La de Norkin, por Virgilio Piñera, Beckett, Nicanor Parra, Macedonio Fernández, Gombrowicz. Sin embargo, sus posiciones no eran siempre consecuentes: a veces, había notado Alex con asombro, por llevarse la contraria acababa cada uno en el territorio del otro.

Wendy, por su parte, no hacía otra cosa que contemplar embelesada a Norkin. Le encantaba aquel mulato de ojos verdes y trencitas a lo Stevie Wonder —en esos términos se lo había confesado a Mara—, pero sobre todo le fascinaba su inteligencia. Ella sí lo comprendía y pensaba igual, si bien no se tomaba la molestia de abrir la boca. ¿Para qué? ¿Qué podrá hacer la hormiguita al lado del elefante?, decía. Se limitaba a mostrar su adhesión a las palabras de Norkin agitando sin cesar la cabeza y hasta la cola. Pocas veces se decidía a intervenir y, cuando se atrevía, era para enredarse en un discurso que nadie entendía. Pese a que era ya una poeta con algunos lauros nada despreciables y un par de poemarios publicados, se sentía muy lejos de la bella locuacidad que le atribuía a la mayor parte de los poetas. No eran las ideas en sí lo que la deslumbraba —había confesado en una ocasión—, sino la belleza con que algunos lograban exponerlas. Afirmaba que, si hubiese vivido en época de Pericles, por ejemplo, no habría dudado en aprender de aquellos sofistas, ¡con perdón de Sócrates!, que recorrían el Ática para enseñar su retórica a cambio de dinero.

En lo que respecta a Mara, casi nunca coincidía con ninguno de los eternos contrincantes. A menudo presentaba su propia perspectiva del asunto, solo por no ser menos que aquellos machos alardosos y pedantes ¾así los llamaba jocosamente al verlos enzarzarse en sus polémicas—, por no engordarles su estúpido ego. Inteligente, culta, apasionada, fuerte de carácter, era una oponente peligrosa que en más de una ocasión había puesto en aprietos al mismísimo Fuster.

Los encuentros tenían lugar los viernes por la tarde en casa de Fuster, un apartamento pequeño con paredes agrietadas y muebles rotos. Había libros por todos lados, toneladas de libros amontonados sin orden sobre los muebles, a lo largo de las paredes, bloqueando ventanas. Alex temía que el piso cediera bajo la colosal carga y aplastara a los pobres inquilinos de los bajos. Entre sorbos de té o café —un lujo en esos años— leían sus textos, hablaban de literatura y otros temas. Fue a Mara, en un arranque de entusiasmo, a quien se le ocurrió la idea de crear una revista, y fue ella también quien le buscó el nombre, La Atalaya, por el balcón, por la vista amplia. Publicarían un número cada tres meses, con esfuerzo propio, y lo repartirían de manera gratuita entre los escritores. La propuesta de Mara fue recibida con tibieza, con frialdad en algún caso. A Norkin no le interesó en absoluto: estaba persuadido de que sería una pérdida total de tiempo. Alex, por su parte, se sentía presionado con la novela que escribía desde hacía un año y no deseaba disociarse con otra cosa. Wendy y Fuster mostraron su adhesión, pero con reservas. Sin respaldo suficiente, la idea de la revista fue languideciendo hasta quedar olvidada por completo. Sin embargo, su nombre perduraría gracias a Norkin, quien comenzó a utilizarlo para referirse al apartamento de Fuster y por extensión a la tertulia.

La primera vez que Alex habló de su novela en la Atalaya, había escrito ya cerca de doscientas páginas y le profesaba una fe ciega. Creía conocer al dedillo los capítulos que le faltaba por escribir, así que se atrevió a esbozar una sinopsis con la ilusión de recibir la aprobación de sus colegas. Mara le aseguró que de ahí podría salir una historia muy interesante y Wendy dijo algo similar. Fuster quiso ahorrarse su opinión —una sinopsis al fin y al cabo nada decía sobre la calidad de un libro, comprendió Alex— y prefirió darle un consejo en términos generales, no sin antes recurrir a uno de los largos rodeos que impacientaban a sus amigos. Se sentó a horcajadas en la silla, y dijo que estaba cansado de ver publicadas tantas novelas sosas, tanta palabrería insípida, tantas páginas sin lectores, tantos libros destinados al olvido. Cada vez que entraba a una biblioteca y veía los libros cubiertos de polvo, convertidos en pasto de la traza y la polilla, sin señales de haber sido abiertos en siglos, se escandalizaba. Se escandalizaba, sí, y no con los usuarios de las bibliotecas, no con los pobres lectores, que cargaban siempre con la culpa, sino con los autores, que no eran capaces de escribir historias que interesaran amén de su calidad formal. En todas las épocas y circunstancias, los buenos libros habían tenido lectores, y ejemplos sobraban. Y que constara que se refería solo a los buenos libros. Era estúpido culpar a la pobre gente diciendo que no era capaz de entender el arte. ¿Por qué iban a ser los lectores de esta isla menos exigentes que los de España o Argentina, por ejemplo? ¿No sería una justificación falaz de los escritores para ocultar su incapacidad para crear una obra verdadera que pudiera abrirse paso fuera del estrecho mundillo literario? Una novela debía combinar pasión y arte, ser una bestia hermosa y vital a la vez, despertar entusiasmo, conmover, divertir, provocar, escandalizar, ser polémica como Teresa Raquin, como el Ulises, como Lolita, como La insoportable levedad del ser, como las novelas de Henry Miller, rodar de casa en casa, de mano en mano, cruzar fronteras, sugerir la idea de algo monumental y grandioso, de un universo complejo y contradictorio. Por eso, cuando un autor llamaba novela a un cuadernito de sesenta páginas, con una anémica historia que a nadie le decía nada, no podía hacer más que echarse a reír. Bueno, el problema no consistía solo en la extensión. Había novelas de trescientas páginas que eran cuentos inflados, cierto.

—Y te digo esto, Alex, para que no vayas a incurrir en la misma desvergüenza —concluyó Fuster—. Si vas a escribir una novela, hazlo en grande; si no, no malgastes tu tiempo.

Alex vio sonreír a Norkin del modo mordaz en que solía ripostar, y supo que se desataría la discusión. Y en efecto, antes de que Fuster volviera a abrir la boca, Norkin ya se había lanzado al ruedo.

—Chico, en primer lugar, no veo por qué exigirle a un libro que sea un bestseller. Yo me sentiría satisfecho si un libro mío fuera leído por un reducido grupo de lectores selectos, inteligentes. Pienso en ese lector; los demás me tienen sin cuidado. En segundo lugar, no creo que toda novela tenga que ser La montaña mágica. Existen novelas breves, con historias nada ambiciosas, y son auténticas joyas.

—Contadas con los dedos —lo interrumpió Fuster—. Y si te pones a ver son simples relatos, que no niego que sean buenos, pero carecen del ambicioso despliegue, de la majestuosidad de la novela…

—Es que no estamos en el siglo XIX, Fuster, sino a las puertas del XXI. El espíritu de la época es otro…

—Falso, completamente falso. Échale un vistazo a lo que se publica fuera del país.

Esa noche, al llegar a casa, Alex se sentó a revisar su novela. Estaba asustado. Las palabras de Fuster habían alejado de él todo atisbo de certeza y se preguntaba si la suya merecía llamarse novela, si aquel puñado de situaciones y personajes bastaría para producir una historia con el aliento suficiente. A partir de ese momento, no consiguió sentarse a escribir con la festiva soltura de antes, con la tranquila confianza de quien conoce lo que hace. A cada paso se detenía a revisar las últimas líneas, tachaba y volvía a escribir.

Lázaro Zamora Jo (La Habana, 1959), narrador y poeta, es licenciado en Historia por la Universidad de La Habana. Ha trabajado como promotor y investigador literario. Ha colaborado con las principales publicaciones culturales en Cuba. Actualmente vive en La Habana.

Ha publicado los siguientes libros:

  • La otra orilla (Ediciones Extramuros, La Habana, 2001). Poesía
  • Luna Poo y el paraíso (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2004). Cuento
  • Malasombra (Editorial José Martí, La Habana, 2015). Cuento
  • Oficio impropio (Editorial Guantanamera, Sevilla, 2016, 2017). Novela

Ha obtenido, entre otros, el Premio Alejo Carpentier de cuento, máximo galardón que otorga el Instituto Cubano del Libro a un volumen inédito de cuento, novela o ensayo, así como el segundo premio en el certamen internacional Casa de Teatro en República Dominicana.


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