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Martí, Teatro, Literatura cubana

“Abdala”: el vuelo de Ícaro

Una lectura de esta obra de José Martí, que se extiende desde sus orígenes dramáticos hasta la conceptualización del ser martiano, en su época y en nuestros días

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En este momento de cambio de giro (según dicen), de caras y caretas, de esperanza y desolación, de cizañas y zancadillas, de gran teatro, decidí perder mi tiempo escribiendo un libro, Del Areito a la Independencia: claves literarias del teatro cubano colonial, en el cual reúno ensayos publicados e inéditos, uno más en la larga lista de unos veinte libros que he publicado desde la fecha de mi exilio el 27 de noviembre de 1961. Aunque Abdala, a estas alturas pudiera lucir fuera de lugar, siempre puede actualizarse, porque “morir por la patria es vivir”, aunque muchos cubanos, hay que reconocerlo, prefieren no arriesgar la tira del pellejo.

Entre la independencia y la libertad

Amor con amor se paga (1875) es una muestra refrescante de la habilidad de Martí como comediógrafo y los logros que hubiera podido obtener si se hubiera dedicado al género dramático, en lugar de haber dado su vida por la libertad de Cuba. He escrito y borrado la palabra libertad varias veces, poniendo independencia en su lugar, pensando que era más razonable, pero a la verdad no hemos tenido ni la una ni la otra.

Rine Leal coloca Abdala dentro del marco de teatro mambí donde incluye otras piezas de este género en torno al cual realiza documentadas investigaciones que incluyen obras de Luis García Pérez (El Grito de Yara), Francisco Javier Balmaseda (Carlos Manuel de Céspedes), Francisco Víctor y Valdés (Dos cuadros de la insurrección cubana), Francisco Sellén (Hatuey) y Félix Zahonet (Los fosos de Weyler o La concentración), entre las cuales Abdala luce que estuviera algo empequeñecida con un coro que no le va. Sobre el teatro mambí, en Breve historia del teatro cubano, indica Leal que “nuestro teatro se hizo militante, épico, político, y pagó su saldo a la independencia. La escena se llenó de soldados, esclavos liberados y sacrificadas heroínas, banderas y consignas, y penetró audazmente en la historia, representando a personajes reales de Martí y Céspedes” (65). Pero Abdala es mucho más que eso.

Entre todos sus comentarios, el más importante es que al referirse a Abdala, Leal destaca un punto significativo que ha sido pasado por alto por la crítica, incluyéndome a mí: “Lo que interesa advertir es un detalle que ha pasado inadvertido a nuestros críticos: el héroe dramático, por primera vez es un africano. Al retrato rubio y clásico de irlandeses, griegos y polacos, se unirá el etíope Abdala, y de esta forma Martí pone su fe en el negro como clave en el problema colonial, una de las constantes de su pensamiento político” (18). En realidad es una clave importantísima, ya que lo que hace Martí no es un blancamiento del negro, sin destacar el color de nuestra piel y sin caer en la tipificación afrocubana, que es en el fondo distanciadora, sino indicando sencillamente que la acción tiene lugar en Nubia, no en la manigua cubana: un espacio tal que no existía para nadie, inclusive sin raza que no había sido imaginado todavía. Llegaba a un minimalismo absoluto, total, anticipándose a todo teatro, quizás porque fuera el teatro de la muerte, en el cual no somos ni negros ni blancos.

Ser para la muerte

De todas formas, Abdala se impone a un nivel más profundo, porque con Abdala pasa lo inusitado. Algo que no ha hecho jamás ningún dramaturgo. Posiblemente ningún escritor. Y no me refiero solamente a un escritor cubano. Quizás, puede, no sé, algún poeta. Es decir: convertirse en la obra, ser el texto. La propuesta es tan absoluta, que la vida es el teatro, apresadas, como si la una no pudiera desprenderse de la otra. Claro que un escritor legítimo lo hace todos los días. Es decir, volverse la criatura que escribe, ser el personaje, porque la escritura no puede llevarse cabalmente a efecto sin que esa transferencia, esa transfusión de sangre, tenga lugar. Pero no es lo mismo hacerse una transfusión de sangre que pegarse un tiro en la sien. Hay que partir naturalmente de un hecho. A Martí no lo mató nadie. Cuando se montó en el caballo, ya cargaba el rifle que lo iba a matar, porque es el caso más absoluto de ser para la muerte, volitivamente, desde que era un adolescente. Esta metafísica de Abdala, que escénicamente tiene importancia relativa, la convierte en la obra más importante del teatro cubano y toda comparación es superflua.

Quizás su discípulo más cercano, Carlos Ripoll, que se pegó un tiro, también escribiera una obra (todos sus ensayos martianos, todas sus investigaciones sobre él), que lo convierten en el ser de su propia obra, en un pistoletazo, en una bala, pero las distancias históricas, siendo Martí el Apóstol de la Independencia de Cuba, crea un inevitable distanciamiento, ya que Martí es ser para la muerte. Ni siquiera Caravaggio, cuando firma con su propia sangre la decapitación de San Juan Bautista, o cuando decapita a Goliath, es el cuadro. Shakespeare no es ni Hamlet, ni Macbeth, ni Otelo. Ellos tienen vida independiente. Son sus personajes. Abdala es Martí. Es ser para la muerte.

Martí empieza a escribirse a los diecisiete años cuando se publica la obra en el único número de La Patria Libre, el 23 de octubre de 1869. Abdala es una pieza brevísima que, precisamente por sus limitaciones dramáticas, resulta más significativa todavía. Como si el autor no tuviera ni hora ni tiempo para hacer teatro. En los momentos de profunda crisis política surge frecuentemente la producción literaria de carácter patriótico en el cual el patriota pugna con el artista, si es que lo hay, el cual frecuentemente queda derrotado. Ahí está El Laúd del Desterrado, que es una llaga supurante. Los procesos históricos tienden a repetir estos fenómenos de carácter patriótico-literario. Esto es particularmente cierto en la trayectoria histórico-literaria cubana, e inclusive hasta buenos escritores salen más inflados de la cuenta, para después desinflarse. O los inflan de un lado y lo desinflan del otro sin el menor criterio interpretativo y de una forma francamente bochornosa. El texto se convierte en un absoluto desastre. Pero este no es el caso de Abdala que supera toda limitación. El patriota se cree en la obligación de exponer su ideario por encima de todo. Por consiguiente, Abdala es un caso representativo que repercute en el pensamiento cubano hasta el día de hoy. Bueno, creo yo, supongo y espero, porque a lo mejor estoy diciendo un disparate.

Practicando el distanciamiento diré que Abdala obra juvenil, apasionada, comprometida políticamente con la causa de la libertad de Cuba, creada por Martí en los momentos en los cuales se inicia la Guerra de los Diez Años, el producto de esta convivencia histórico-literaria. Martí creaba en el ámbito del compromiso, y cuando no lo hacía, como en el caso de Amor con amor se paga, que es decididamente otra cosa, un paso de baile, un minuet exquisito, se creía en la obligación de justificarse. Con Abdala no tiene que hacer tal cosa, aunque hubiera podido hacerlo con respecto a sus limitaciones teatrales, pero con una posición tan definida respecto al compromiso ideológico, ninguna excusa técnica le pasaría por la cabeza.

Vigencia fílmico teatral y dinámica lírica

Dramáticamente, Abdala es muy simple, escueta y hasta esquemática. La situación queda planteada desde el principio, con la llegada del Senador, de una forma directa, en relación con un conquistador que no entra en escena; pero la dramaticidad del verso impacta de una forma vibrante, de una poesía épica que no se había dado en la escena cubana antes de que Martí la escribiera y creo que tampoco después, aunque estas afirmaciones tan abarcadoras son siempre peligrosas.

SENADOR:
Noble caudillo: a nuestro pueblo llega
feroz conquistador: necio amenaza
si a su fuerza y poder le resistimos
en polvo convertir nuestras murallas.
Fiero pinta a su ejército que monta
nobles corceles de la raza arábiga;
inmensa gente al opresor auxilia,
y tan alto es el número de lanzas
que el enemigo cuenta, que a su vista
la fuerza tiembla y el valor se espanta:
tantas sus tiendas son, noble caudillo,
que a la llanura llegan inmediata,
y del rudo opresor ¡oh Abdala ilustre!
es tanta la fiereza y arrogancia
que envió un emisario reclamando
rindiese fuego y aire, tierra y agua! (454)

El vigor del texto dramatiza la situación de modo absoluto con un feroz conquistador que no entra en escena pero si en la intensidad del mensaje, entre panorámicas y primeros planos, que se amplían gradualmente de las murallas a las tiendas de campaña, a los corceles y a las lanzas, logrando una plasticidad no sólo teatral, sino más bien cinematográfica, como si fuera Sergei Eisenstein filmando Iván el Terrible. La reacción inmediata de Abdala no se queda atrás y la caracterización del personaje precipita la acción (“Hay un héroe por veinte de sus lanzas”, 454), que de nuevo parece detenerse ante la inminencia del peligro: “¡Ya tiene a los nubios en el campo!/ ¡Ya en nuestra puerta nos coloca guardias!” (455); lo cual determina de inmediato la acción de Abdala que ya queda precisada apenas una página después, con sentido teatral de parte de Martí. Estos movimientos del texto marcan el ritmo de la acción, como si cualquier espera detuviera la obra, y por consiguiente lo detuviera a él, en el papel de Abdala, en el cumplimiento de su destino histórico. Desde la segunda escena la decisión está tomada y el destino no sólo el de Abdala, sino el de Martí, queda fijado para siempre:

ABDALA:
¡Por fin potente mi robusto brazo
puede blandir la dura cimatarra
y mi noble corcel volar ya puede
ligero entre el fragor de la batalla!
¡Por fin mi frente se orlará de gloria;
seré quien libre a mi angustiada patria,
y quien lo arranque al opresor el pueblo
que empieza a destrozar entre sus garras!
¡Y el vil tirano que amenaza a Nubia
perdón y vida implorará a mis plantas!
¡Y la gente cobarde que lo ayuda
a nuestro esfuerzo gemirá espantada! (456)

La activa del monólogo está dada en vivo por el brazo del protagonista, la acción precisa de blandir la cimatarra y disponerse a partir. La dinámica de los verbos y la gestualización (que es casi una didascalia) dejan muestra de la potencialidad dramática del autor. La transición hacia la liberación, como si la acción se estuviera desarrollando en escena, con la específica derrota del tirano, lleva a una visión panorámica de la “gente cobarde” que “gemirá espantada”. La absoluta visualización de Abdala y la seguridad del triunfo que su frente “orlará de gloria” se impone en primer plano. La excelente versificación conjuga tres elementos esenciales en el soliloquio: la poesía, el teatro y el cine, ya que la visualización es fílmica, como si Martí escribiera un guión y dirigiera la escena. Este ritmo es constante y se prolonga hasta el final de la segunda escena. En realidad, la acción enardece al protagonista, que vive lo que dice como si estuviera ocurriendo ante el público que lo oye, que es lo que lo vuelve teatro. Martí elabora un teatro desde un interior en el cual explota una acción que después se exterioriza. En lugar de una narrativa pasiva vista desde fuera, la visualización está ahí, internalizada en el personaje, sin necesidad de materializase. Todo es visual, todo es acción palpable. La narrativa se oculta detrás de las palabras para hacerse teatro. Por otra parte el texto es lo que construye la decisión de Abdala, lo que suma el ímpetu hacia una realización de lo que no se ha realizado todavía, la transición y unificación entre autor y personaje, la inminencia de la acción:

ABDALA:
¡Cuál crece mi valor! ¡Cómo en mis venas
arde la sangre! ¡Cómo me arrebata
este invencible ardor! ¡Cuánto deseo
a la lucha partir! (457)

¿Es Martí? ¿O ya Martí fue cuándo a los dieciséis años tomaba la cimatarra y se lanzaba al campo de batalla? ¿Era Martí a los cuarenta y dos años, cuando destrozado ya por el titánico esfuerzo de su experiencia histórica montaba en el caballo, tomaba el machete y apuntaba contra sí mismo, como si fuera el tiro al blanco, para que le destrozaran el alma? Los cierto es que, cuando la guerra afirma “ya la hora sonó”, la suerte está echada y no hay tiempo para pensarlo dos veces: “ni laures ni coronas necesita/ quién respira valor” (457): más todavía: “¡Y si mueres luchando te concede/ la corona del mártir de la patria!” (457). Es, decididamente, una muerte que se construye escénicamente desde 1869, la cual finalmente encuentra su escenario con el mismo autor y personaje que pone el punto final en 1895.

Masculino-femenino: un parto freudiano

Dentro de este contexto, sobresale Abdala, que es la cubanización alegórica de un patriotismo freudiano. La aparición de Espirta da un nuevo giro dramático a la acción, pero no la detiene, como si se complementara en el papel de Mater Dolorosa, fatídicamente en espera de la muerte del hijo. Dramáticamente hablando, el personaje de la madre, como tal, impone su identidad materna casi con mayúsculas en el destino subconsciente de Abdala. Su “¡Detente, Abdala!” (458) se congela. Y “¡Tu madre soy!” (458) no es suficiente. “¡Soy nubio! El pueblo entero/ por defender su libertad me aguarda!” (458). Pero de igual modo que Martí invoca su identidad nacional como fuerza opositora a la autoridad materna, esta no da marcha atrás. “¡Pues si exige el honor que al campo vuelvas, /tu madre hoy que te detengas manda!” (459) Martí no logra torcer la actitud de la madre, que sigue manteniendo su carácter de tal por encima del concepto patriótico. La razón es sencilla porque el concepto Madre es pre-existente al concepto Patria. El personaje logra así una independencia dramática que le da relieve desde el punto de vista teatral, aunque no funcione en sentido político. El amor materno antecede al amor a la patria, y de ahí la anomalía de todo empeño politizado (frecuentemente masculino) que propone torcerlo. La Madre logra así una independencia dramática que está en relación directa con la maternidad en sí misma. Aunque fuera un traidor, la posición de ella no podría alterarse. Es por ese motivo que la madre no puede reconciliar sus intereses con la Nubia territorial, y desde el momento en el cual Abdala decide liberarse del lazo materno real, ella sabe que otro lazo inevitable, más absorbente y poderoso, lo conducirá a la muerte. La madre sigue siendo Madre por encima de las consignas doctrinales porque el compromiso ideológico planteado por el autor es invención masculina: parto de hombre De ahí que Martí tenga que crear una rivalidad entre esa madre natural, primigenia, umbilical, principio femenino, en contraposición con el concepto Madre Tierra, Patria, que es un proyecto masculino.

También esto tiene que ver con el desnacer unamuniano, ya que no es una vuelta al útero materno que nos dio la vida. “Morir por la patria es vivir” es un parto masculino. El Patriota vuelve al útero en las entrañas mismas de la Madre Tierra, de ahí la lección de una carga de machete, que lo convierte en hecho doblemente masculino por tener lugar mientras monta a caballo machete en mano. Su deshacer unamuniano es una vuelta pacífica al útero materno en las entrañas mismas de la Madre Tierra, machete en mano, y se produce una transferencia freudiana.

Martí más allá de Sartre: ser para la muerte

Obviamente, Martí y Abdala confluyen en este punto, porque Adala es Martí. Esto explica dramáticamente el retorno de Abdala, Martí mismo, herido de muerte, autor y personaje creados para morir. Dramáticamente y psicológicamente representa una ruptura del cordón umbilical que se transfiere a la Madre Tierra: la “matria” enemiga de Espirta, madre de Abdala; lugar donde finalmente se desintegra el hijo, destrozado en un patriotismo freudiano que lo devora.

La brevedad de Abdala la vuelve más efectiva simbólicamente porque produce una síntesis dramática en la cual el autor más importante del teatro nacional, aparece claustrofóbicamente encerrado en el espacio físico y síquico del personaje, que es él mismo. Aunque la presencia y propuesta de la madre, es un giro de la acción que enfrenta a Abdala a fuerzas contrapuestas, y aunque Espirta misma lo evoca con la misma intensidad que el hijo plantea su propia situación, la posición de Abdala es radical y no acepta términos medios. La suma de decisiones tomadas desde el punto y hora que escribió Abdala en 1869 es una decisión total de su ser para la muerte, con el cual se construye, y aunque fracase, es su único modo de convertirse en ser para la vida el 19 de mayo de 1895.

El desplome final de Adala tiene lugar ante la muerte misma, en su propio fracaso de no haber conseguido ni la independencia ni la libertad de Cuba. Queda marcado por el hecho sartreano del ser para la muerte, que es punto final. No obstante este negativismo existencialista donde el mañana se nos escatima, en el morir se hace, porque “morir por la Patria es vivir” y se renace en hacer de todos aquellos que mueren para vivir en el que renacen los que están muertos en los que no se han muerto todavía. El ser para la muerte de Martí es la resurrección del ser para la muerte de los demás.

ABDALA:
Abdala sí, que moribundo vuelve
a arrojarse rendido a vuestras plantas,
para partir después donde no puede
blandir el hierro ni empuñar la lanza. (462)

El punto crucial en este momento es la derrota, que Martí tuerce en un “ser por los demás”, que sustentan la vida y pueden blandir machete y cimatarra:

ABDALA:
La vida de los nobles, madre mía,
es luchar y morir por acatarla,
y si es preciso, con su propio acero
rasgarse, por salvarla, las entrañas. (462)

Y es aquí cuando Martí propone la obligatoriedad del suicidio de la forma más brutal y radical habida y por haber: “rasgarse, por salvarla, las entrañas”. Es la propuesta del callejón sin salida, el reto final del vivir por la muerte misma, que es también en el ser de los demás, al cual Martí traspasa la llama olímpica de la victoria: “¡Luchad! ¡Luchad, oh nubios! ¡Esperanza!”

Es evidente que Abdala es un todo martiano en el cual, dramáticamente, escénicamente, fue capaz de encapsular su propia vida y su propia muerte, entrelazadas la una con la otra. Pero hay que observar cada palabra, el imperativo del “¡Silencio!” (“no vengáis a turbar mi triste calma”) Y después el “quiero oír” del que no oye, que es también la posibilidad del engaño:

ABDALA:
“Oh, qué dulce es morir cuando se muere
luchando audaz por defender la patria!” (462)

El “morir para ser” de Martí, consiste en esa permanencia ambigua y en su posición eminentemente cristiana, de exigirnos el todo por el todo. Como el cristianismo, trasciende a la petición del imposible, más allá todavía del poner la otra mejilla para que nos den la bofetada, que es muy difícil y que pocos “cristianos” cumplen. Nada de reformismo, nada de punto medio. Y sin embargo, porque siempre hay un sin embargo, la posibilidad de un mar de contradicciones también está ahí, en la misma concepción del credo. Pero eso no deja de hacer cuestionable la propuesta del Apóstol de la Independencia de Cuba si el credo no se cumple en toda su tangibilidad física (no metafórica) de “morir por la Patria es vivir”, que es lo que hay detrás de todo esto. De ahí que, para ser martiano de verdad no es suficiente invocarlo, no es suficiente demandar de los demás que sigan su credo, sino que requiere el sacrificio. Esto trasciende la posición hipócrita de los que se quedan comiendo en el banquete: en la Calle Ocho, en Brickell Avenue, en el Doral o en Coconut Grove. Esta coletilla se me ocurre en el aquí y ahora del siglo XXI, donde no faltan muchos descarados que disfrutan el “Patria o Muerte de los otros”. que es la versión socialista del “morir por la patria es vivir”. Se le puede dar la vuelta, y ponerle edulcorantes, pero morir es morirse, e inclusive, como yo hice en el párrafo anterior, darle su metafísica.

La muerte de Martí, que es un suicidio, no es una obra de teatro con un final que escribe un adolescente para que el final tenga lugar en 1895. Desde que escribe Abdala lo sabe y estaba en la obligación ética de sellar su vida con su muerte, como dogma cristológico, porque de otra manera no podía exigir de nosotros lo que estaba pidiendo: como hacen los gacetilleros. A los cubanos, Martí nos dice simple y llanamente que hay que dar la vida por la libertad de Cuba, pero pedirle a alguien que no transija mientras uno no da la vida por Cuba, es sencillamente una falta de ética y una hipocresía. ¿Cómo yo le voy a pedir a los demás lo que yo no hago? Los martianos de verdad tienen que dar la vida por Cuba, y aunque puede que yo ponga la otra mejilla, Martí era mucho más exigente. Por consiguiente, para poder “ser para la muerte” y ganar la partida, tenía que morir en Dos Ríos.

Pero… Sin embargo… Por otra parte… Pensándolo bien…

Cabe, finalmente, una solución pedestre, la del discurso normativo de la mierda y no la del ideal, y considerar que la lección de Martí es enseñarnos que estaba equivocado, porque, ¿de qué ha valido el sacrificio de Abdala? ¿La libertad? ¿La Independencia de Cuba? ¿Acaso el vernáculo no nos advertía de “la importancia del tasajo”; dinero, pan y sexo? ¿Y el culto al Becerro de Oro? ¿Es que Martí estaba ciego? ¿No eran los intereses materiales y esclavistas los que dominaban la sociedad cubana inclusive detrás del deseo independentista? ¿Qué vino después? ¿El bandidaje republicano? ¿La intolerancia castrista? ¿La profunda división que ha separado a los cubanos en una guerra civil donde todavía no nos dirigimos la palabra? Quizás la lección de Martí fue también la de “los zapaticos de rosa”: el que da los zapatos se queda descalzo y el que entrega su casa sin techo se queda. Porque todo texto permite una múltiple lectura. “Morir por la patria es vivir”, ni se diga. Del capitalismo al marxismo-leninismo no sabemos si Abdala estaba en lo cierto o equivocado, y es por eso que con Abdala concluyo este libro.


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