Carta al tractor Piccolino
¿Qué genio te llevó a la Isla para aclimatarte como ave endémica? ¿Sería el mismo cerebro malvado que adquirió aquellas barredoras de nieve que no han podido usarse aún?
Ahora viene lo bueno, así que recomiendo tomarse algún fármaco tranquilizante: "El lunes el Cordón de La Habana recibirá 110 tractores piccolinos. Son esos tractores pequeñitos, italianos, con ruedas de goma, que se meten por el ojo de una aguja (APLAUSOS). Se enviarán también algunas cantidades ya a Pinar del Río y a Isla de Pinos. El batallón de compañeros que integrarán ese batallón de maquinarias, que ha estado estudiando en la escuela organizada por el Partido, recibirán el lunes sus 110 máquinas, y apenas las condiciones del tiempo lo permitan un poco empezarán a trabajar. Los Bolgars, que son los de estera, marca de Bulgaria, irán todos a la caña. Esos tractores muy maniobrables podrán mantener todo el Cordón limpio, las calles; siempre habrá algún trabajo en el hilo".
Pero hay mas. Donde se demuestra fehacientemente el desgarro de moropo del Orador es en esta pública y profunda explicación: "Estamos ideando determinadas distancias para que las máquinas puedan atravesar no sólo a lo largo sino también por lo ancho, cruzar en dos direcciones. De manera que una gran parte de lo del hilo también lo limpien estas máquinas".
Cualquier siquiatra del mundo —no se precisa ser argentino para ello— encontraría razones más que suficientes para una larga terapia con el autor de las anteriores palabras. Si se entera que las pronuncio un jefe de Estado, de seguro recomendaría el encierro en alguna institución dedicada a reconstruir el tejido esponjoso de esa tripa que existe bajo el cabello... Pero nadie se ha atrevido. Lástima.
Todos saben que aquel plan fracaso. Y los anteriores. Y los siguientes. Y Él no quiso hablar nunca más de tractores. Perdón, no quiso que hablaran más sus detractores.
Qué felices habríamos sido si en vez de usarte en el desyerbe de aquel Cordón nada umbilical te hubieran puesto al servicio de la infancia. Cuántos campeones de velocidad no se habrían dado gracias a tu simpática dimensión, rodando por parques y jardines. Qué rostros sonrientes tendrían nuestros padres en sus campesinos rostros, cargando su piccolino bajo el brazo para subirlo al bohío aéreo de esos cajones de microbrigadas donde se suponía que viviéramos, dichosos y mecanizados.
Cierro los ojos y siento tu run run. Un zumbido. Ese zumbido que nos metió en el cerebro para siempre el Zumbado. Y no hablo de Héctor el gran humorista. Ahora mismo no sé si el ruido es de tu motor o de esa lancha con la que la gente se aleja del surco interminable que les asignaron para llegar a ninguna parte.
Hoy que te supongo chatarra, convertido, gracias a ese don de la inventiva y la gracia con la que el cubano se divierte en la miseria, en palangana o tornillo de grúa, me duele lo que no pudiste hacer en la prometida agricultura mecanizada de una isla, que es azotada igualmente por ciclones desaforados que por ideas invencibles y desaforadas, surgidas en la hernia cerebral de un solo hombre. Pobre piccolino que ni siquiera serviste de nombre para algún niño guantanamero.
Con la calma que dan los años, y la sabiduría que otorga el habérsela dejado en la mano al Inventor en Jefe, me he replanteado la historia de mi país. Es un replanteamiento jaba, una reorganización del análisis, donde pongo, en primer lugar, los puntos sobre las íes y las eses, sobre todo fecales, en las oraciones. Me aterra la idea de que el gobierno quiso que fuéramos los niños quienes nos dedicáramos a las tareas agrícolas. Ninguna otra razón explica que te importaran sin que importaran otros gastos. Una república infantil. Liliput en el Caribe. Gulliver para creer. Hubiera sido hermoso: un país de gente bajita y alegre, aunque no tuviéramos equipo de baloncesto.
Y al final también se perdieron las lasagnas.
Surcando otro surco, Ramón il Piccolo
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