Actualizado: 18/04/2024 23:36
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La columna de Ramón

Carta a Mariana Grajales

Cuando nacieron sus hijos con Marcos fue la primera vez que se inscribió en la isla el nombre de esa corporación conocida como los Maceitos.

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Desaparecido Regüeiferos del cuento, quedose usted sola, a cargo de los cuatro cuarterones, hasta que la providencia, que desde entonces suele venir de Venezuela, le trajo al pie de la colombina al abnegado, apuesto, recto, viril y mostachudo venezolano Marcos Maceo. Es como decir que Marcos cayó redondo en el marco de aquella actividad.

Y como tenía, agregada a las virtudes antes mencionadas, una finca de nueve caballerías en Majaguabo, término de San Luis, se mezclaron lo uterino y lo bucólico, y pudo usted reiniciar la procreación, ejercicio en el que era ya ducha aunque le dieran los resultados mucha lucha. Empezó a disparar mulatos de esa segunda tanda, y los rincones a llenarse, y las literas a ocupar espacio, y el techo a parecer bajito, y las tablas a combarse, que casi hubo que organizar turnos para la siesta.

He ahí uno de los motivos secretos de la posterior participación en la guerra: una hamaca sale más barata que andar sustituyendo colchonetas. Aquella otrora floreciente y cuidada hacienda tuvo una explosión demográfica. Las sillas no alcanzaban y era difícil transitar por aquellas estancias que se fueron llenando de futuros Generales y Coroneles. Era lo más parecido a vivir en el Estado Mayor de la República en Armas.

Y fueron nueve hijos más en esa tanda del terror: Antonio —no pierdan de vista este nombre—, José Marcelino, Rafael, Miguel, Julio, José Tomas, Dominga de la Calzada, Maria Baldomera y Marcos. Fue la primera vez que se inscribió en la isla el nombre de esa corporación conocida como los Maceitos. Agreguemos a eso que su segundo y extranjero cónyuge traía arrastre. Los frutos de un primer matrimonio eran otros seis, así que ni los platos alcanzaban ni usted podia desarrimarse de los calderos.

Podría pensarse que la densidad poblacional relajó las normas de convivencia, como es común ahora en cualquier ciudadela que se precie, pero no. Marcos y usted eran rígidos sin llegar a dogmáticos; rectos sin ser demasiado geométricos; autoritarios sin parecer secretarios del partido y familiares sin que se confundiera con una Oficoda cubana.

Criaron decentemente al batallón de muchachos, o, como dice algún sabihondo de la historiografía oficial y humorística de mi país: "educados en los más altos valores". Tal vez por ello cobra sentido distinto la frase que la hizo famosa cuando llevaron herido a Antonio —no perder a este hombre de vista— y usted le soltó a Marcos, el benjamín, el tan manoseado "y tú, empínate".

Y en eso llego el año de 1868. Comenzó la guerra de los Diez Años, que fue una guerra larga, como de una década, y entonces yo decidí parar de escribirle para reflexionar mejor, y abundar en la siguiente carta los motivos de mi desacuerdo con que me la impongan como madre nacional a la cañona.

Hasta entonces, y en la manigua de Mayajigua, redentor e irredento, Ramón.


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