Actualizado: 15/04/2024 23:17
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Pintura, Pintura cubana, España

Un artista fino, inquieto y delicado

En Valladolid vivió y trabajó Gabriel Osmundo Gómez, un pintor de origen cubano cuya huella en esa ciudad perdura hasta hoy

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No logro acordarme cómo supe de su existencia. Debe haber sido durante una de esas búsquedas que constantemente hago en la red, y que te van llevando de un sitio a otro hasta terminar en uno que no tiene la más mínima relación con el primero. Así, empieza uno buscando un dato sobre Julián del Casal y acaba leyendo un artículo sobre los usos terapéuticos de la marihuana. La cuestión es que en una de esas navegaciones descubrí que en Valladolid es recordado y venerado un pintor de origen cubano que vivió allí por muchos años. Quiso el azar que este año se cumple un siglo de su fallecimiento, de modo que de inmediato me puse a buscar información sobre él. El resultado de mi pesquisa quedó condensado en las líneas que siguen a continuación.

Su nombre es Gabriel Osmundo Gómez y nació en La Habana en 1856. Era hijo de una mulata y de un español, uno de los tantos que en esa época emigraron a Cuba. Al matrimonio no debió haberle ido mal económicamente, pues enviaron a Gabriel y a Aurelio, su hermano mayor, a estudiar en España. Inicialmente vivieron en Bilbao, en cuyo instituto el futuro artista ingresó en 1867. Un par de años más tarde se trasladó a Valladolid, donde terminó el bachillerato en 1871. Al cumplir los quince años, se matriculó en la Facultad de Derecho, pero paralelamente empezó a estudiar Dibujo de Figura en la Academia Provincial de Bellas Artes.

Estos últimos estudios contribuyeron a que definiese su vocación artística. No obstante, continuó los de Derecho, pues eran una imposición de su familia. Pero las bajas calificaciones que obtuvo ponen de manifiesto la falta de interés con que los cursaba. Eso no le impidió graduarse como Licenciado de Civil y canónico en 1876. Mas para entonces estaba decididamente inclinado por la pintura, y al año siguiente empezó en la escuela local de Bellas Artes, con el propósito de completar lo que hasta ese momento había aprendido. Allí, por el contrario, consiguió buenas notas y además obtuvo varios premios de primera y segunda clase en los concursos académicos.

Aquellas obras con las que participó deben haber dado ya suficientes muestras de su talento, pues en 1882 la Real Academia, atendiendo a sus limitaciones económicas, solicitó a las instituciones locales que se le ayudase. El Ayuntamiento escuchó la petición y acordó conceder al joven artista una pensión por tres años, para que pudiera ampliar sus estudios. Gabriel o El Mulato, como ya se le conocía, residía entonces en Madrid, aunque pasó breves temporadas en Valladolid y Santander. Tras terminar aquella pensión, en 1886 la Diputación Provincial le asignó una subvención de 1,250 pesetas, que el pintor disfrutó por dos años.

En 1887 viajó a Cuba, para visitar a su familia. Era la primera vez que lo hacía desde que salió cuando era niño. De esa estancia quedó un testimonio artístico: el lienzo La bahía de La Habana, que entregó como parte de los envíos reglamentarios que debía hacer como pensionado. Es una obra de 0.79 por 1.53 metros y se conserva en la Real Academia de Bellas Artes de Valladolid. Asimismo se tiene conocimiento de que pintó una marina, que representa la entrada del puerto habanero.

Antes del viaje a Cuba, Gabriel había contraído matrimonio con Manuela Sans, a quien había conocido en uno de sus viajes a Santander. En 1888 al matrimonio les nació el primer hijo, al que después se sumaron otros siete. En 1890 el pintor y su familia se trasladaron definitivamente a Valladolid. Allí era ya reconocido por los críticos locales como “el pintor que en nuestra tierra conoce más a fondo los secretos del colorido y los encantos de la luz”. Los colores y la luz fueron precisamente dos aspectos que él supo emplear con especial acierto. En particular, su talento para usar los primeros dio lugar a que se acuñase la frase “tintas Gabriel”.

El pintor probó suerte en las ediciones de 1890 y 1892 de la Exposición Nacional. No obtuvo ningún reconocimiento, pero eso no le desanimó y continuó trabajando contra viento y marea. Pintaba a un ritmo lento, pero pese a ello dejó una producción fecunda. Esta se distingue además por su variedad temática y su creatividad. Respecto al primer aspecto, conviene señalar que se movió dentro de una temática más o menos amplia, que incluía tanto figuras humanas como paisajes de tierra y mar. Asimismo los rincones de Valladolid encontraron en él a un magnífico paisajista: “tardes de lluvia junto a los soportales; afueras con riberas y umbrías; chopos, celajes, charcas y escorzos del Canal de Castilla; remansos o rápidos del Pisuerga, con reflejos de álamos y de lavanderías; romerías y silencios lentos de ciudad provinciana de campanas”, en palabras de Antonio Corral Castanedo.

Especial gusto por los paisajes

Pintó grandes cuadros al óleo, aunque para críticos como Jesús Urrea, su mayor encanto reside en sus obras de pequeño formato, en sus bocetos y en sus delicadas acuarelas. Llama la atención su poco interés por el retrato, pues con ello habría tenido asegurada una fácil fuente de ingresos. Asimismo era poco dado a llevar al lienzo los argumentos históricos y literarios y los asuntos religiosos. En ese sentido, entre las excepciones cabe mencionar cuadros como Tradición, La canción del pirata, Sagrados corazones. En cambio, dejó numerosas obras en las que recreó costumbres y tipos populares, así como otras en las que se inspiró en las faenas de campesinos y marineros.

Demostró un especial gusto por los paisajes, algo que le fue inculcado por Casto Plasencia durante la etapa que pasó en Madrid. En esas imágenes tanto urbanas como rurales, se advierte con mayor claridad que bajo su apariencia de clasicismo, había un artista al que las nuevas corrientes no le eran ajenas. En Laredo, por ejemplo, pintó una marina en cuyo fondo se aprecia una ciudad con edificios. Sin embargo, todo eso aparece sugerido y plasmado con breves pinceladas y envuelto en un halo de melancolía. Se trata de un realismo disuelto en una ensoñación poética, obra de un artista fino, inquieto y delicado. Son también representativos de esa etapa de madurez La acerca de Recoletos (1903) y Las aceras de San Francisco (1912).

Para poder seguir creando sus paisajes, sus marinas y sus cuadros de género y de costumbre, decidió sondear la pintura decorativa, una expresión muy de moda entonces. Con ese fin, en 1895 abrió, junto con el pintor Mariano Lafuente, una pequeña sociedad artística a la que llamaron La Decorativa. Su propósito era hacer trabajos de ornamentación en viviendas particulares y comercios. Fue la actividad que más popularidad le dio, además de que a nivel económico le permitió poder continuar dedicándose al arte.

En 1896 presentó en la Exposición Internacional de Viena el cuadro Secretos públicos, que causó buena impresión entre los visitantes. Al año siguiente obtuvo por fin un galardón, al recibir el primer premio en el concurso del cartel anunciador de las ferias vallisoletanas. A eso se sumó la mención honorífica que se le concedió en la Exposición Nacional de 1904. En 1907, el Ayuntamiento quiso hacerle un velado homenaje a quien posiblemente era el pintor de más renombre y aceptación en la Valladolid de finales del siglo XIX, pero que no había alcanzado el reconocimiento nacional que por sus méritos merecía. Se le encomendó decorar su espacio más representativo, el Salón de recepciones, con suelo cubierto de maderas nobles y muros y bóvedas con decoración neo-renacentista. Estaba reservado a actos protocolares, y por ello se buscó a un artista de prestigio que realizara murales de gran formato. Fue el trabajo más ambicioso acometido por él y su magnífico resultado estético hasta hoy se puede ver.

En 1914 creó, en compañía del dibujante Ricardo Huerta, Arte Castellano, una pequeña academia con la cual se proponía contribuir a la formación de los futuros pintores. Desafortunadamente, solo alcanzó a iniciar aquel proyecto pedagógico, pues al año siguiente falleció. La muerte vino así a poner fin a una vocación y una trayectoria artística admirables.

Quienes lo conocieron, cuentan que, además de bondadoso, era extremadamente modesto. Eso pudo haberlo privado de tener en vida el reconocimiento que le fue tan esquivo. Nunca se preocupó de exponer sus cuadros públicamente, lo cual llevó en 1903 a que un crítico local se quejara de este modo: “Lástima que Osmundo cierre su caja de colores a las miradas de los fervientes devotos del arte”. Cuando murió, sus amigos organizaron una muestra con algunos de sus cuadros. Solo fue en 1984 cuando se pudo ver, entre el 4 y el 22 de diciembre, la que en rigor es su primera exposición, patrocinada por la Caja de Ahorros Popular de Valladolid. La coordinó Jesús Urrea, quien también redactó el texto del programa. Para muchos, significó la oportunidad de descubrir al más profesional de los artistas locales de su momento.

En los Estudios críticos (1886), de Rafael María de Merchán, encontré esta anotación: “El señor Gabriel Osmundo Gómez se distingue en Valladolid como pintor, y los periódicos de aquella población ponderan su último cuadro al óleo, que representa una escena tomada de una leyenda de Zorrilla”. Ese cuadro se puede ver en la Casa Museo dedicada al autor del Don Juan Tenorio.