Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Gaza, Israel, Hamás

Manifestarse, ¿contra quién?

Un territorio donde menos los aztecas, los mayas y Gengis Khan, ha pasado todo el mundo; y cada cual podría reclamar su parcela, y tocarían a finquita por imperio

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A partir de la atroz incursión de los milicianos de Hamás, que se saldó con 1.400 víctimas y más de 200 secuestrados entre la población hebrea, el ejército de Israel ha puesto en marcha devastadores bombardeos sobre la Franja de Gaza, preludio de la invasión con el propósito de exterminar a la organización terrorista y, posiblemente, absorber la zona.

Como consecuencia de estos hechos, en el mundo se han producido cientos o miles de manifestaciones en defensa del pueblo palestino, o del pueblo hebreo, o a favor de la respuesta militar de Israel, o en contra, e incluso a favor de Hamás.

Yo acudiría a alguna de esas manifestaciones, porque repudio por igual la barbarie de Hamás y los bombardeos indiscriminados de Israel donde la población civil aporta la mayor cuota de víctimas. Pero solo si se tratara de solidarizarme con el pueblo hebreo o con el pueblo palestino.

En el caso de Hamás, no repudio sólo la masacre perpetrada contra la población civil de Israel, sino también la perpetrada contra su propia población. El hecho de que sus centros de lanzamiento de misiles, sus bases militares, sus refugios, estén situados al lado o debajo de escuelas, hospitales, parques, piscinas y zonas residenciales, los espacios donde viven, aprenden o se curan los ciudadanos palestinos que ellos dicen representar y defender, resulta doblemente repugnante. Repudio también, especialmente, el hecho de que en el momento de realizar su incursión a territorio israelí y asesinar a civiles indiscriminadamente, supieran, porque de ninguna manera podían ignorarlo, que la respuesta de Israel sería contundente. Al emplear a sus propios ciudadanos como escudos humanos, sabían que el saldo de víctimas civiles sería pavoroso, y me temo que eso era justamente lo que buscaban: la foto de Israel como un Estado genocida que masacraba sin compasión ancianos, mujeres y niños. Y el saldo informativo está a su favor: en cualquier noticia sobre la guerra en Gaza, tras un breve prólogo sobre la incursión de Hamás, se muestra in extenso lo que hoy es noticia: la destrucción de la Franja, civiles muertos y heridos, hospitales devastados. Es la imagen que queda fijada en nuestra memoria.

De modo que bajo ninguna circunstancia acudiría a una manifestación en apoyo de Hamás, no sólo por estos hechos, sino por tratarse de un grupo fundamentalista islámico que niega los valores y derechos universales.

Comprendo la ira, el dolor y la sed de venganza del pueblo hebreo. Pero no acudiría tampoco a una manifestación acrítica a favor de la respuesta militar israelí, porque sería como asistir a una manifestación en apoyo de Benjamín Netanyahu, tan culpable como Hamás de lo que ha ocurrido. Y no porque lo sorprendiera el ataque. Me explico.

Los Acuerdos de Oslo (1993) entre Yasser Arafat, líder de Al Fatah, y el primer ministro israelí, Isaac Rabin, estipulaban la creación de “un gobierno autónomo provisional palestino” para Cisjordania y Gaza que a los cinco años diera paso a la resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, es decir, la creación de un Estado palestino vecino de Israel. La solución de dos estados soberanos, que estaba explícitamente formulada desde la Resolución 181 de 1947. Pero el sionismo más recalcitrante seguía soñando con expandirse hasta lograr el Gran Israel (Eretz Israel). La fundación de Hamás en 1987, dirigido por el imán Ahmed Yassin, introducía una pugna entre dos facciones palestinas. En 1994 Hamás se negó a formar parte de la Autoridad Nacional Palestina, y emprendió una campaña de atentados hasta conseguir que la población israelí rechazara mayoritariamente los Acuerdos de Oslo. El magnicidio de Isaac Rabin a manos del ultranacionalista Yigal Amir fue otro golpe a esos acuerdos.

Curiosamente, mientras Cisjordania, bajo la Autoridad Nacional Palestina, que acepta la resolución 242, es hasta hoy un protectorado; Israel ha permitido el poder absoluto en la Franja de Gaza de Hamás, que no acepta la resolución 242 y cuyo propósito es crear un Estado Islámico que abarcara Jerusalén, Gaza y Cisjordania. ¿Favorece el sionismo a Hamás, con la ayuda del Mossad? O peor, ¿ha apoyado y financiado al grupo terrorista?

No estoy revelando nada nuevo. El periodista israelí Amnon Abramovich ya culpó a Netanyahu de connivencia con Hamás. En 2009 The Wall Street Journal, muy lejos de ser pro palestino, hizo un reportaje sobre “cómo Israel ayudó a engendrar a Hamás” (https://www.wsj.com/articles/SB123275572295011847), donde un funcionario israelí destacado en Gaza explicaba que “Hamás, para su gran pesar, es creación de Israel”. En 2019, el periódico israelí The Jerusalem Post publicó unas declaraciones del primer ministro Benjamín Netanyahu durante una reunión de su partido: “El dinero para Hamás es parte de la estrategia para mantener divididos a los palestinos”. “Cualquiera que quiera frustrar el establecimiento de un Estado palestino tiene que apoyar el fortalecimiento de Hamás y la transferencia de dinero a Hamás”. En 2020 Haaretz, otro medio israelí, informó de la visita del jefe del Mossad a Doha, donde “rogó a los cataríes que siguieran canalizando dinero hacia Hamás”. De modo que hay que juzgar a Hamás por crímenes de guerra contra el pueblo hebreo, pero también a Benjamín Netanyahu por los mismos crímenes contra su propio pueblo.

El Likud, partido conservador de Benjamín Netanyahu, gobierna en coalición con tres partidos de extrema derecha (Sionismo Religioso, Poder Judío y Noam), y dos ultraortodoxos, el sefardí Shas y el askenazí Judaísmo Unido de la Torá. Lo mejor de cada casa. Para todos ellos, una excusa para vaciar la Franja de dos millones de palestinos es una oferta única. Su propósito a largo plazo es la expulsión de todos los palestinos, como el propósito de Hamás sería expulsar a todos los judíos, si tuviera los medios. Ambos extremos consideran que ese trozo de geografía le pertenece en exclusiva: la tierra prometida del pueblo judío, la patria ancestral del pueblo palestino. Y eso excluye al otro. ¿Cuál tiene razón? Ambos y ninguno.

El territorio en disputa fue parte de los imperios egipcio, asirio, babilonio (quienes deportaron a los israelitas VIP); de los imperios aqueménida y persa, derrotados por los ejércitos de Alejandro Magno y tras él los seléucidas; los imperios romano, bizantino, otomano, y tras la I GM, territorio colonial de los británicos.

Mil años antes de Cristo ya existían los reinos de Israel, al norte, y de Judá, con capital en Jerusalén, al sur. Desde Heródoto en el V a.C. consta la denominación de Palestina, como sustituto del término Canaán. Fue tras la Rebelión de Bar-Kochba (132-136 d.C.), cuando el emperador Adriano desterró de la región a todos los judíos, y cambió el nombre de la provincia por el de Siria-Palestina, que con Constantino el Grande sería provincia cristiana y centro importante de la nueva fe. En el 634 d.C. los musulmanes árabes ocuparon y renombraron la región como Jund Filastin, Distrito Militar de Palestina. Como se ve, menos los aztecas, los mayas y Gengis Khan, por allí pasó todo el mundo. Cada uno podría reclamar su parcela, y tocarían a finquita por imperio.

Al término de la II GM, Naciones Unidas, sensibilizada por la barbarie del Holocausto, adjudicó el área, con la aquiescencia de Gran Bretaña, al nuevo Estado de Israel, proclamada patria del pueblo judío. Pero obsequiaron el territorio con palestinos incluidos. El 14 de mayo de 1948 Israel declaró su independencia. Un día más tarde el nuevo país fue atacado por fuerzas combinadas de los países árabes vecinos; Gran Bretaña hizo mutis por el foro; la guerra fue ganada por Israel en catorce meses, y para 700.000 palestinos ocurrió la Nakba, la tragedia, su expulsión de los territorios; lo mismo que ocurrió a los judíos 1.180 años antes.

Hemos visto en los últimos meses nutridas manifestaciones de los ciudadanos israelíes contra Benjamín Netanyahu por su intento de pervertir el Estado de derecho y crearse una justicia a la carta. Incluso unidos contra la barbarie de Hamás, hay voces en el pueblo hebreo que condenan a su líder o siguen manteniendo que la búsqueda de la paz y la convivencia son posibles. En cambio, no conozco una sola voz entre los palestinos de Gaza que critique explícitamente las acciones de Hamás. Y eso dice mucho, no sobre lo que piensan unos y otros, sino sobre las respectivas libertades para expresarlo.

Entonces, ¿es la tierra prometida del pueblo judío o la patria ancestral del pueblo palestino? Las dos. Pero no en exclusiva. Y si ambos pueblos (no me refiero a los gobiernos, sean del signo que sean) quieren convivir en paz, el único modo es la existencia de dos estados independientes donde cada pueblo decida su destino. A una manifestación con ese propósito yo sí acudiría.


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