Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Un poeta decadente

Mientras Martí fue cronista de Nueva York, a Casal le tocó narrar aquella isla donde el propio Martí declaraba que no podía vivir.

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El baúl repleto de libros franceses que, luego de una larga estancia en Madrid, llevó a Cuba Aniceto Valdivia, el Conde Kostia, tendría una enorme influencia sobre nuestra poesía. Cuenta Ramón Meza en su estudio sobre Casal que fueron aquellos autores modernos los que alejaron al poeta de los románticos españoles y franceses: "Los versos nuevos del Parnaso de Teófilo Gautier, Carlos Baudelaire, Teodoro de Banville y Leconte de Lisle, señalaron otra tendencia en el poeta y sin duda que grabaron profunda huella con sus poesías sucesivas".

El ideal de aquella escuela de poesía impersonal, descriptiva o narrativa, se resumía en una palabra: arte. Casal señala que los "modernistas" —es decir, aquellos que hayan asimilado verdaderamente las enseñanzas de los novísimos franceses— "pedirán un poco más de arte, a cambio de menos espontaneidad".

Este "arte", reclamado por los discípulos parnasianos de Gautier y Baudelaire, se convierte en el motivo fundamental de la poesía de Casal. Ya en su primer libro, Hojas al viento, publicado en 1890, poemas como "El arte" y "Mis amores" son declaraciones de amor a lo artificial, manifiestos de l'art pour l'art. "Tengo el impuro amor de las ciudades / y a la luz que ilumina las edades / prefiero yo del gas las claridades", dice Casal en sus Rimas. Y el título del otro poemario, Nieve, ya lo dice todo.

Un poeta decadente en Cuba tenía que sustraerse a la celebración de la Isla como objeto poético. La Isla era lo natural, lo dado, lo cercano; ¿cómo podía ser poético? La Isla, en Casal, es por vez primera prosa. Desde Colón, Cuba había sido cantada. Primero se cantaba a la terra, a la dadora, que vale sobre todo por lo útil y se ofrece como cuerpo de placer; su símbolo es la piña y las frutas de los "neoclásicos".

Luego, con Heredia, irrumpe una poesía civil que canta a la patria, representada por la palma. La patria, a diferencia de la terra, se goza. San Agustín señala una diferencia fundamental: "Gozar es, en efecto, apegarse a una cosa por amor a ella misma. Usar, por el contrario, es convertir el objeto del cual se hace uso en objeto que se ama, en caso de que sea digno de ser amado".

Si el emblema de la terra es la cornucopia frutal —olor y sabor—, el de la patria es la palma, que más que fungible es mirabilia, objeto bello, "espiritual". La patria es espíritu; su cuerpo ahora no es lo que se ofrece, sino el objeto del deseo: la república. Para gozarla —"ara y no pedestal"— se invierte la ofrenda: ahora es el poeta quien debe ofrecerse. La vida de Martí es esta ofrenda ejemplar.

Incurable nostalgia romántica

Desde las páginas de La Habana Elegante, un tal F. Sánchez de Fuentes, después de leer "Nihilismo", le recomendaba a Casal: "Fija tus ojos / En el límpido azul del firmamento / Donde el nombre de Dios graban brillantes / Miríadas de estrellas en las noches / De este bendito Edén, de nuestra Cuba". Por su parte, Nicolás Heredia le aconsejaba dejar a un lado "ese decadentismo malsano, que tiene su lugar en otros climas, para tomar el oxígeno de los campos de su tierra". A esos paisajes naturales, Casal opone paisajes de cultura, recorridos urbanos y figuras del interior: el biombo, el kimono japonés, el traje negro y desteñido, la foto de Gustave Moreau.

Mientras Martí fue cronista de Nueva York, a Casal le tocó a su pesar narrar aquella isla donde el propio Martí declaraba que no podía vivir, porque se ahogaba. En estas crónicas habaneras, la consciencia de la propia marginalidad, típicamente modernista, irrumpe a cada paso. La Habana es la provincia mezquina contraria al arte: un lugar donde no llegan los libros de Huysmans, que el poeta conoce sólo de referencia; donde las obras de teatro pierden su encanto al ser representadas; donde el artista tiene que venderse en el mercado del periodismo para poder sobrevivir. Es calor, aburrimiento, fealdad. Casal la representa a partir del modelo del Infierno cristiano, circular y eterno, reino de la monotonía y de la fatalidad.

Heredia había hablado de "las bellezas del físico mundo" y de "los horrores del mundo moral"; Casal ve más bien analogía donde el cantor del Niágara veía contraste.

"Las noches habaneras, ya sean cortas, ya sean largas, según el estado de nuestro ánimo (…) son siempre insoportables. No hay una distinta de otra. Ningún acontecimiento viene a turbar alegremente la monotonía de las horas nocturnas (…) Siempre vemos el mismo cielo, tachonado de los mismos astros; aspiramos el mismo ambiente, impregnado de los mismos olores; recorremos las mismas calles, alumbradas por los mismos mecheros de gas; penetramos en los mismos cafés, invadidos por las mismas gentes, acudimos a los mismos teatros, ocupados por los mismos actores; y cenamos en los mismos gabinetes, en compañía de los mismos amigos. Vivimos condenados a girar perpetuamente, en el mismo círculo, sin poder escaparnos de él".

Así, en la poesía y la prosa periodística, en sus semblanzas y en algunos contes parisiens imitados de sus maestros franceses, Casal va conformando una escritura atravesada por la escisión entre la provincia en la que vive y escribe y el "mundo civilizado" con el que el poeta quiere conectarse, un mundo cuyo centro es, desde luego, París.

Fray Candil le reprochaba a Casal ser un "decadentista traducido". En realidad, Casal incorpora al imaginario decadente —esencialmente dual, maniqueo— la escisión misma que hace posible y necesaria la "traducción": el abismo entre la provincia dependiente y el centro donde se produce la cultura. A las escisiones de Des Esseintes —naturaleza y artificio, realidad e ilusión, prosa y poesía, campo y ciudad—, el Des Esseintes provinciano incorpora esa otra que da cuenta de una dimensión esencial de su escritura: "La magnífica Francia" / "la infortunada Cuba".

El decadentismo de Casal es asco de la naturaleza, arquetipo del mal, según Baudelaire, pero a la vez es rechazo de la naturaleza cubana, del verde del campo, del sol y del calor de la Isla. Su nostalgia es incurable nostalgia romántica por "el lugar en que no se está", pero a la vez nostalgia concreta por Francia y por Europa, lugares idealizados como más propicios al arte. Su rechazo es el de Des Esseintes por todo lo que hay en este mundo, pero a la vez una reacción contra la circunstancia opresiva de la provincia donde es imposible leer los libros de Huysmans y contemplar los originales de las pinturas de Moreau.

Sus poses y sus trajes son los del dandy frente a una sociedad mezquina, y a la vez una defensa de la dignidad de la poesía contra la sórdida situación colonial. Su tedio es el vago spleen, una de las formas del mal du siècle, pero a la vez es un sentimiento causado por la monotonía del paisaje y del clima cubano, por la poca animación de las noches habaneras, por la mediocridad del ambiente que el cronista tiene que narrar.

Cien años después de la muerte del Casal —muerte de risa, tan legendaria como la de Martí, algo de esto experimentaban los jóvenes poetas cubanos que reivindicaron su legado en una Habana mucho menos elegante que aquella de La acera del Louvre y el hotel Trocha.


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