Actualizado: 25/04/2024 19:17
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LA COLUMNA DE RAMÓN

Carta a Constantino Ribalaigua

La carta de El Floridita se cumplía más que la constitución socialista, y lo mejor, no discriminaba.

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Estaba preparado también para cumplir, parco, certero, rápido, exacto y, sin embargo, aparentemente derrochador, cualquiera de los 150 cócteles que tenía la carta del establecimiento. Cumplimiento religioso, riguroso, como cuestión de honra. Nada de justificaciones o evasivas al estilo de "la empresa no mandó hoy los limones", o "estamos esperando el hielo".

La carta de El Floridita se cumplía más que la constitución socialista, y lo mejor, no discriminaba. Lo mismo le sonaba usted un Manhattan al parroquiano, que le inventaba un Papa Doble al sediento novelista americano que comenzó a arrimar el hombro por su barra una lejana tarde de los años treinta. Parecía cumplirse allí, en el esquinado local, la máxima martiana de "Con todos y para el bien de todos".

¿Qué había descubierto usted que lo distingue ante mis ojos de actual abstemio? ¿De qué mineral se compone la piedra filosofal sobre la que fundara, como San Pedro el otro negocio, la claridad del suyo, y de paso, destapar esa esencia o voluta que nos puede unir como nación? ¡El Bar! Supo que el bar era el concilio de todas las alegrías y los sinsabores. El sitio perfecto para reunir el agotamiento, la desazón, la euforia, el amor, la victoria y la ruina. Al bar van los hombres a querer ser como creen ser, o a soñar lo que quieren realizar, o a que les miren como desean que les miren a través de los espejos del alcohol. Y en el bar se conversa, se cuentan penas y planes. Se acercan puntos de vista, aunque ya ni se vea o se tenga cara de pescao en tarima. Es el misterio de los planes y los peces.

Y si a un bar lo distingue usted con cosas que estaban por ahí separadas, llorando en su aislamiento, y de ñapa les pone ese invento celestial llamado hielo, en un país donde caen raíles de punta, la magia es total. En el bar no se manda, se solicita. En el bar le sirven, no le imponen. En el bar se pide, no se ordena. ¡Ah, qué Congreso es el Bar! Y usted, mirando y dejando, especializado y especializando, todo sobre productos autóctonos: hielo y ron, el ying y el yang. El equilibrio zen que necesitamos.

¿A dónde van los desaforados luego de gritar, patalear, aullar, correr, alzar pancartas? A un bar, a contarse lo bonito que les quedó ser violentos. ¿Dónde buscan refugio los iluminados, los asesinos, los idiotas, los despechados, los optimistas, los descubridores, los chulos, los filósofos? En un bar, a que el limón les ilumine la garganta y el hielo les renueve la vejiga. Usted no tenía prisa. No salía a buscarlos. Ellos venían. Así halló la fórmula sencilla de aquel brebaje con nombre de playa, que antes bebían los alquimistas descentrados sin precisión científica: le supo dar al Daiquiri ese lujo aparente que todos necesitamos.

Mire usted qué sencillo: una copa helada, hielo que una máquina americana convertía en nieve, ron nacional y limones de su huerto. Todo mecido, acunado, movido, batido en coctelera o en artefacto eléctrico, acompasado, sensual, introduciéndose dentro y fuera de su complemento, para deslumbrar como diamante al ser servido por unas manos limpias, precisas, amables. No costaba trabajo. Sin hablar, sin acogotar, sin agotar al prójimo, le ponía ante los ojos el maná de la paz, la semilla de la modernidad, para que dialogara o soñara.

Hay que estudiar su República, el sitio de convivencia que construyó, lento y constante Constante. Constante y sonante, porque nada es gratis. La copa se paga. Así tiene usted medida de cuánto puede pasarse o contenerse. Para que no se perdiera su memoria hizo imprimir un libro de cócteles, recetas que pasarían de mano en mano.

Formó además, discípulos, que es otra de las bases de un país. Y como colofón, tiene en su sitio natal una calle que lleva su nombre y un párrafo completo en Islas en el golfo, amén de otras recordaciones escritas por aquel cliente grande y colorado que le hacía competencia en la constancia. ¿Qué más pedirle a esta vida, aparte de que no lo molesten a uno con discursos de seis horas, banderitas inútiles y despertares guerreros los domingos?

Habrá que estudiarle a usted siempre, Constantino, si queremos alguna vez enderezar el techo del conuco, y hacer un bar del bajareque, donde quepan desde un barman catalán hasta un escribidor norteamericano. A la sombra de un ala, recostados a la caoba pulida, alrededor de una mesa, bajo una luz amable. Y que después de sonreír o hablar cáscaras de piña, se vayan los contertulios a lo suyo, calabaza calabaza, cada uno pa' su casa, a hacer la vida como cada cual considere. Y que se amanezca sin resaca.

Muy floridano y gran admirante,
Ramón


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