Actualizado: 17/04/2024 23:20
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“Aquí no se ha ido nadie”

Para quienes sufrimos la orfandad de la entrega infinita y el amor incondicional de Eliseo Alberto, los recuerdos nos acechan

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Uno siempre se niega a la muerte de un ser querido. Por ello, empeñamos tanto tiempo en comprender el misterio que esconde un corazón que dejó de latir. El corazón de nuestro querido Eliseo Alberto no palpita más desde hace mes y medio. Para quienes sufrimos la orfandad de su entrega infinita y de su amor incondicional, los recuerdos nos acechan. Hoy, la memoria es un vasto almacén que recuerda y recuerda; obsesivamente recuerda las experiencias compartidas.

En casa, infinidad de objetos me recuerdan a Lichi. Hay uno en particular que, involuntariamente y a diario, me traslada a su cumpleaños 55. Es la cafetera italiana donde preparo mi café matutino. Aquel cumpleaños le había comprado una, porque Lichi tenía la costumbre de dejar el café al fuego mientras escribía dos o tres líneas de su novela en curso. Cuando regresaba a la cocina era demasiado tarde: el café se había evaporado y la casa olía a plástico quemado porque el mango se había derretido. Su alacena era una colección de cafeteras inservibles. Ese cumpleaños quise reponerle una de tantas. Junto con ella llevaba una foto enmarcada donde él y yo sonreíamos junto a su perra Luna. No recuerdo lo que comimos y creo más bien que solo fui unos minutos a abrazarlo. La memoria me traiciona y ahora quisiera reconstruir ese día. En su cumpleaños 56, por ejemplo, solo recuerdo que Paco y yo le regalamos un libro de Robert Darnton, es todo.

La muerte de Lichi nos ha dejado en estado de orfandad. Me niego a su ausencia, a que no está, en este instante, sentado frente a su ventana de la calle Tejocotes, escribiendo las páginas que tanta felicidad le daban o haciendo de comer para sus amigos, o negándose a contestar el teléfono. Eso también recuerdo: Lichi odiaba hablar a distancia, no soportaba estar lejos de sus seres queridos.

El sábado pasado, Eliseo Alberto cumplió 60 años. Lichi llegó en espíritu al encuentro que él mismo había organizado tiempo antes de internarse en el hospital. Y ahí estuvo, habitando los corazones de quienes estuvimos en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes. Nos vio llorar cuando escuchamos al “Bolita”, Juan Carlos García Álvarez, relatar el reencuentro de Lichi con su adorado puente de Arroyo Naranjo, ese que había construido su abuelo hace más de cien años: útero de su infancia, motivo de melancólicas tardes de exilio, simiente de su felicidad, alegoría de su inocencia; el mismo que generosamente reconstruyó para sus lectores en Esther en alguna parte. Y Bolita decía: “Te dejamos ahí un lunes porque fue tu deseo y tu capricho”. Lichi nunca se cansó de repetir que su padre Eliseo Diego escribió en un poema: “La eternidad por fin comienza un lunes”.

Y ahí, en el escenario, estaban Rafa Rojas, María José, el entrañable Jorge F. Hernández y el Bola. Fue un tiempo para llorar y celebrar que nos dejó sus libros; que, como Annabelle en el corazón de Asdrúbal —sus queridísimos personajes de La eternidad por fin comienza un lunes—, habita en el corazón de cada uno de sus amigos y lectores. “A Lichi hay que recordarlo como él nos enseñó: con pasión, con entrega, pero sin olvidar ese sentido del humor tan criollo con el que siempre matizaba cualquier situación, por muy dramática que fuera”, leyó Jorge en una carta de Fefé.

“El día que se fue Lichi un pájaro estuvo chillando afuera de mi ventana, y ahí estuvo chillando conmigo buena parte del día, hasta que se dio la hora en que sedado y vestido como hoy, intenté, en vano, despedirme de Lichi sin entender nada de nada (…) Me prohíbo olvidarte (…) En realidad, lo llenas todo con tu presencia (…) Aquí no se ha ido nadie”, decía Jorgito, sin quebrarse, mientras todos nosotros, desde ahí abajo, llorábamos. Bien repetía Lichi las palabras de su abuela: “¡Qué hermosa tarde!, ¡la he pasado llorando!”.

Y Paco y yo volvimos a casa con La vida alcanza bajo el brazo. En el trayecto, me trasladé a esas noches cuando, después de visitar a Lichi en el hospital, regresaba a casa en esa misma línea del metrobús. Le quité el celofán al libro y lo abrí en una página cualquiera. Se trataba de un textito sobre la tía Fina, esa enorme poeta que nos ha dado Cuba. Y como siempre, la prosa tersa y entrañable me atrapó: “Puedo asegurar que nadie, en este mundo, hornea un pastel de limón más rico que el de la tía Fina. Su casa, como la de mis padres, siempre tuvo y tiene las puertas abiertas. Y los sillones dispuestos. Y una cafetera en el fogón de la cocina. No ha habido en La Habana un poeta triste, errante o melancólico que no encontrara amparo en el palomar de Cintio y Fina”. Y entendí, entre estación y estación, que la genealogía de Lichi no solo habla de una estirpe literaria tan colosal, sino, sobre todo, de una tradición genealógica sobre la incondicionalidad con el prójimo y el entendimiento cabal de la generosidad. Hace unos años un amigo quería conocerlo. Le dije a Iván que fuera a buscarlo a su casa y lo hizo: tocó a su puerta y recibió, como cualquiera de nosotros, un cafecito, un poco de comida y cariño.

Para quienes tenemos la fortuna de leer a Lichi, así como a su padre Eliseo Diego, a sus tíos Fina García Marruz y Cintio Vitier, no solo somos testigos de una literatura impecable, sino de un testimonio sobre el amor. Así fue Lichi y en cada lector nuevo está la promesa de un mundo más tierno.


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