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La Columna de Ramón

Carta a Armando Oréfiche

'Usted vio que lo más suave que le esperaba era dirigir un combo en las UMAP y se fue a morir tranquilo junto al Atlántico'.

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No sabe cuánto he pensado en usted. Y en estos casos, lo importante no es "cuánto", sino que pensé. A lo mejor usted era de los que no les importaba que pensaban, y hago el papelazo, pero me da lo mismo, porque si lo mira bien a pesar de sus grandes espejuelos, hay unas cuantas coincidencias entre su carrera —que debía decirse "sus carreras"— y la mía o mías. Y le digo todo esto para que arme la rumba. A uno de nuestros más grandes y desconocidos músicos debía alegrarle que alguien piense mucho en él. Ahora sabe que he pensado algunas veces en usted.

Hoy, que se nos ha ido para siempre, me he sorprendido un par de veces pensando en usted, y todo lo que ha significado en nuestra cultura. En realidad me vino a la mente en una ocasión, y tampoco tengo muy claro eso de "nuestra cultura". Creo que lo mejor sería centrarme en lo que se le ha ignorado, y en lo poco que tiene que ver con determinada cultura. Para gente de mucha cultura, como yo, tal vez signifique usted algo, pero me da el pálpito de que eso también le resbalaba —era usted muy resbaloso en algunos aspectos—, así que quisiera resaltar cuánto dejó de significar algo en la cultura cubana, pues los que agarraron la sartén por el mando le hicieron a su nombre un signo de menos y lo pegaron al cero. O al revés, le agregaron un cero sin echarlo de menos.

Creo que fue Caetano Veloso el último que me habló de su música. Estábamos Caetano y yo compartiendo amigablemente, y comenzamos a hablar de su obra, y de esa Rumba azul que le ha dado la vuelta al mundo. No recuerdo muy bien lo que dijo el brasileño sobre usted. Estoy seguro de que no dijo nada porque no entiendo el portugués y Caetano se limitaba a cantar su tema desde un casette, y quien empezó a recordarle y a hablar de su vida y obra fui yo, solito, pero estoy seguro que Caetano prestaba muchísima atención.

No sé tampoco cuántas cosas pasaron por mi cabeza en aquel momento. Recuerdo que pasaron dos tojosas, una factura de la luz no pagada de la que me acordé en ese instante —la música es un repulsivo para la memoria— y ciertas valoraciones sobre la infertilidad voluntaria actual en mi país. También comencé a valorar las ventajas y desventajas que tiene el irse al cielo al morir —propuesta turística del cristianismo— en términos profundos, como el grado de aburrimiento que ha tener el cielo, donde uno se va a encontrar con seres que han pecado poco, instalaciones llenas de prohibiciones, y un estado de beatitud parecido a la comemierdería.

Si uno va al cielo, lo más probable es que se encuentre con gente aburrida a la que se le debe dinero, y se deja de conocer a personajes que realmente hicieron cosas muy interesantes por acá abajo. Pienso en Hatuey, por ejemplo, que se negó a hacer ese crucero, aunque lo más interesante de Hatuey no era su hatuendo, sino el olor que le dejaron los españoles tras el horneado. Pienso en usted mismo, que debe haber escogido un destino más caliente, casi Siboney, en homenaje a su maestro y mentor, a quien mentó sin mentolán hasta su postrero día.

Allá arriba, paseando por los senderos nubosos con cara de comegofio, con ese horario estricto que tiene la gente piadosa y decente, me sentiría muy mal. El colmo seria andar vestido siempre de blanco, con lo mal que me queda el color. Y ahora que hablo del color o de la color, tal vez fue usted olvidado a propósito. Nadie estima mucho a un blanco que compusiera rumbas, aunque tuvieran ese santo toque europeo, alejado del toque de santos.

Lo de la infertilidad voluntaria en mi país lo dejaré para otro día. Eso no sucedía en el Paris que conoció usted allá en los fogosos, alegres, y preguerricos años treinta, luego de acudir al llamado del maestro Lecuona para encantar a los españoles en el Teatro Encanto. Era 1932 y Gerardo Machado ejercía un poder autoritario que hoy, en viendo al Machote Cabrio que mangonea en la isla, me da vergüenza llamar dictadura. Usted hizo gala de buen olfato y reunió a aquellos legionarios sin legionela que se llamaban Lecuona Cuban Boys. Dijo boys, y no paró hasta Madrid.

Y eso que Machado obligó a la gente a chocar con la harina con boniato, pero construyó la carretera central que es el mejor entrenamiento para los que aprenden a manejar, con tantas curvas y lazos, sin decir que era la carretera más grande del mundo. Lo mismo hizo con el malecón, sin querer emular con otros malecones. Y con el Capitolio, sin decir que aquello si era un capitolio, y no el bajareque de Roma o el que luego construyeron en Washington imitando el nuestro.


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