Actualizado: 22/04/2024 20:20
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MÉXICO DF

Fidel y la comida

Espaguetis, quesos franceses y coco glasé: ¿Cuánto han repercutido en la política nacional los gustos alimenticios del Comandante en Jefe?

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Sobre Fidel Castro se han escrito millones de páginas y, sin embargo, poco sabemos acerca de sus gustos culinarios. Su último biógrafo, Norberto Fuentes ( La autobiografía de Fidel Castro. Tomo I. El paraíso de los otros), nos informa que le gusta el té sin azúcar. Lo cual es cierto. En 1965 lo vi tomarse en el restaurante El Patio una infusión prescindiendo del producto nacional, pero sin dejar de fumar su habano.

Curiosa variante del Contrapunteo Cubano del Tabaco sin el Azúcar que acaso explique por qué uno no se imagina al Comandante bailando un cha cha chá y mucho menos un guaguancó. El hombre es lo que come.

Más tarde el Comandante dejaría de fumar, sin duda para durar más. Sea como sea, lo cierto es que en sus biografías apenas se habla de sus hábitos alimenticios, que —como era de esperar— tienen repercusiones en la política nacional.

A finales de 1982 descubrí el origen de la obsesión gubernamental por las pizzerías. Antes de la revolución, en Cuba casi nadie comía comida italiana. Pero allá por el año 1961 el gobierno empezó a abrir pizzerías en todas partes. Al principio estaban bien surtidas: ¡había hasta pizzas de langosta! Sin embargo, muy pronto empezaron a deteriorarse y el menú quedó reducido a pizza y espaguetis a la napolitana (con salsa de tomate aguada, frugales briznas de queso y poca o ninguna carne).

Ese influjo italianizante se extendió a otros ámbitos como una marejada. Por ejemplo, los más altos dirigentes se movían siempre en automóviles Alfa-Romeo, atributo rodante del poder, y el neorrealismo italiano era considerado como la fuente de inspiración suprema para el recién creado Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). De hecho, debajo del edificio del ICAIC se inauguró una pizzería que se llama Cinecittá.

Otras pizzerías tenían nombres que remitían a Roma, como Vía Véneto, en el Paseo del Prado. Todo intelectual que se preciara de ser políticamente correcto devoraba los textos de Gramsci como si fueran la Biblia. De buenas a primeras, de Italia empezaron a llegar montones de tractores enanos llamados "piccolinos", la mayoría de los cuales, en vez de arar los campos cubanos, se oxidaban a la intemperie en las afueras de la capital. También llegaron de aquel país legiones de arquitectos, unos para construir la Escuela de Arte de Cubanacán, otros para acumular planos utopistas en el Instituto de Planificación Urbanística.

Por si fuera poco, el gobierno inauguró (o rebautizó) una fábrica de puré de tomate enlatado en cuyas etiquetas se leía: Vita Nova. Nada que ver con Dante Alighieri, pero como había que crear a toda costa al "Hombre Nuevo", nada más lógico que alimentarlo desde la cuna con una salsa de tomate que se llamara "Vida Nueva". Los más jóvenes —los supuestos "hombres nuevos"— se peinaban a principios de los sesenta al estilo Accatone o como Marcelo Mastroianni. Paulatinamente, la gente dejó de decir "adiós" para empezar a decir "chao".

Toda esa "italianización" de la vida nacional no era casual. Siempre me había intrigado que, por ejemplo, la primera —y última— polémica ideológica sobre la libertad de expresión en la Isla girara en torno a una película italiana, La dolce vita. La discusión fue más bien tímida, epidérmica, y muy pronto quedó silenciada desde las más altas esferas del poder.

De todo ello emanaba un inevitable vaho siciliano. ¿En cuántas películas de la mafia no hemos visto tiroteos en pizzerías, manteles a cuadros rojos y blancos salpicados de sangre o de salsa de tomate, ambas perfectamente confundidas y confundibles? ¿En cuántas cintas no hemos visto a los gángsters cocinando ellos mismos espaguetis o regodeándose en la elaboración de unos ñoquis?


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