Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Mito, Apostol, Martí

El oráculo Martí

Citar a Martí era y es el mejor tapaboca

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“Apóstol de Cuba”, “Santo de América”, “Asceta de la Patria”, “Místico del Deber”, “Moisés Americano” y hasta “Cristo Cubano”, los numerosos epítetos que le dedicaron a Martí con profusión entusiasta, sepultaron rápidamente su verdadera esencia humana, débil y falible como cualquier otra. Se le asumió o lo impusieron como algo incontestable, y resultó hasta de utilidad; tanto, que cuando alguna discusión amenazaba extenderse y con riesgo de derrota, un opinante hábil podía emplear mañosa y arteramente para cerrar la misma a su favor con uno de sus pensamientos como verdad revelada: “Como dijo Martí…” Y es que cuando Él hablaba por la boca de otros, los demás callaban y asentían, resignados y obedientes. Esto lo percibieron y aprovecharon muy tempranamente los políticos insulares. Citar a Martí era y es el mejor tapaboca, la cláusula hermética de cualquier discusión, porque “habló el Oráculo”.

Los sacerdotes del templo de Delfos, cuenta James George Frazer en La rama dorada, masticaban hojas de laurel —con cierto contenido de alucinante arsénico— e inhalaban los vapores sulfurosos que brotaban por una grieta desde las entrañas del templo, para caer en un estado de conciencia alterada, lo cual les permitía emitir “profecías”, que eran frases o palabras, confusas e inconexas, sibilinas y enigmáticas, que luego los intérpretes o sacerdotes debían traducir para los vulgares consultantes. Esto ofrece la prueba que desde siempre entre el oráculo y el devoto han mediado los exégetas, con sus intereses propios. Así, con esa intervención, lo más espeso se convertía en claro y lo más ilógico en profético. La anfibología y la polisemia ayudaban mucho en esto, así como el equívoco y la oscuridad. Aplicando esto, Martí fue moldeado como nuestro Augur Mayor. Él es el objeto de nuestra bibliomancia: es el Aleph supremo de los cubanos. Como los antiguos sacerdotes de Apolo, masticamos los laureles de su corona y aspiramos los vapores de su mausoleo para caer en trance patriótico.

Con los textos de Martí sucede como con el Talmud, el Corán, la Torah y la Biblia entre algunas denominaciones cristianas: se abre por cualquier lugar buscando consejo o inspiración, y se fija una frase para iluminar el presente. Esa práctica adivinatoria es tan antigua como otras supercherías, pero aún funciona. El Sefirot martiano tiene para todas las necesidades, gustos, intereses y motivaciones. Porque lo que define no es el texto, sino la mirada sobre él. Martí es, pues, la Palabra Revelada y el Verbo Encarnado, pues la misma Cuba en persona se le presentó dentro de una manigua en llamas, y en la cumbre del Turquino le confió sus tablas, y desde entonces habla por su boca: es su Voz. Los fundamentalistas dicen: No hay más patria que Cuba y Martí es su Profeta.

Un “pensamiento martiano” tiene el peso, la autoridad irrebatible y contundente de una sura o una aleya, como un versículo bíblico, porque su autor es al mismo tiempo taumaturgo y pontifex maximus. Sus frases se repiten como mantras para alcanzar el nirvana patriótico. Y sobre todo, tienen un carácter apocalíptico en su doble acepción: como revelación y como purificación por la destrucción. Sus Obras Completas son la deontología integral y total del cubano. Martí es el orfebre de la palabra, y el gambusino del pensamiento, pero también alquimista de la historia, ingeniero de la nación, estrategos de la nacionalidad, y padre de la patria; mas esa paternidad es transferible y opera por contagio, y algunos hasta se arrogan el privilegio de que “les baje Martí” en el cuarto fambá de la nación, y entonces hable también por sus bocas. Ese rito colectivo derivó hasta invocaciones, brindis y misas martianas, celebrados con toda solemnidad.

Martí es también el homúnculo del que brota Paracelso, para sentarse a escribir la historia, después de trazarla. Es a la vez la piedra filosofal, miliar y angular de la cubanidad: que mueva esas piedras sólo quien esté limpio de todo pecado antimartiano. Su lema supremo es: Noli me tangere. Nunca hay que hundir el dedo en la llaga de su costado para aceptar su divinidad. Su verbo encendido es nuestro Zohar, pero de tanto deglutirlo y consumirlo, también se nos ha condensado en las entrañas, y es la piedra Bezoar que los cubanos llevamos dentro, y nos protege de todos los venenos del malvado mundo. Es el arúspice indiscutible que señala el único camino cierto e invariable de la patria. Cuba vive sólo bajo el signo de Martí, el más omnímodo del Zodíaco ideológico. Sus textos son nuestra Cábala: objeto de consulta y veneración, nunca de cuestionamiento. Sus contemporáneos en su mayor parte lo despreciaron o ignoraron, pero nosotros sus extemporáneos estamos condenados a seguirlo. Todos somos inoculados con el virus martiano, una especie de droga legalizada que viene al nacer junto con la vacuna para el sarampión. Estamos tan sobreideologizados, que esto ha provocado la saturación: ya no nos cabe ni un mililitro más de Martí; como ha dicho Rolando Sánchez Mejías en alguna de sus Historias de Olmo: los cubanos “están llenos de contenido patrio”.

Quizás por todo lo anterior, privarse de Martí y ponerlo a escala humana sea aún para muchos cubanos, más que una herejía, una emasculación.

Martí tiene frases para todo, como la Biblia. En una obra tan vasta como la suya es normal que suceda esto, pero no lo es tanto que todo lo suyo se acepte como verdad indisputable, cual si fuera Palabra de Dios. Pero se explica porque Martí ha sido la religión oficial de Cuba desde hace muchos años. Al morir víctima de una desdichada torpeza, era casi menos que un apestado, rechazado y menospreciado por los generales, quienes apenas lo toleraron por ser sólo un civil. Por los españoles era visto como un traidor a sus raíces y su formación. Estuvo en el medio de tirios y troyanos: unos le decían “Capitán Araña”, y otros “Pepe Ginebrita”. En realidad, por su carácter, tenía de cubano lo mismo que un ornitorrinco: su mejor amigo desde la infancia, Fermín Valdés Domínguez, se burlaba cariñosamente de él por su solemnidad extrema, su invencible tremendismo y su acartonado sentido trágico de la vida.

Una vez que descubrieron el rico filón, la inagotable mina polisémica de su obra, todos echaron mano de él, pero lo peor es que desde el poder han impuesto su pensamiento como ejemplo de vida perfecta y línea de conducta indeclinable. Desde muy temprano, Martí fue un saco de donde surtirse ampliamente por los políticos y ciertos intelectuales.

Pero cuando más descarnada y descaradamente se ha manipulado a Martí ha sido sin dudas durante el castrismo, desde su mismo embrión, con la sangrienta asonada fallida del Cuartel Moncada. Cada acto, cada discurso de Castro estuvo respaldado por algún “pensamiento” martiano, traído a oportuna colación. El colmo fue que, al explotar la Fuga de Mariel, cuando más de 120 mil cubanos escaparon de la cárcel insular, el gobierno colocó carteles por numerosos sitios con una frase de Martí “hecha” para la ocasión: “Hay que cargar los barcos de esos insectos dañinos, que le roen el hueso a la patria que los nutre”. El Apóstol, renacido, le bajó y se encarnó como uno más de los vociferantes que frente a la Embajada del Perú en La Habana gritaban: “¡Qué se vaya la escoria! ¡El que no salte es gusano!”

Todos hemos sido víctimas de esto. Quizás los cubanos más jóvenes, con otro pensamiento, logren algún día desembarazarse de ese peso, para intentar otra república futura, porque aquella con la que soñó Martí ha sido y es un fracaso rotundo, a pesar de su inspiración y omnipresencia. Y quizás lo ha sido por eso mismo, por estar bajo una estrella que, en verdad, ilumina poco, pero mata muy bien.