Actualizado: 22/04/2024 20:20
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Literatura, Literatura cubana, Chile

Para leer al pato Lemebel

Capítulo del libro inédito Que la patria os covfefe orgullosa, de próxima publicación por Ediciones Hypermedia

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Los chilenos buenos se mueren primero que los chilenos malos. Por algo son los preferidos de un dios mitad andino y mitad europeo.

De ese dictum se desprende que Ariel Dorfman siga vivito y coleando, en su vigesimoprimer exilio de terciopelo frufrú, con la plusvalía de un tenure-track académico en los Estados Unidos, mientras despotrica en contra de los Estados Unidos por haber elegido democráticamente a un presidente llamado Donald J. Trump.

De ese dictum, por desgracia, se desprende también que Pedro Lemebel tenga que estar muerto y recontramuerto en la esquina más chilenoica del Santiago de mi Corazón.

Tan mariquita linda, po. Y muerto.

Tan yegua del apocalipsis según San Augusto, weón. Y muerto.

Tan hoz huasteca y tan martillo morocho, para clavarte una espina pendeja junto a la nostalgia de los cadáveres indesaparecibles bajo la Cruz del Sur. Y muerto.

Los hombres que tienen en su alma un toque heroico de mujer nunca deberían morir. Pero Pedro Lemebel tampoco fue la excepción. Y ha muerto.

Lo conocí en la Cuba de Castro, que para él era sólo la Cuba de la Revolución. Tan caribeñamente naif y tan posdictadura chilena.

Fue hace por lo menos diez años. O más. En Casa de las Américas, que a pesar de ser la cuna de la censura continental, lo había invitado a él a una Semana de Autor. Gracias a los subterfugios de Jorge Fornet, supongo. Y al cinismo carroñero de un Roberto Fernández Retamar que está a punto de cumplir cien años de coloquialidad.

Lemebel usaba una capa naranja. Parecía un preso escapado de Gitmo. Parecía una mariposa magnolia. Y lo era, un papillón del proletario.

Lo acorralé contra una de las columnas infectadas de micrófonos de ese edificio odioso ―art-decó del capitalismo batistiano y cuartel Moncada de la cultura coaccionada―, y le pregunté a boquejarro:

―¿Por qué en 1988 votaron más chilenos por el Pinocho que los que votaron en 1970 por el Salvador?

Lemebel se quedó como turulato.

―¿Qué quirís, loco? ¿De dóndi sacái tú tanta güevá…?

Yo la había sacado de dónde todo el mundo la saca, incluso en Cuba, que es un país sin internet. De Wikipedia.

En efecto, en 1988 más de tres millones de chilenos votaron por Pinochet a la vuelta de 15 años de dictadura durísima. Para nada “dictablanda”, como bromeó macabramente Tata el General.

Mientras que, en efecto, sólo un millón había votado por la Unidad Popular en el septiembre sin muertos de 1970. Indecencias de la demografía.

Pedro se echó a reír. Me miró con esos ojos de almendra asiática. Es decir, india. Es decir, aborigen. Es decir, entrañable.

―No seái pituco cara de diuco. ¿Y cuántoj cubanoj no habéi votao por Fidei Castro al tiro?

Y entonces me eché a reír yo.

―¿Tú también, Pedro? ―le dije―. ¡Eres tú quien los estás comparando!

Y entonces nos echamos a reír los dos, como pololos adolescentarios: Pedro Lemebel de Santiago de La Habana y el anónimo que por entonces ya no quería ser yo.

No fue necesario ni responderle. Ambos sabíamos mucho más de lo que en la biblioteca de Casa de las Américas era recomendable saber. En dictadura, sólo la ignorancia es infalible como salvoconducto.

Además, tenía razón, el colisable poscomunista.

Porque en el referéndum constitucional de 1976, unos cinco millones y medio de compatriotas votaron a favor de la tiranía cubana.

Qué tanto lío entonces con el totalitarismo.

Y, en el seudo-plebiscito del 2002, como respuesta al Proyecto Varela del disidente Oswaldo Payá, fueron ocho millones y pico de votantes los que suscribieron al castrismo. Incluido yo.

Una proeza popular que años después le costaría la vida en Cuba al propio Payá.

La cifra parece un poquito inflada, respecto al total de los electores inscritos, pero tampoco es muy exagerada.

¿Qué totalitarismo de qué?

Totalitarismo el de Trump, no jodan. Pregúntenselo a Ariel Dorfman en The New York Times:

“I feel that, by electing an ignorant, belligerent misogynist, a race-baiting, Mexican-hating predator, a liar who does not believe in climate change and who will increase the affliction of the neediest inhabitants of his country and the world, America has revealed its true identity”.

Así que la verdadera identidad de los Estados Unidos es ser una mierda machorra blanca y fascista. Gracias a Ariel Dorfman, PhD horroris causa en la carrera de Hasta la victoria siempre.

Lemebel, en cambio, con sus rabietas performáticas y todo, fue un hombre libre muy lindo. Una sentimentala absoluta y un guerrero de la prosa en contra de todo abuso social.

Su lenguaje al límite era un látigo. Rechinaban sus chilerías de mar turmalino y gavioteo rumoroso. El Microsoft Word le marcaba cada letra de, por supuesto, color rojo. Para que se dejara de tanta empingorotada alcurnia y, a la vez, de tanta crítica y recontracrítica del gueto chilensis.

Pero Lemebel seguía tecleando como si no fuera con él.

Pero el cóndor de las comunas tenía un punto ciego en cada una de sus retinas revolucionarias: quería desconsoladamente a Cuba.

La amaba aparatosamente. Nos amaba, entre otros verbos venéreos terminados en –amaba.

Con pelos en la lengua. Y así no se puede hablar pestes de ninguna dictadura. Ni siquiera de una dictablanda a imagen y semejanza de un comandante en jefe al estilo del Tata.

De hecho, su palabra fue más bien útil para desaparecer a la dictadura cubana.

No importa. A estas alturas de la historia qué más da.

Tanto lío con la democracia y total para qué.

Así que no le dije nada de la dictadura desaparecida en la Isla bajo sus pies.

Era noviembre del 2006 y Pedro Lemebel se veía agotado. Muy, mucho. Muá, macho.

Pobre mi princesita prosaica de manos champú, manos bálsamo, manos geisha de masturbar mapuches a nombres de la justicia social.

Manualitos de marxismo Made in Mapudungun.

Todo lo contrario del señorito de traje y corbata de marca Dorfman, que condenó a muerte al Pato Donald en el Chile filocastrista de inicio de los años setenta.

No sé por qué carajos siempre simpaticé tanto con Pedro Lemebel.

Con sus metáforas melifluas de colocolo: su culiando-creando-poder-popular, su pueblo-caliente-jamás-baja-la-frente y, por supuesto, su se-siente-se-siente-el-amor-está-presente.

Tal vez porque si alguien hubiera podido convertirme a la izquierda, ése o ésa hubiera sido Pedro Lemebel, a quien nunca he dejado de releer.

Algunos días de exilio hojeo a Ariel Dorfman, pero apenas como contrapeso falso de Peso Lemebel.

Dorfman, el guionista estrella de la muerte Polanski y la doncella Sigourney.

El vocero de los voceros de ese Chile jet set de la izquierda dorada, que forma un clan de ex alumnos del exilio, y se pavonean de sus logros sociales y económicos en los eventos de la cursilería democrática.

Intelectuales inteligentes con sus tesis de doctorado en las revistas de rigor, a los que la ideología roja los privó de esos plumereos burgueses que miraron desde lejos con secreta admiración.

Jugándose hasta las nalgas con el naipe ético de una whisquierda que vio agonizar el milenio con mucho hielo en el alma y con un marrón glacé en la nariz para repeler el tufo mortuorio del pasado.

Chilenterio.

Chilentafio.

Corito descafeinado en el bis del Pato Manns y el Inti Illimani con los acordes de cuando me acuerdo de mi país, me sangra un volcán, me escarcho y estoy, me muero de pan, me nublo y me voy, me aclaro y me doy, me siembro y se van, me duele y no soy, naufrago total, me nieva en la sien, me escribo de sal, me atraso de bien, me angustio de tren, me agrieto de mal, me enfermo de andén, me enojo de ayer, me lluevo en abril, me calzo el deber, me ofusco gentil, me enciendo candil, me encrespo de ser, despierto fusil, cuando me acuerdo de mi país.

Yo también me acuerdo de mi país.

Los cubanos también nos acordamos de nuestro país.

No importa que seamos vistos como unos gusanos avaros por la izquierda internacional. No importa que la latinoamericanada cutre nos envidie y nos odie por ser unos renegados de su Tata Fidel.

Estamos aquí.

Todavía estamos aquí.

Entre otras cosas, porque ya no tenemos ninguna otra estrella distante a donde poder ir a desaparecernos en paz.

Sólo nos queda, como niños que no reconocen ni el rostro de sus propios hermanos, soñar empecinadamente con sobremorir al delirio y a la desmemoria, a la euforia y al Alzheimer.

El exilio es eso: una ridiculez neuronal que nos desconecta de nuestra rabia a favor y en contra de la Revolución.


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