Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Bailemos

Como parte de la trilogía Tres Estaciones de Estorino, el Teatro D’Dos propone una versión de El baile que parte del recurso del teatro dentro del teatro

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Quiero escribir, pero el peso de la obra vuelve mis pensamientos aves errantes que huyen de quien las caza, como escapando del cautiverio y de la angustia de una jaula cada vez más oxidada. Intento identificar el asunto, el tema, el conflicto del texto dramático, aunque el concepto general de la puesta en escena repulse la idea por considerarla restringente de tantas otras. Sin embargo, es mi deber encausar las letras hacia la comprensión de El baile, de Abelardo Estorino, versionado y dirigido por Julio César Ramírez. De manera que no pienso deleitarme con el comentario, solo arriesgarme con la información, el análisis y la reflexión de lo que por estos días el grupo Teatro D’Dos propone, como parte de la trilogía denominada Tres Estaciones de Estorino, en la sala Estudio del Centro Cultural Bertolt Brecht.

Entro al lugar y veo a una Mujer cantar “Esta casa”, de Elena Burque. Está sentada en una silla giratoria, con un audífono puesto, y tiene amplificada su voz por un micrófono. Al parecer, el público comparte una sesión de grabación. Termina y señala a su sonidista, quien es el sonidista verdadero del grupo. Espera. Vocaliza. De una pequeña mesa coge una jarra y vierte agua en un vaso. Bebe. Abre su cartera y saca una edición de El baile. Lee. Así comienza la obra. Una Mujer que, mientras aguarda para grabar la próxima canción, se detiene por un momento a hojear un libro. Este, el texto original. Sobre la idea, el director juega a imbricar el personaje que graba con el personaje femenino de Estorino. La actriz Daisy Sánchez, quien interpreta ambos caracteres, inicia una suerte de monólogo, cuya temática en común para ambos es la emigración.

Del texto dramático original el director tomó a Nina, mujer de setenta y cinco años que vive sola en una mansión, cuyas paredes resguardan no solo el estatus que desea mantener sino el dolor de que sus hijos hayan marchado fuera del país. El recuerdo de un baile con un amante olvidadizo de la juventud, o “tal vez” el collar que todavía conserva, como afirma el autor, son los signos de una defensa aún vigente, pelea por la permanencia del tiempo pasado, por la recuperación de las ilusiones y la querella contra la vulgaridad de un viaje hacia otro país. Nina descarga ahora, en la versión de Julio César Ramírez, sus sentimientos de angustia por la indetenible venta del collar y por la separación de sus hijos y de sus nietos, a través de monólogos en los cuales estas temáticas se enlazan a las de la Mujer, quien constantemente transita desde su personaje hasta el de Nina, en una suerte de representación dentro de la representación.

En el texto espectacular vemos cómo el juego de doble representación tiene validación en varios elementos decorativos y accesorios. Por ejemplo, las lámparas del lugar de grabación tienen el significado de ser también las lámparas art nouveau señaladas en el texto original. A la puerta de la sala de teatro, que puede ser asumida como la entrada al estudio de grabación de la Mujer, el personaje Nina en un momento le da la significación de las puertas de su casa, al abrirla y cerrarla mientras ocurre la interpretación. El micrófono, además de funcionar como amplificador de la voz que canta “Mariposa” en un momento dado, alcanza otra función, justo cuando la actriz lo significa como un teléfono, que timbra como una disonancia del aparato. Finalmente, la jarra con agua adquiere en un instante otro significado, cuando la actriz dice el texto en el que menciona una regadera y vierte el agua del jarrón en el vaso.

La puesta en escena reestructura el texto original. Sustituye, primero, a los personajes masculinos por alusiones como la de Simón y la de Conrado, antiguos amantes de Nina que son referidos continuamente para significar la nostalgia por el pasado, la necesidad constante de tenerlo en cuenta; segundo, concentrando el argumento en la Mujer y Nina, las cuales son suficientes para teatralizar el conflicto de la emigración de la manera en que es vuelto a contextualizar por el grupo, sustrayéndolo de un baile que en 1999 representaba otras inquietudes, otras maneras de hacer similares a las de hoy, no obstante.

El director tomó las cartas que escribe Nina para sus hijos, y que recibe de ellos después, para colocarlas en sendas hojas, cuya segunda lectura corre a cargo de un espectador escogido al azar. La carta escrita por el dramaturgo para que diga el personaje encierra semánticamente el conflicto de la emigración, que a su vez se coloca en la voz de alguien del público para trasladar el significado primero hacia este. A una de las cartas el personaje Mujer agrega el destino Miami, que en concepto con la carta, tiene significación de visa no otorgada, de viaje truncado, de añoranza por sus hijos.

Representación dentro de la representación

La actriz interpreta a un personaje que interpreta a otro. De ahí que la actuación corra el riesgo de limitar la calidad de la puesta o, por otro lado, complementarla con inteligencia en un nivel interpretativo lo bastante veraz como para que los espectadores se dejen, en este caso, llevar por el trabajo de la actriz Daisy Sánchez hasta compartir con ella los conflictos de sus personajes. Sin embargo, resulta delicado desentrañar las intenciones del director, ya sea porque si recurrimos a la primera de las vertientes criticaríamos quizás el escaso trabajo tonal a la hora de diferenciar los personajes, o ya sea porque si nos refugiamos en la segunda opción, defenderíamos que las escasas modificaciones en el tono de la actriz responden a la simbiosis de sus caracteres en una unidad temática. Por ello es preferible solo describir la dramaturgia del actor, pues de esa forma, tal vez, seamos más certeros para posteriores interpretaciones.

Como adelantaba, se supone que el director trabajó a partir de replantearse los personajes a representar en la medida en que fueran explícitos y comprensibles para los espectadores. La representación dentro de la representación debe diferenciarse, porque si no estaríamos asistiendo a la mala construcción de una idea, a una incomunicabilidad que, en este caso en particular, no es intencional y de la que el teatro casi siempre es enemigo. Por esto, debe ser el texto pronunciado, la expresión corporal y la apariencia exterior del actor, los que definan uno u otro personaje.

En El baile observamos que el personaje Mujer es reconocible por la musicalidad de las canciones con la que equipara su voz y por la austeridad de sus movimientos en escena. Por otro lado, la interpretación de Nina se apoya en un cierto acento aristocrático, aunque no muy bien logrado, y en la expresión algo avejentada de su cuerpo. Las transiciones de uno a otro personaje varían de acuerdo a las situaciones, que a veces ofuscan la interpretación de la actriz. Si nos quedamos en esta vertiente directriz encontramos deficiencias, no muy marcadas, pero sí atenuantes.

Desde otra perspectiva, podemos creer que fueron deliberadas las insuficiencias para lograr una síntesis de ambos personajes. En este híbrido de caracteres, las temáticas abordadas son puentes donde la Mujer y Nina se encuentran para dialogar, para contarse sus historias, para identificarse una con otra. Así, enlazan acciones físicas, gestos, y voz con las ansias de trastocarse constantemente. La Mujer asimila el texto con el que juega mediante la interpretación consciente de Nina, quien a su vez produce en aquella las indudables compasiones que se dan por lágrimas en común.

La puesta puede apoyarse en el recurso de la hibridez, pero se arriesga a no ser comprendida por los espectadores. De cualquier modo, observamos un trabajo actoral eficiente y no desdeñable, repleto de signos que, por un lado, sustentan la idea del metateatro, y por otro, la oscurecen volitivamente con las ansias de hacer pensar a un público necesitado de construcciones que produzcan sentido y no sedentarismo.

Entre escena y público la relación quiere ser activa, aunque la actividad no sea tan eficaz, porque trata de imponerse y no de surgir orgánicamente. Fuera de las dimensiones reducidas de la salita Estudio, donde distan los espectadores algo más de tres metros del escenario, las operaciones síquicas que debe hacer el público para participar de esa forma en el espacio escénico se reduce a la lectura de una carta por uno de los espectadores, a la catarsis de algunos otros, y a la constante recepción de lo enunciado por la actriz. Sin embargo, resulta inteligente la puesta en escena de esta obra en un lugar tan restringido, tal vez como la misma Nina en su mansión, como el recuerdo acaparado de un baile que desea renovarse.

Teatro D’Dos parece explayado en la idea de doble representación. Desde su versión de El tío Vanía, de Chejov, en la puesta en escena titulada Esquinas, el grupo mantiene el concepto de recontextualizar los textos dramáticos, ya sea mediante el recurso del teatro dentro del teatro, ya sea por la adaptación a la sala Estudio, de la que ha hecho espacio determinante en la idea de sus puestas. Ahora con El baile, sostiene dentro del panorama de los espectáculos en cartelera de La Habana un tipo de propuesta agradecida, tanto por el público que pide a gritos sus conflictos interpretados en escenas de arte y no de púlpito, y mucho más por quienes como el escribiente, acostumbran a asistir al teatro, palabra de significados múltiples, para que le cuenten no solo una historia, sino para que se la acribillen de imágenes, para que la maten con flores o para que la deshagan como una costura de tul.


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