Actualizado: 01/05/2024 21:49
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Barbarie, Testimonio, Independencia

Sobrevivir a la crueldad y la barbarie

Un estremecedor testimonio rescata un execrable crimen cometido durante una de nuestras guerras de independencia. Su autor, entonces un niño de seis años, fue el único sobreviviente y testigo de la abominable masacre

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Las guerras de independencia que libró Cuba para dejar de ser colonia de España generaron una considerable cifra de obras testimoniales, que han sido agrupadas bajo el rótulo general de literatura de campaña. La lista incluye diarios, memorias, relatos de acciones militares, epistolarios. Incluso hay investigadores que incorporan los textos poéticos, atendiendo a que en esa etapa se publicó la antología Los poetas de la guerra (1893). En el prólogo que redactó para presentarla, José Martí les da la razón, al expresar que “su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal, a veces, pero solo pedantes y bribones se lo echarán en cara, porque morían bien. Las rimas eran allí hombres: dos que caían juntos eran sublime dístico; el acento, cauto o arrebatado, estaba en los cascos de la caballería”.

Al referirse a esos textos, Leah Bonnín ha comentado que se trata de “una expresión literaria que, urgida por las circunstancias, se dibujaba en papeles de barro por las mismas manos que empuñaban la espada. Su contenido está traspasado por la voluntad de ser nación, país y patria, y por la oposición a los valores procedentes de la metrópoli española”. Y agrega que esas obras inauguran “una manera de crear literatura que orienta la mirada hacia la memoria inmediata y circunstancial, hacia los sucesos bélicos y hacia los testigos y protagonistas anónimos de los hechos históricos. La necesidad de registrar los acontecimientos vividos, la variedad formal y significativa, la vinculación estrecha con una historia marginal que se acerca a la visión singular de los protagonistas, la inclusión de documentos, anotaciones y notas a pie de página son elementos que dibujan su rostro formal”.

Una característica común que comparten muchos de esos textos es que los que los redactaron fueron protagonistas de los propios hechos que relatan. Asimismo y a excepción de unos pocos, quienes los firman no eran autores propiamente dichos, sino hombres de acción que tomaron parte en nuestras guerras de independencia. Una prueba de su falta de pretensiones, lo es el hecho de que varias de esas obras no fueron concebidas para que viesen la luz de inmediato. Pero su indudable valor testimonial hizo que años después se dieran a conocer.

A esa lista pertenecen, entre otros títulos, El 27 de noviembre y Diario del soldado, de Fermín Valdés Domínguez, La revolución de Yara, de Fernando Figueredo, A pie y descalzo, de Ramón Roa, Desde Yara hasta el Zanjón, de Enrique Collazo, Diario de campaña, de José Eduardo Rosell Malpica, Crónicas de la guerra, de José Miró Argenter, Mi diario de la guerra, de Bernabé Boza, Diario de campaña 1868-1899, de Máximo Gómez, y Episodios de la revolución cubana, de Manuel de la Cruz, quien aportó una mirada exterior. Entre los de mayor valor literario, está el Diario de campaña, de José Martí.

Rapiña y violencia que no reconocen límites

El estremecedor testimonio El 6 de enero de 1871, recientemente recuperado por la Editorial Verbum, no tiene, sin embargo, relación alguna con cualquiera de las obras de nuestra literatura de campaña. No relata combates ni hazañas bélicas. Tampoco recoge acciones heroicas que deben plasmarse en el papel para que no se pierdan en el olvido. Narra, por el contrario, un hecho que demuestra la crueldad, la barbarie y el ensañamiento a los que pueden llegar algunos seres humanos. Como expresó Carlos Manuel de Céspedes, en la enérgica protesta que dirigió al Gobierno Supremo de España, el horror que producen crímenes como el que aquí se cuenta los haría parecer casi increíbles, “si no se tuviera en cuenta la desmoralización de un ejército acostumbrado a una rapiña y violencia que no reconocen límites”.

El mismo año en el que se produjo en La Habana el vil asesinato de los siete estudiantes de medicina, tuvo lugar la tragedia que se cuenta en el libro. Al caer la noche, dos soldados españoles invadieron el modesto bohío de la familia Loret de Mola, situado en medio de las sabanas camagüeyanas de Magarabomba. Robaron todo lo que encontraron de valor: alhajas, dinero. Después mataron a machetazos a sus indefensos habitantes, dos mujeres, Mercedes y Juana Mora, y tres niños, Adriana, Mercedes y Manuel. No satisfecho aún su sadismo, le prendieron fuego a la casa con los cadáveres dentro. Un niño de seis años logró escapar y fue el único sobreviviente y testigo de la abominable masacre. Pasó dos días errando por el monte, desfallecido por el hambre, la sed y el cansancio. Se encontró con un negro, a quien narró lo ocurrido. Este le dio un trozo de calabaza asada y lo llevó a la finca El Chorrillo, donde se encontraba su padre.

Aquel niño era Melchor Loret de Mola y Mora (Camagüey, 1865-1903). Pertenecía a una familia de patriotas camagüeyanos, varios de los cuales se destacaron por sus hazañas en las dos guerras de independencia. Uno de ellos fue Enrique Loret de Mola (1841-1915), quien fue ayudante y hombre de confianza del Mayor General Ignacio Agramonte y Loynaz. Asimismo, tomó parte en el rescate de Julio Sanguily, así como en todas las batallas libradas por Agramonte. Tras la muerte de este, sirvió bajo las órdenes del Mayor General Máximo Gómez. El propio Melchor Loret de Mola y Mora se incorporó al ejército mambí en de 1895. Participó en numerosos combates y recibió una herida de bala en el de Juan Criollo, Las Villas, en febrero de 1897. Fue capitán, comandante y al licenciarse en 1898 era coronel.

Veintidós años después de la tragedia que se llevó la vida de su madre y sus tres hermanos, Melchor decidió plasmar sobre el papel aquel crimen. Como él explica, una de las razones que lo animó a hacerlo fue la publicación de un relato sobre lo ocurrido la noche del 6 de enero de 1871, que no se ajustaba a la verdad, al punto de que resultaba irreconocible. Otra motivación fue que ningún escritor o periodista se interesó en tomarle su testimonio. Todo eso acabó por convencerlo, y aunque reconocía su insuficiencia para esa labor, se sentó a redactar sus dolorosos recuerdos. Quedaron recogidos en este libro que él presenta con estas palabras: “Un doloroso relato íntimo, escrito por quien no tiene más título que el haber sido testigo presencial e inspirarse en la verdad y el sentimiento más puro, sin un átomo de vanidosas pretensiones literarias”.

Devino terrible acusador del oprobioso régimen

Melchor Loret de Mola, ya se encarga él de advertírnoslo, no era escritor, y al redactar El 6 de enero de 1871 no lo movía ninguna aspiración de serlo. Pero como ha hecho notar Diana Iznaga, al rememorar dos décadas después la tragedia familiar “las violentas emociones de antaño se desencadenan nuevamente y, al relatarlas, la palabra se tornó poderosa, elocuente, y se convirtió en terrible acusador del oprobioso régimen que engendró tan monstruosos crímenes”.

Esa falta de experiencia profesional no le impide narrar con fluidez y organizar su relato de modo que hay un aumento progresivo de la intensidad dramática. Es de resaltar también el cambio de la primera a la tercera persona, que adopta cuando pasa a contar sus vivencias como sobreviviente. Otro aspecto que denota inteligencia es el de atenerse en todo momento a describir estrictamente lo que él presenció. Por eso se limita a resumir la entrevista de su madre con el coronel Acosta.

Melchor Loret de Mola nunca deja de denunciar tanto a los responsables directos del crimen como a aquellos que quisieron negarlo o atribuirlo a los mambises. Se refiere, asimismo, al Conde de Valmeseda, cuyo paso por Cuba fue tan funesto, quien consiguió que los dos soldados no fueran acusados. Pero entre los propios españoles, el sangriento suceso provocó indignación. En el sexto capítulo del libro, su autor narra el trato que él y su primo Alejandro recibieron de un batallón de soldados, a cuyo frente estaba un oficial que, como él escribe, no se dejó contaminar por la atmósfera de infamia y vilezas reinantes, y buscó la gloria y el engrandecimiento de su patria exclusivamente en los campos de batalla. Quedó profundamente conmovido al escuchar el testimonio oral del único sobreviviente y se ocupó de que este recibiera asistencia sanitaria. Igual trato recibieron Melchor y Alejandro de los soldados españoles, que formaron entre todos una colecta y entregaron el dinero reunido a su jefe para que se lo entregara a quien perdió a su madre y sus hermanos.

El 6 de enero de 1893, día cuando se cumplieron veintidós años de aquel trágico suceso, Melchor Loret de Mola finalizó la introducción de este libro, donde quiso dejar recogido para la historia el atroz crimen que le tocó presenciar. Lo hizo en un texto estremecedor y redactarlo debió haber resultado para él algo muy doloroso y desgarrador. La experiencia vivida por él aquella noche es de las que dejan una secuela traumática que una persona difícilmente logra superar. Él nunca lo consiguió y el 27 de abril de 1903 se suicidó arrojándose al mar.

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