Actualizado: 29/04/2024 2:09
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Cine

Una primera y sólida piedra

Hay un consenso generalizado respecto a que Siete muertes a plazo fijo, de Manolo Alonso, es uno de los mejores largometrajes rodados en Cuba antes de 1959

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Me atrevo a afirmar que para la inmensa mayoría de mis compatriotas será una sorpresa saber que 1950 fue un año significativamente productivo para el cine nacional. Se realizaron nada menos que ¡14 largometrajes! Pruebas al canto, aquí van los títulos y los nombres de sus directores: Cuando las mujeres mandan (José González Prieto), Escuela de modelos (José Fernández), La rumba en televisión (Evelia Joffre), Una gitana en La Habana (Juan José Martínez Casado), Sin otro apellido (Sergio Miró) y Siete muertes a plazo fijo (Manolo Alonso), a los que se suman los filmes rodados por Raúl Medina (Rincón criollo, Qué suerte tiene el cubano), Manuel de la Pedrosa (Música, mujeres y piratas, Cuba canta y baila, Hotel de muchachas, Príncipe de contrabando) y Jaime Sant-Andrews (Ídolo de multitudes, Paraíso encontrado).

Aclaro que me limito a destacar el hecho significativo de que entonces se produjera esa cifra. Por supuesto, eso no implica en modo alguno una valoración artística. De acuerdo a los críticos que los han podido revisar, se trata de filmes que pueden continuar en el olvido, pues no se pierde gran cosa. Algunos son copias de los melodramas mexicanos y argentinos y, sobre todo, entre ellos abundan las comedias intrascendentes. Estas últimas eran en realidad un mero pretexto para que aparecieran en la pantalla artistas del teatro vernáculo y la radio que entonces eran muy populares: Alberto Garrido, Aníbal de Mar, Candita Quintana, Enrique Arredondo, Lolita Berrio, Armando Bringuier, Alicia Rico, Leopoldo Fernández. Entre esos títulos figura además La rumba en la televisión, que Arturo Agramante, en su libro Cronología del cine cubano, cataloga como una de las peores películas cubanas de todos los tiempos y probablemente la única que, tras ser proyectada, provocó airadas reacciones de los espectadores, por considerarse estafados.

Si he hecho la mención anterior es porque en esa lista está incluido Siete muertes a plazo fijo, que de acuerdo al consenso unánime es uno de los mejores largometrajes rodados en Cuba antes de 1959. Hace apenas unas semanas que he tenido la oportunidad de verlo por primera vez, y confieso que para mí representó una muy grata experiencia. Su visionado me ha permitido descubrir que hace 60 años un cineasta nacido en la Isla fue capaz de realizar una obra que se apartaba de los caminos más trillados y convencionales por los cuales transitaba el cine de la época, y que además está hecha con un nivel profesional y un rigor técnico muy satisfactorios.

Alejandro Lugo, en su caracterización del delicuente fugitivoFoto

Alejandro Lugo, en su caracterización del delicuente fugitivo.

En varias ocasiones he visto que Siete muertes a plazo fijo es clasificada como un policial o un thriller. Es cierto que al inicio la película se mueve en un territorio que de inmediato remite al cine negro y la serie B norteamericana. La primera escena, tras los créditos sobre imágenes nocturnas de La Habana —“metrópoli recostada sobre las azules aguas del golfo, ciudad que vive mil vidas”, va diciendo un narrador—, muestra a un hombre de espaldas que lee un diario. El titular más visible es: “Se fugó Siete Caras”. Eso da paso a la llegada de varios carros de la policía a un barrio aristocrático donde se piensa que se halla el delincuente prófugo.

De inmediato, aparece el susodicho cuando entra en un edificio, encañona a dos hombres que acaban de llegar y los obliga a tocar en una de las puertas. Pertenece a la residencia de un banquero, Esteban Navarro, quien ha organizado una pequeña fiesta para celebrar el fin de año. Siete Caras irrumpe en la sala, amenaza a los presentes y les expresa su intención de escapar del cerco policial. Es entonces cuando aparece un inesperado y enigmático personaje, aunque los guionistas no se molestan en aclarar cómo logró entrar. Dice que se llama Crisantemus y es astrólogo, y predice que siete de los allí presentes, incluido el connotado criminal, morirán en los próximos días. Incluso revela las fechas y horas exactas en que cada uno ha de fallecer. A esas predicciones agrega después la de un papagayo que lo hace enojar porque se ríe de él. Pocos minutos después su vaticinio se cumple, cuando el pajarraco parlanchín expira achicharrado, al salir volando y chocar con un anuncio lumínico.

A partir de ese momento, el filme toma otro derrotero y pasa a centrarse en las reacciones de los personajes, angustiados por que las demás predicciones se puedan cumplir. Eso introduce un tono de comedia, en buena medida negra, que hasta entonces sólo se había insinuado levemente. Está, en primer lugar, el ya mencionado detalle del papagayo, que se ríe burlonamente cada vez que Crisantemus insiste en sus predicciones. Asimismo cuando Delia, uno de los personajes femeninos, dice que está a punto de desmayarse, cuando los amenaza Siete Caras, su esposo comenta: “Solo se desmaya cuando tiene un sofá cerca”.

Uno de los personajes a quienes Siete Caras obliga a entrar en la residencia del banquero es Pantaleón Corona, dueño de una funeraria. Tan pronto como los asistentes a la fiesta se reponen, tras la huida del delincuente, pasa a asediar a los futuros difuntos con sus ofertas de tendidos, panteones y carrozas. A él corresponden varios de los diálogos más simpáticos que se escuchan en el filme: “Que tenga usted una muerte feliz y sosegada”, “Dime cómo te entierran y te diré quién eras”, “Vamos, haga un esfuerzo. Si no se muere, de qué vamos a vivir nosotros”, “Tengo cajas de segunda mano que salen más baratas”, “Si se muriera, qué cajita más linda le haría”.

Foto correspondiente a una de las escenas iniciales del filme.Foto

Foto correspondiente a una de las escenas iniciales del filme.

Apunté antes que Siete muertes a plazo fijo participa más de la comedia que del cine policial. Es algo que, sin embargo, conviene precisar. El filme de Manolo Alonso (1912) se diferencia notablemente de las otras películas cubanas de esa época que se incluyen bajo esa catalogación. Me estoy refiriendo a títulos como Chicharito alcalde, El vigilante Chegoya, Hotel de muchachas, Qué suerte tiene el cubano y Música, mujeres y piratas, que se aprovechan del apelativo de comedia y se limitan a engarzar episodios cómicos y chistes verbales que se sustentan en un humor zafio y populachero. No es ese el concepto de comicidad aplicado en la cinta que da pie a estas líneas. La risa se consigue gracias a un humor que algunas veces puede parecer ingenuo, pero que en todo caso es siempre de buen gusto, nunca resulta forzado ni estridente, y tampoco hace concesiones al costumbrismo más tópico y ramplón (una lección, dicho sea de paso, que sesenta años después muchos directores cubanos han sido incapaces de asimilar). Ese saludable propósito de hacer algo distinto da lugar a un filme que hoy se ve con agrado y se disfruta. Similar parece haber sido la reacción de los espectadores cuando la cinta se estrenó, pues permaneció varias semanas en cartelera.

Un equipo competente

Siete muertes a plazo fijo no se libra, sin embargo, de pagar algún tributo al cine que entonces se hacía en la Isla. Está, por un lado, la intromisión del melodrama en la sensiblera escena en que Siete Caras acude a visitar a su moribunda madre. No hay que perderse lo que expresa la madre cuando su hijo cae abatido, tras un tiroteo con la policía: “No, no era un asesino. ¡Era mi hijo!”. El tono con que lo dice, ya se lo pueden imaginar. De igual modo, es incoherente que Alonso haya caído en el error de incluir tres secuencias de canciones y bailes que parece haber sido concebidas para otra película. Son además largas en exceso, nada tienen que ver con la trama y por eso mismo hacen que la acción se paralice. Una de esas escenas, por cierto, me parece particularmente lamentable. Corresponde a un espectáculo titulado Nacimiento del ritmo, y en la misma una coreografía que firma Sergio Orta recrea el arribo de un barco negrero. Pues bien, hay que ver la tremenda energía y la cara de júbilo con que se ponen a bailar una rumba aquellos desdichados esclavos, algo que desmiente el hecho de que estén acabados de llegar de una travesía en condiciones infrahumanas.

Cuando rodó Siete muertes a plazo fijo, Alonso llevaba ya varios años en el mundo del cine. Había dirigido varios noticieros, algunos cortos y un largometraje, Hitler y yo (1944), que Guillermo Cabrera Infante calificó, desde las páginas de Carteles, como una “bufonada sobre el nazismo”. Resulta evidente que para su segunda película contó con un sólido respaldo económico, pues pudo reunir un competente equipo. Para que se encargara de la fotografía contrató al suizo-argentino Hugo Chiesa, quien había participado ya en seis rodajes en Argentina. (Una digresión: en la crítica sobre el filme que publicó en el diario Hoy, Mirta Aguirre afirma que Chiesa había sido galardonado ese año en Cannes. Ante todo, quien revise los archivos comprobará que en 1950 no se celebró el festival. El año anterior se presentaron en ese certamen dos cintas de habla hispana: Pueblerina, de Emilio Fernández, y Almafuerte, de Julio César Amadori. Chiesa no figura en los créditos de ninguna de ellas. Es cierto que la primera recibió un premio, pero fue a la partitura musical, que pertenece a Antonio Díaz Conde. Aclaro esto porque es algo que se cita a menudo.)

Eduardo Casado, Juan José Martínez Casado y Raquel Revuelta, en otra escena de Siete muertes a plazo fijoFoto

Eduardo Casado, Juan José Martínez Casado y Raquel Revuelta, en otra escena de Siete muertes a plazo fijo.

El montaje fue encomendado al editor cubano Mario González, quien en 1948 obtuvo en México un Premio Ariel por su trabajo en El buen mozo (lo volvió a recibir ese mismo año por Medianoche). De Estados Unidos fue traído un experimentado ingeniero de sonido, Dean Cole. Osvaldo Farrés compuso la música. Alonso había comprado el argumento a los mexicanos Obón y Correón y encargó a Anita Arroyo y Antonio Ortega escribir el guión y ubicar la acción en La Habana. A ellos se sumó María Julia Casanova, quien, según se precisa en los créditos, redactó los diálogos adicionales. Y, por último, para armar el elenco se reunió a una pléyade de famosos artistas, entre los cuales estaban Eduardo Casado, Alejandro Lugo, Maritza Rosales, Raquel Revuelta, Ernesto de Gali, Hugo Montes, Rosendo Rosell, Julito Díaz, Gaspar de Santelices, Ángel Espasande y Rolandito Barral.

Manolo Alonso supo aprovechar la conjunción de todos esos factores y consiguió que cristalizaran en un filme de buena factura estética, realizado con esmero técnico y con una puesta en escena resuelta con sobriedad y oficio. La historia está narrada correctamente, con un ritmo apropiado y con secuencias ágiles que duran lo necesario. Un acierto es también la calidad del sonido, gracias a la cual los diálogos se escuchan con nitidez y sin que haya discordancia entre ellos y el movimiento de los labios de los actores. Asimismo al fluido desarrollo de la trama contribuye con generosidad el equipo de intérpretes, cuya labor es, en conjunto, muy profesional. El único aspecto criticable es, como algunos ya han señalado, la escenografía de Cándido Álvarez Moreno, que parece copiada del mal teatro comercial y que en casos como el de la residencia del banquero bordea lo ridículo. Esta deficiencia no resaltaría tanto si no fuera porque la cinta está rodada en su mayor parte en espacios interiores y con planos generales (son contados, por cierto, los primeros planos). Siete muertes a plazo fijo no es una gran película, ni tampoco pretende serlo. Pero alcanza un balance general muy estimulante y satisfactorio y logra sobresalir a considerable altura al compararla con el anodino cine que hasta ese momento se había hecho en Cuba.

Quiero concluir esta nota con un texto tomado de la crítica que Mirta Aguirre publicó en el diario Hoy, con motivo del estreno de la película de Manolo Alonso. En ella su autora analiza distintos aspectos del filme y destaca el notable paso de avance que significó para la incipiente cinematografía cubana. He aquí el fragmento de lo que entonces comentó Aguirre:

“Algunos de los nombres de quienes han intervenido en la realización de Siete muertos a plazo fijo serán recordados como los de quienes pusieron la primera sólida, básica piedra del gran edificio del cine nacional. Antes de este filme de Manolo Alonso, en Cuba había habido intentonas más o menos felices o desdichadas, algunas de ellas —Hitler soy yo— debidas al mismo Alonso; pero con Siete muertos a plazo fijo es que puede decirse que nace el verdadero cine cubano, concebido no como aventurilla fotográfica de carácter pintoresquista, sino como serio maridaje de industria y arte, negocio y ciencia, cuyo conflicto central se encuentra en el equilibrio entre las apetencias y las urgencias de taquilla de la producción y los imperativos de la técnica y las demandas de la estética. Problema dificilísimo para las cinematografías novatas y para el cual, hasta hoy, no habían apuntado en Cuba soluciones. (…) Bien fotografiada, admirablemente cortada y dirigida con acierto, realizada sobre un tema sin limitaciones localistas, es la primera película cubana que podrá salir de nuestro país en condiciones de atraer el interés de públicos extranjeros y con oportunidades de recogida de una estimulante cosecha crítica”.