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Crónicas: El lenguaje del Tercer Éxodo. Crónicas alternativas

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La bandera thamacunesa es un cheque. Un billete de cien dólares americanos. La cabeza de un cerdo.

La hucha del puerquito.

El concepto de “banderas sucesivas” –o las definiciones y diseños de la enseña thamacunesa, disímiles e incesantes en su regeneración- engendró hacia finales de la década del sesenta del siglo XX, en Cuba Inglesa, lo que se conoce como “La Criptología de Thamacun”, o “El lenguaje del Tercer Éxodo”. Un idioma en clave que desarrollaría a marchas forzadas la inmigración cubanoinglesa y que contó, para su puesta a punto, con el concurso del escritor cubano Carlos Alberto Montaner, a quien el Consejo de los Consejos persiguió empedernidamente.

“Montaner puede desalmidonar las zonas aún no suficientemente relajadas de El Lenguaje –escribiría Mónica Medler en carta dirigida al educador Vicente Máximo, en 1968-. No sólo se trata de un hombre que conoció de cerca la barbarie comunista… sus habilidades lingüísticas también son de sobra conocidas”.

En 1975, junto a Máximo y varios de sus discípulos, el autor de Viaje al corazón de Cuba concibe las coordenadas finales de “El lenguaje del Tercer Éxodo”, una intricada mezcla de imágenes, símiles, metáforas, cifras y frases hechas pasadas por el agua de la asimilación cultural. “El Lenguaje”, como se le conoce actualmente entre los descendientes de Thamacun, era, es y será de una sincronía práctica pasmosa, imprescindible para preservar el Hecho Thamacun en los vericuetos de la Red de Redes.

“Ahora lo entiendo todo”, declaró el mismísimo Ronald Reagan cuando en 1977, tras ser iniciado en “La Criptología de Thamacun”, abandonó la edición del Consejo de los Consejos a la que había sido invitado.

“Hasta los boleros”.

Crónicas inversas: Una dictadura muy bien elaborada

un texto de Rosa La Gozadora

Hay datos que se ocultan sobre el islote, tal vez por intereses foráneos, y es la dictadura muy bien elaborada que existió en Thamacun a pesar de declararse un Estado con libertad.

En Thamacun estaba prohibida la gozadera y el meneíto, y es por eso que mi abuelo trató de crear un grupo a principios del siglo XX con la idea de ponerle sabor al islote y fue reprimido, teniendo que partir al exilio para la isla grande. A pesar de sufrir la represión en la isla grande, se alegraba de disfrutar del paticruzao y la coronilla mientras sus parientes quedaron bajo el imperio del té.

Hay que hablar claro Sr. Añel, la verdad sobre Thamacun es bien compleja.

Crónicas alternativas: A imagen y semejanza del individuo

un texto de José Julian Gómez

El concepto de gozadera de Rosa La Gozadora es tan limitado que el dictador la ha podido manipular con paticruzado. En Thamacun se goza pero no se es gregario, pues los derechos del individuo no se pueden supeditar sólo con goces alcohólicos. Es decir, yo decido cómo gozar, no la masa ni el dictador que trata de alienarme de la realidad para que no reclame mis derechos inalienables.

Por supuesto, la vecina Cuba es harta gregaria y, por tanto, fácil de manipular por los dictadores. Quien ignora la existencia de Thamacun es, sin duda, una víctima de la desinformación cubana. Thamacun es una realidad cuyo legado se expande por la red global cibernética. El celo de los habitantes de Thamacun con sus secretos no lo puede entender Rosa, pues en Cuba todo se ventila públicamente, como un acto suicida contra los límites de la privacidad.

Nuestra existencia como territorio independiente “en silencio ha tenido que ser, pues hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas”. Ese legado inglés nos ha servido para dar la buena nueva de que otra Cuba existe, en la que se goza no a imagen y semejanza del dictador de turno, sino a imagen y semejanza de sus individuos.

Crónicas alternativas: Los diarios de El Nuevo Mundo

un texto de Raúl Medida

He leído sobre el islote de Thamacun. El cronista Diego de Bilbao habla sobre sus habitantes en sus diarios de El Nuevo Mundo. Se refiere a ellos como alegres y a la vez laboriosos. Dice que nunca se les escuchaba enormes diatribas. “Un pueblo donde parecían alegrarse todos por el éxito ajeno”.

Extraña aseveración en estos escritos del siglo XIX. Felicito a quienes se han ocupado de ese rincón del mundo olvidado, tal vez por su excesiva paz, durante mucho tiempo.



Tigre de papel de China

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Con Tigre de papel de China Cuba Inglesa abre un espacio narrativo en su sección Cultura. Los lectores interesados en publicar sus ficciones en este blog -cuentos, relatos, viñetas- pueden enviárnoslas a letrademolde@gmail.com

La periodicidad de las publicaciones dependerá de la circunstancia noticiosa y el volumen de trabajos recibidos, que desde ya agradecemos. Sólo un detalle: Cuba Inglesa priorizará la brevedad y la concreción. Gracias a ustedes.

Tigre de papel de China

Los mismos de siempre. Los archiconocidos. También los escaladores. Las poses impenetrables. Los perfiles adustos. Las caras en las que impera el desdén más meticuloso, la indiferencia más rebuscada. Los rostros enfrentándolo como si no lo reconocieran, esquivándolo como si recordarlo fuese el craso error en el que nunca caerán o que por nada del mundo cometerían. Las mujeres que lo desconocen, que no saben quién es, quién sabe quién es, quién lo sabe, a quién le importa. Las viejecitas que lo compadecen. Sus parejas que lo abandonaron. Su televisor. Su colección de National Geographic.

La gente que ni lo busca para llorar sobre su hombro. Las calles sobre las que se estira como un leopardo desdentado. Su casa. Su futuro. Y los mismos de siempre. Los asalariados. Entrando y saliendo cuando se les antoja. Vendiéndose. Trapicheando. Tocando las puertas que hay que tocar. O retocar. O echar abajo. Tanta gente que se contonea sin recato, que se exhibe por las noches, que tiene éxito, que se cree exitosa. Esos arribistas. Esos miserables. Su madre. Su madrina. Las mañanas en las que no quiere levantarse. Las mañanas en las que lo que de verdad quiere es morirse. Las mañanas en las que continúa hablándole a la pared, contándole lo que le pasa.

Las mujeres que no lo ven, que pasan de largo, que no murmuran mirándolo de reojo. Las que no saben que existe, aquellas que ignoran que huele mal. Las oficinistas que le sacan las uñas. Las manicuras que no le arreglarían las manos. Las dependientas que no quieren verlo ni en pintura. Las mujeres que año tras año, día tras día, minuto tras minuto le han dicho que de eso nada, que cómo se atreve, que a quién se le ocurre, que qué bicho le ha picado: todas esas a las que si les preguntara se lo dirían. Las que nunca le piden la hora. Las que nunca jamás le dan las buenas noches.

Los mismos de siempre. Gatos callejeros haciéndose pasar por tigres de Bengala. Las marionetas. Los apologistas. El mismo escenario semana tras semana. El sol cayendo inmisericorde, golpeándolo como a un tambor despellejado. La atmósfera envolvente que nuevamente lo envuelve trazando círculos bochornosos, abochornantes. La peste. El escándalo. La putrefacción. La terrible anarquía de las siempre idénticas ochenta y cuatro casillas del siempre idéntico tablero desordenado. El ajedrez de la ciudad. El furibundo enroque de las colegialas a su paso.

La policía. La política. El asunto de la comida. Su madre se lo había dicho que tuviera cuidado, tantas y tantas veces que tuviera mucho cuidado. Su madre en paños menores dándole consejos, con los blumers agujereados dándole consejos. El mecánico del televisor. La vecinita de enfrente. La señora de la esquina. El barbero de los altos. Tanta gente que no cesa de quejarse que no cesa de burlarse que no cesa de husmear que no cesa de estorbar que no cesa de entrometerse que no cesa de hacerle entender, de hacerle reconocer, de hacerle evidente su condición de cero a la izquierda. Tanta gente que fluye, que se enquista, que maniobra a su alrededor. Toda esa gente.

Los mismos de siempre. Los que no piden permiso ni dan tregua. Los que insisten sin parar e insisten e insisten y se revuelven y toman por asalto los lobbys de las Casas de esto, de los Ministerios de lo otro. Tigres de papel de China. Monos que no paran de saltar sobre la misma rama del mismo árbol. Aquellos que van a las actividades. Quienes firman. Los cumplidores. Los equilibristas. Los calculadores de vanguardia. Esa gente destacada.

La primera mujer que lo dejó, fundamentando una tradición a la que ya no puede sustraerse. Su segunda mujer. Su dormitorio. Su tercer y último par de mocasines. El perro de su madre. Su biblioteca. El perro que apesta y mea y ladra y roe y brinca y defeca y se restriega contra él continuamente, y pertenece a su madre. Las horas que pasa frente al mar. El perro que una vez envenenó y se le aparece en sueños, con exasperante mansedumbre. El perro que no consiguió matar. Las sobrinas del carnicero. Su propia sobrina divorciada.

El libro que nunca termina de escribir, sobre el que siempre vuelve, y regresa, y se inclina ceremonioso, consternado. La obra que lo obsesiona, la historia que lo redimirá, la novela revolucionaria. El libro en el que cuenta lo que le pasa. Lo solo que se siente. Lo mucho que la mediocridad lo cerca, como un ejército muy bien apertrechado. Toda esa gente armada hasta los dientes, sus ambiciones, antifaces, desconstrucciones, sangre fría, alabanzas, parientes, sonrisas de circunstancia. Toda esa turba esgrimiendo sus viajes, sus trofeos, sus anécdotas, su mal gusto, sus novias autóctonas o foráneas. Los ojos por los que se pasea como una brizna de nada.

Los agitadores. Los decididos a arribar al momento y el lugar adecuados. Esa mafia que publica. Que tiene vacaciones. Que no tiene talento ni estómago ni madre ni falta que le hace. Su madre aconsejándolo contra la puerta del cuarto de baño. Junto a él en la foto de la boda, aconsejándolo. En la foto de la graduación, aconsejándolo. En la foto del bautizo, aconsejándolo. Las calles por las que se extravía como un tigre en cautiverio. Sus fobias. Sus pesadillas. La mujer de la mujer del carnicero. Esos mismos que siempre, desde siempre, lo ningunean.

Él mismo nuevamente ante el espejo, nuevamente ante su rostro. Preguntándose por enésima vez por qué todo sigue igual, por qué siempre pasa lo mismo. Qué le pasa a esa gente. Qué le pasa.

Cortesía http://www.letrademolde.com/



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El Reducto que los ingleses se negaron a canjear por la Florida

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Autor: Armando Añel

Armando Añel

Escritor, periodista y editor. Reside en Miami, Florida.
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