Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Cine, Oscar, Bután

Sincera, entretenida y edificante

En la última edición de los Oscar, constituyó toda una rareza la inclusión en la categoría de mejor película extranjera el debut como director del butanés Pawo Choyning Dorji

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Probablemente, de no haber figurado en la lista de los títulos nominados como mejor película extranjera en la última edición de los Oscar, Lunana, un yak en la escuela (2019, 110 minutos) no habría hallado espacio en la cartelera de los cines de estreno. También debe haber obrado a su favor el haber obtenido el premio del público en festivales como los de Palm Beach y El Cairo.

Se trata de un film rodado en Bután, un país situado entre la República Popular China y la India que muchas personas no sabrían ubicar en el mapa. Un país que además es pequeño y pobre, y donde la industria audiovisual no existe. Lo curioso es que ya en 1999 otra cinta de igual nacionalidad, The Cup, estuvo incluida en esa misma categoría de los Oscar. Esta segunda proeza se la ha apuntado Pawo Choyning Dorji (1983), quien con Lunana, un yak en la escuelahace su debut como director y guionista.

Empezaré por hacer un breve resumen del argumento. Ugyen, un joven maestro en el Bután moderno, muestra una gran desidia respecto de sus obligaciones, mientras planea viajar a Australia para convertirse en cantante. Para castigar su actitud, sus superiores lo envían a la escuela más remota del mundo, un pueblo glacial del Himalaya llamado Lunana, para que complete allí su servicio. Después de ocho días de viaje agotador y arduo, llega al lugar, donde se encuentra apartado de sus comodidades occidentalizadas. Allí no encuentra electricidad, ni libros de texto, ni siquiera una pizarra.

Aunque son pobres, los aldeanos le dan una cálida bienvenida a su nuevo maestro, quien se enfrenta a la abrumadora tarea de enseñar a los niños del pueblo sin ningún material. Ugyen quiere renunciar e irse a casa, pero comienza a enterarse de las dificultades en la vida de los hermosos niños a los que enseña. Y poco a poco empieza a ser transformado a través de la asombrosa fuerza espiritual de los aldeanos, que con su sencillez, su bondad y su filosofía de vida le enseñarán una nueva concepción de la felicidad.

Dorji ha comentado que se hizo una reflexión que lo llevó a filmar la película: “Bután es supuestamente el país más feliz del mundo. Pero, ¿qué implica realmente ser feliz? De hecho, ¿los butaneses son realmente tan felices? Irónicamente, muchos dejan Bután, la tierra de la felicidad, para buscar su propia versión de la ‘felicidad’ en las resplandecientes ciudades modernas de Occidente”. Y agrega que quiso contar una historia donde Ugyen, el joven protagonista, también desea irse en busca de su felicidad. Sin embargo, lo envían a otro viaje: “A lo largo de este viaje se da cuenta de que lo que buscamos tan desesperadamente en el mundo material exterior, en realidad siempre existe dentro de nosotros, y que la felicidad no es realmente un destino, sino el viaje”.

El haber elegido a Ugyen para tratar el tema del significado de la felicidad fue una decisión atinada. Como ocurre en cualquier país, en Bután las nuevas generaciones están expuestas a influencias exteriores, algo que ha aumentado con la globalización. Ugyen es uno de los butaneses que creen que en otro lugar sería feliz. Eso es una paradoja, puesto que vive en un país considerado el más feliz del mundo. A propósito de esto resulta pertinente decir que ese título es debido principalmente a que, en vez de utilizar indicadores económicos como el PIB, para medir el bienestar de su población, se usa el IFNB o Índice de Felicidad Nacional Bruta.

Descúbralo en el peor lugar del mundo

Ugyen está arrepentido de haber escogido la profesión de maestro. Ha cumplido el cuarto de los cinco años de servicio obligatorio establecidos por el gobierno. Pero su trabajo hasta ahora no ha sido bueno. Como le comenta la funcionaria con quien se entrevista, nunca ha conocido un maestro tan desmotivado como él. Es porque creo que no quiero serlo, alega el joven. Y recibe de la mujer esta respuesta: “Pues descúbralo en el peor lugar del mundo para que intente recuperar la ilusión”.

En Lunana, a casi 5 mil metros de altura, todo es tan terrible como le anuncian. No hay cobertura telefónica, el suministro de electricidad de las baterías solares es intermitente y su alojamiento no puede ser más austero. El aula donde debe dar clases no tiene ventanas, ni pizarra, ni mucho menos calefacción. Ugyen ni siquiera cuenta con materiales de enseñanza tan elementales como cuadernos y lápices. Pero pese a esas condiciones, Asha, el jefe de la aldea, alberga la esperanza de que el joven dé a la docena de niños y niñas la educación necesaria para que el día de mañana se conviertan en algo más que pastores de yaks y recogedores de hongos medicinales.

Durante el trayecto a pie hasta Lunana, Ugyen recibe una hospitalidad total de personas desconocidas, que en muchos casos tienen muy poco para compartir. El jefe Asha, junto con los 56 habitantes de la aldea, acude a recibirlo en un punto situado a dos horas de su destino final. Allí el joven descubre un pueblo bondadoso, sencillo y acogedor, que vive sin el bienestar de las ciudades, pero que posee un sentido de comunidad y una calidez humana que estaban ausentes en su existencia en Timbu, la capital. Ignoran que existen los teléfonos inteligentes, la televisión por cable, el internet, pero, en cambio, llevan una vida más auténtica y plena.

A diferencia de películas como Mentes peligrosas, Los chicos del coro, La sonrisa de Mona Lisa y El club de los poetas muertos, que tienen como tema el impacto de un maestro en sus estudiantes, Lunana se centra en la huella que esa experiencia pedagógica deja en Ugyen. Aunque desde que llega a la aldea ha decidido no quedarse, pero los alumnos poco a poco vencen su resistencia. Con su entusiasmo y sus ganas de aprender, logran que cambie. Incluso acepta de buena gana el reto de enseñar inglés a unos chicos que nunca han visto un auto y que tampoco han usado un cepillo dental.

Al ver la película, uno se siente bien

Pem Zam, la alumna delegada de la clase, le hace a Ugyen un comentario que, como admite él, nunca antes habían escuchado: “Los maestros pueden tocar el futuro”. Se lo vuelve a oír a Asha, pues para los montañeses el maestro es muy valioso y por eso se le trata con mucho respeto. En Bután, después de los padres son la persona más importante. Eso tiene que ver con la política del gobierno de proporcionar educación a todos los niños. A pesar de eso, Dorji declaró en una entrevista que “la profesión que hoy en día más se abandona en este país curiosamente es la de maestro”.

La historia contada en el film depara pocas sorpresas, aunque tampoco las necesita. Uno de sus principales aciertos es precisamente la sencillez de la narración. Lunana es una película sincera, entretenida, edificante, que hace que al verla uno se sienta bien. Pese a representar su debut detrás de la cámara, Dorji se muestra seguro como director. También maneja el guion con confianza y medida, y consigue un correcto equilibrio entre el drama vital y el humor amable. Emplea los buenos sentimientos sin alharacas y se niega a provocar la lágrima fácil. Incluso incorpora el tópico del romance que parece va a surgir entre Ugyen y una joven de la aldea, pero al final hace que no se llegue a consumar.

El film se rodó en escenarios naturales. Dorji y el equipo llegaron a las montañas con 65 mulos, en los que llevaron cámaras, paneles solares, baterías y equipos de sonido. Filmaron durante tres meses, tiempo durante el cual no pudieron ducharse debido al tiempo extremo y a la falta de condiciones. Se cuenta que la terminar el rodaje, todos regresaron oliendo como yaks. Haber sido realizada en locaciones reales le ha dado a la cinta una refrescante autenticidad. A pesar de que trabajó con un alto grado de dificultad, el fotógrafo Jigme Tenzing captó unas imágenes impresionantes: montañas nevadas o cubiertas de bruma, ríos caudalosos y unos paisajes sorprendentemente espléndidos. Quienes deseen empaparse de las bellezas naturales de Bután, quedarán más que satisfechos.

Todos los personajes están interpretados por hombres, mujeres y niños que nunca antes habían actuado. A excepción de Sherab Dorji, quien encarna a Ugyen, los demás son montañeses y muchos de ellos nunca habían salido de su aldea. Todos están muy bien, pero no quiero dejar de destacar particularmente a Pem Zam, cuyo nombre real es el mismo del de la niña a quien da vida. Se roba cada escena en que aparece, y como comentó Javier Ocaña al reseñar el film, posee la sonrisa más bonita del cine reciente.