Actualizado: 25/04/2024 19:17
cubaencuentro.com cuba encuentro
| Cultura

Literatura, Literatura Cubana, Novela

Un estreno francamente prometedor

Abel Arcos debuta como narrador con 9550: Una posible interpretación del azul, una fábula familiar con una época determinada de fondo, que mereció este año el Premio de Novelas de Gaveta Franz Kafka

Enviar Imprimir

Si la cuenta no me falla, son ya siete las veces que se ha concedido el Premio de Novelas de Gaveta Franz Kafka, que se convoca en la República Checa. Entre 2008 y 2013 lo obtuvieron Orlando Freire Santana (La sangre de la libertad), Orlando Luis Pardo (Boring Home), Ernesto Santana (El Carnaval y los Muertos), Ahmel Echevarría (Días de Entrenamiento), Frank Correa (Larga es la noche) y Ángel Santiesteban (El verano en que Dios dormía). En la edición más reciente, correspondiente a este año, lo ganó Abel Arcos, quien es el más joven de todos los premiados.

9550: Una posible interpretación del azul (Editions Fra, Praga, 2014, 141 páginas) es la obra galardonada. Se trata del primer libro que publica Abel Arcos (La Habana, 1985), quien antes había obtenido con el proyecto la Beca de Creación Fronesis, de la Asociación Hermanos Saíz. No obstante, aunque era un autor inédito contaba ya con crédito como guionista de cine. En 2007 había ganado el premio al guión de bajo presupuesto en la Muestra de Cine Joven auspiciada por el ICAIC. A partir del mismo se rodó la coproducción cubano-venezolana La piscina (2013), con la cual debutó como director Carlos Machado Quintela. La película se estrenó este año en la Berlinale, y después ha participado en festivales internacionales de Francia, Japón, Marruecos y Estados Unidos.

Interrogado por mí, a través del correo electrónico, Abel Arcos aceptó amablemente resumir en pocas palabras su novela: “Así en frío, el libro es una fábula familiar con una época determinada de fondo. Traza un mapa donde esa frontera entre la invención y la historia asumida como verdadera se va tornando borrosa, porque en definitiva es una frontera más retórica que real”. Pienso que es una buena guía de lectura para adentrarse en 9550: Una posible interpretación del azul.

En el primer capítulo —la novela está armada más bien a partir de piezas o relatos—, titulado “Fin y principio”, aparece ya el primer miembro de esa familia “que nunca llegará a ocupar el centro de nada” (cito las palabras de Carlos A. Aguilera que se reproducen en la contraportada). Es Severo, “odontólogo de profesión, sesenta años de edad, caucásico, seis pies dos pulgadas de estatura, ojos claros (su esposa preferiría decir color cielo), hijos, nietos, cabeza de familia en definitiva”. Lo acusaron formalmente de rebelión, y como instructor de su caso fue asignado el teniente Andrés S. Chapeta, a quien se conoce bajo el mote de Stiopa (en la pieza siguiente se precisa el origen de ese personaje, creado por el poeta Serguéi Mijalkov y popularizado a través de una serie rusa de dibujos animados).

En “Nota de interés”, se revela por primera vez el narrador, que aclara que omitirá el apellido de su tío Seve “por el bien de su familia”. Asimismo agrega que “resulta más higiénico velarnos tras nombres artísticos o en algunos casos, y aquí entro yo, permanecer definitivamente innominados”. Para entonces, Severo está muerto, y buena parte de la novela estará dedicada precisamente al obstinado empeño del narrador de rescatar los fragmentos de lo que fue su tío. Tío, pues, algo lejano, “pero tío al fin toda vez que es hermano de mi abuelo”. Su condena a tres años de cárcel coincidió con la infancia del anónimo narrador, a principios de la década de los 90. Así, cuando Severo era un convicto, el narrador era un pionerito. Pese a no haberlo tratado, quiso creer que estaban próximos. Una idea que se afianzó cuando leyó en su obituario que ambos habían nacido el mismo día de mayo.

Desde su óptica infantil, el narrador va dando su interpretación y su lectura de la realidad y de los hechos que afectan a su familia: “La idea que tenía y quiero seguir teniendo de Villa Marista es la de una escuela especial para adultos, eso entendí cuando mi padre contaba que allí se iba a cantar”. Sin embargo, su ingenuidad no le impide tener muestras de lucidez: “La idea que tuve del rostro de tío Seve cambió drásticamente cuando vi una fotografía suya durante su estancia en Villa Marista. Me han dicho que hay dibujos hablados que le hacen más justicia, no sé, yo me quedo con un retrato juvenil traspapelado en el librero de mi padre: sus ojos de azul hondísimo miran a cámara pleno de claridades”.

Afición secreta a las consignas

El narrador también habla sobre sí mismo, sobre los otros miembros de su familia, sobre sus amigos. Conocemos así su afición a las consignas: “Secretamente me fascina que los años tengan nombres, o quizá solo disfruto escribir los encabezados de página: lugar, fecha completa y a renglón seguido una larga consigna entre comillas que por razones geométricas le dan cuerpo a la parte superior de la página en blanco”. Se destaca jugando yaquis, aunque solo lo hace con su mamá. En la escuela, reprime ese impulso y sale a jugar de manos y ensuciar la ropa con los otros varoncitos.

Su mejor amigo es Micha (“por supuesto no se llama Micha, pero lo es”), un “cruzao”, hijo de un mulato originario de Alamar y una rusa de un pueblo perdido en Siberia. Lo primero que le dijo al narrador fue: “Me fascina tu cabeza, una cabeza muy cósmica”. A veces le traduce alguna que otra palabra de las que salen al final en los muñequitos rusos. Y si no la sabe, la inventa. Entre semanas, Micha lo pone a jugar yaquis contra las niñas. Y los sábados, como premio, lo lleva con él a Tarará, donde viven los rusitos quemados de Chernobil. “A jugar fútbol, a sentirnos mejor porque su cara de esquimal y mi cabeza de globo-terráqueo no son nada comparadas con esos niños medio calvos, medio deformados, medio tristes, medio rotos”.

En “El cañón”, el narrador cuenta las visitas de su familia a los jardines del Hotel Nacional. Cada año, en ocasión del cumpleaños del abuelo, iban allí a tomarse fotos, en sesiones que duraban hasta la tarde. Es uno de los varios textos en los que Abel Arcos demuestra su talento para narrar con una sensibilidad, un encanto y una calidad de escritura que, al menos yo, no recuerdo haber encontrado en otros narradores de su promoción: “El Abuelo atiende su álbum como si fuera una planta o un bebé, después de afeitarse se sienta a la mesa y va sacando las fotos una por una, las acerca a su boca y las aviva con su aliento igual que hiciera con un espejito empañado. Una vez satisfecho con nuestro porte y aspecto, lo cierra y devuelve a su espacio en el librero, donde a simple vista fue del ancho de su diario, luego de una novela, hace poco de una biblia y ahora tiene en grosos de una enciclopedia”.

En otro relato, igualmente hermoso, igualmente entrañable, el narrador recuerda los safaris ciclísticos con su padre (“cuando yo era pionerito había más hombres en bicicletas que hombres a secas”). En un momento dado, apunta: “Mejor callo, porque la voz del abuelo ya anda reclamando su espacio, tanto que deja sin aire a papá y a mí”. Pasa entonces a referir un hecho protagonizado por el abuelo. Eran los años en que en la televisión cubana existía aquel programa de concurso llamado 9550. El señor se preparó para participar en el ciclo dedicado a la Segunda Guerra Mundial, ganó y recibió como premio un viaje a Moscú. El padre cuenta al narrador que, al volver, el abuelo estaba cambiado, como si hubiese regresado de una guerra. Eso lleva al nieto a comentar: “Exagerando, puede encontrarse en mi abuelo un claro ejemplo de cómo la televisión, en una isla, atenaza la mente de un hombre y la deja en un ir y venir perpetuo del sol a la nieve, de la nieve al sol”.

El narrador se refiere asimismo a otro programa de televisión entonces muy visto: el Festival de la OTI. Era el preferido de su mamá, quien lloró cuando Tanya, la representante de Cuba, perdió. Todos, recuerda, lo veían encogidos en el sofá, como si tuviesen frío o estuvieran nerviosos. Y sobre ello reflexiona: “Probablemente veíamos aquel concurso frívolo solo porque soñábamos con el viaje del ganador, tal vez en eso pensaba el país entero y es seguro que todos los participantes, Tanya incluida. Se trata pues de una nación imaginando viajes, sentados alrededor de un televisor como un mapa en el que una lucecita marca la ciudad de Valencia, donde Paloma San Basilio y Joaquín Prat esperan a los ganadores de Latinoamérica toda, desde el Río Bravo hasta la Patagonia”.

Al haber concedido el galardón de este año a 9550: Una posible interpretación del azul, el Premio de Novelas de Gaveta Franz Kafka cumple una de las buenas funciones que pueden realizar los concursos: dar a conocer a un autor joven, en este caso con un talento francamente prometedor. Además de poseer una estructura novedosa y compleja, aunque en modo alguno gravosa, la novela de Abel Arcos permite que a través de una historia familiar e íntima, el lector pueda reconocer una etapa de nuestra historia más reciente. Uno de sus aciertos es que permite contemplar aquella realidad con ojos nuevos. Eso se logra, entre otras razones, porque Abel Arcos elude los lugares comunes, las simplificaciones ideológicas, los reduccionismos extremos. Asimismo narra desde la conciencia y no desde la nostalgia. Eso hace que su escritura no caiga en el reblandecimiento sentimental y posea serenidad, dramatismo, profundidad, fuerza. Todos esos valores se han conjugado y han dado lugar a una obra de una belleza literaria poco común.