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Las tres dudosas premisas de Pérez Roque

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El 23 de diciembre de 2005, el señor Felipe Pérez Roque, ingeniero de cuarenta años de edad, ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, pronunció ante la Asamblea Nacional del Poder Popular un discurso importante. Era importante por el contenido, y, sobre todo, era importante para él, que —según el usualmente bien informado Financial Times— quedaba, de facto, consagrado como el heredero político de un Fidel Castro viejo y enfermo, a punto de cumplir los ochenta años, y, por consiguiente, próximo a la muerte, circunstancia muy delicada y amarga que no eludió el conferenciante.

Unánimemente, como suelen ocurrir las cosas en esa disciplinada institución —conocida sotto voce como el "Coro de los niños cantores de La Habana"—, todos los asistentes (entre los que no estaba Raúl Castro, por cierto), se pusieron de pie y aplaudieron enfervorizadamente en señal de aprobación.

A fin de cuentas, Pérez Roque había sido elegido como canciller, según nota oficial que en su día divulgó el gobierno, por ser la persona que con mayor fidelidad interpretaba el pensamiento del Máximo Líder. Por consiguiente, y sin la menor duda, el discurso por él leído reflejaba con una fidelidad clónica las ideas y razonamientos que Fidel Castro, ya con un pie en el estribo, mantiene tercamente instalados en su cabeza.

Obviamente, cuando los diputados aplaudían a Pérez Roque sabían que estaban aplaudiendo a Fidel Castro, como era su deber, y tampoco desconocían que la liturgia que adornaba al acontecimiento indicaba la consagración del canciller como delfín del viejo dictador.

A la mayoría no era algo que seguramente le agradaba, dado que Pérez Roque tiene fama de ser una persona dogmática e inflexible, sin legitimidad histórica por su corta edad, que no proviene del Ejército ni de la Seguridad, sino de ese irritante gobierno paralelo conocido como "Grupo de apoyo al Comandante", por el que pasó fugazmente, pero tampoco nadie podía oponerse a su designación sin ser inmediatamente arrollado y estigmatizado por el aparato de difamación y castigo del Estado.

Puestos a elegir a un diplomático en calidad de sucesor del Comandante, los diputados seguramente hubieran preferido a ese trágico personaje que es Ricardo Alarcón, pero quienes conocen a Castro saben que jamás ha confiado del todo en el contradictorio presidente del parlamento cubano.

Es verdad que los demócratas de la oposición son quienes sufren con mayor saña la intolerancia del régimen, pero no es menos cierto que la clase dirigente cubana tampoco posee el menor espacio dentro del sistema para manifestar sus preferencias, dudas, convicciones reales o contradicciones.

Si en el Partido o en el gobierno —no digamos en el seno de las Fuerzas Armadas— alguien intenta alzar su voz para manifestar la menor discrepancia con la línea oficial dictada por Fidel Castro, es inmediatamente barrido del escenario, como quedó muy claro hace ya muchos años con el viejo PSP, y como luego se reiteró en el caso del general Ochoa, o, de forma más benigna, como les sucediera más recientemente, por ejemplo, a Carlos Aldana y a Robertico Robaina, convertidos en unas asustadizas no-personas, permanentemente colocadas bajo la lupa de la Seguridad del Estado.


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