Actualizado: 28/03/2024 20:04
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Grafiti, Reino Unido, Arte

Banksy en el país de las maravillas

El grafiti como un medio para desacralizan la política, el mercado y la historia del Reino Unido, sin ofrecer soluciones

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En Mi filosofía de A a B y de B a A (1975), Andy Warhol observó en un capítulo donde involucró a la muerte y la economía: “Me gusta el dinero en la pared. Supongamos que vas a comprar un cuadro de doscientos mil dólares. Creo que deberías coger ese dinero, atarlo y colgarlo de la pared. Así, cuando alguien te visitara, lo primero que vería fuera el dinero en la pared”. Una lectura maquiavélica de la imagen, sugiere un graffiti convertido en una fortuna antes de ser borrado.

Warhol, profeta del espíritu Big Factory a lo Jeff Koons, Damien Hirst o Takashi Murakami, resulta el inspirador del fenómeno Banksy, el graffitero desconocido; una maniobra que condujo al street art de movida callejera anónima a las grandes Casas de Subasta, para venderse como un producto museográfico de gama alta.

Más que un tributo al movimiento urbano, la coartada Banksy ratifica que conciliar idea y mercado es el cénit de lo que sería un vandalismo táctico. El aura de Jean Michel Basquiat como Samo y Keith Haring resucita como muerte del autor.

Salida por la tienda de regalos (2010) es un documental que nada aclara en torno a la identidad del artista desconocido más famoso del mundo. Después del caso Banksy, cuál sería el mote publicitario que le adjudicarían a la octogenaria Yoko Ono, quien no ha dejado de ser la viuda de John Lennon. En su rol de falso director tras una capucha negra, el fantasma de Bristol (¿Banksy?) es un extra con voz ronca que analiza, juzga y absuelve a sus cómplices desde su trono virtual.

A pesar de que esta crónica fílmica generó expectativas de diseccionar a Banksy, lo que hizo fue potenciar esa noción de “autoría débil”, visualizada por las aventuras callejeras. En la búsqueda de percibir al Banksy real, conocemos los mosaicos de Invader Space o el trabajo de Shephard Fairey con sus pegatinas de André El Gigante, un luchador profesional e icono pop francés, inmortalizado a través de la máscara Obey, distribuida por el mundo en homenaje a dicha leyenda.

El axioma de Joseph Beuys “todo hombre puede ser un artista”, se caricaturiza en Salida por la tienda de regalos a través de Thierry Guetta, la mascota rodante de un reportaje periodístico con trazos justicieros que no avanza. Apodado Mr. Brainwash (lavado de cerebro), éste representa al personaje capaz de lograr lo que se proponga en un mundo de fantasía donde basta tener voluntad y pasión. Guetta es un sujeto improvisado que interviene para sustentar al enigma Banksy, en nombre de cualquier treta hollywoodense favorable para sublimar lo imposible.

Banksy es un rumor compartido que beneficia a grandes y pequeños de la nomenclatura financiera. Gracias a la construcción de un mito, los obreros se convierten en artistas, lo público se instala en zonas de confort, los coleccionistas miopes se transforman en críticos o curadores de ojo entrenado, para asumir o desechar lo apreciable del arte contemporáneo que puja por alcanzar visibilidad.

Este síntoma trocado en fenómeno extirpa los tumores fundamentalistas. Banksy simboliza a los habitantes del limbo que ignoran las fronteras políticas, religiosas, sexuales, estéticas. El verdugo se iguala a la víctima en la búsqueda de una ilusión. La mentira nace y muere en el acto de consumir imágenes en la realidad o en un dilema imaginario. Todo lo sólido se desvanece en el aire de una fábula.

Banksy o el team Banksy manipulan el conflicto identitario que matiza “La firma”, para estirar cada vez más sus quince minutos de fama que, según Warhol, merecían los artistas. ¿Quién o quiénes son los autores a la sombra? En la prolongación de su misterio, radicaría uno de los filones sensacionalistas de esta operatoria; aquí el concepto de show mediático gobierna la estrategia. Algo poco o nada novedoso, diseñado a base de hilvanar una serie de provocaciones. La obra de arte tiende a revertirse en un murmullo espectacular o en cintillo de prensa.

Él o ellos desacralizan la política, el mercado y la historia del Reino Unido sin ofrecer soluciones. La no-solución ya se hizo visible en las truculencias de los Young Britsh Art e, incluso, en el bromista Maurizio Cattelan al colgar a tres maniquíes de niños a tamaño natural en el árbol más antiguo de Milán; luego estos serían derribados a golpe de hachazos por un demente pagado.

Al proyecto Banksy le basta capturar la atención, escandalizar y perdurar como noticia en el espacio, aunque envejezca en el tiempo. La perspicacia de un gesto traduce lo efímero o atemporal en comentario, testimonio, memoria. Eso que conlleva a que una obra de arte sea un eterno motivo de discusión, tal como reza la quimera beuysiana. Banksy no aspira a la pobreza del consenso, una utopía absurda que cancela al artista que se priva a sí mismo de una cobertura polémica.

El ademán publicitario como transgresión aparente, se evidenció cuando Niña conelglobo se autodestruyó bajo una trituradora de papel, tras ser subastada por un millón de libras en Sothebys, 2018. El firmante se vanaglorió de la ocurrencia, al compartir en Instagram una foto acompañada de una postdata: “se va, se va, se ha ido”. Un guiño al festejo de los subastadores cuando adjudican una pieza.

La parodia de salón reemplazó a la sátira pública de colocar a una Mona Lisa con máscara antigás en la Tate Gallery, pintar un jardín que sugiere emerger detrás del muro de Gaza o tirar a un muñeco uniformado que representaba a un prisionero de la Base Naval de Guantánamo en un rincón visible de Disneylandia. ¿Qué hermana a estas acciones? Un derroche garantía tan increíble que las transforma en diabluras infantiles, al extremo de hacerlas creíbles para la gente.

Niña con el globo autodestruida fue una maniobra que parecía un acuerdo entre la Casa de Subasta y el emporio Banksy, si es que existe. Una treta como idilio en la jungla competitiva del mercado artístico. Al escalar de clase social para ingresar en el engranaje hegemónico, se impone una máxima de emergencia difundida por una leyenda del cine comercial: “Si tú enemigo es más fuerte que tú, únete a él”.

Maurizio Cattelan y Banksy son las dos caras de una misma moneda: el humorista gráfico como hereje oportuno que facilita una respuesta oportunista de instancias que rebasan a las jerarquías artísticas; el crítico de la inmediatez social, quien actúa como ilustrador de la guerra que nunca existió entre los opuestos cómplices.

El tachismo practicado por Basquiat es otro referente de cabecera explotado por “La firma”. En una instalación, aparece un axioma incrustado en una piedra que reposa sobre una mesa de mármol: “El mal artista imita, el buen artista copia”. Sin embargo, el nombre del autor de la conocida frase se encuentra tachado con un garabato que no impide saber quién es, secundado por el alias de su apropiador.

Banksy finge rectificar a Pablo Picasso en nombre del juego irónico; pero sugiere que ya el artífice del Guernica no es nuestro contemporáneo, por mucho que intenten conservarlo vivo los recuentos visuales, el mercado y sus coleccionistas. La posteridad del valor artístico se debe en muchos casos a su precio comercial.

Con esta escultura de texto, el hábito de tachar palabras en el graffiti, irrumpe en la galería o el museo en tono glamuroso y seductor para satisfacer al gran público. La cita remite al bando ganador: a quienes alaban la historia de las bellas artes y a los que corren veloces por un campo minado que aún le llaman “originalidad”.

Entre la imitación que “rechaza” y la copia que reverencia, “La firma” representa esa fragilidad del arte contemporáneo como virtud; una grieta que favorece a necios y sesudos por sus licencias; un desliz donde el plagio es una estafa legal.

La opción del borrado es tan británica que le viene como anillo al dedo a la publicidad de Banksy. En 2014 el parlamento de Clacton, ciudad ubicada al este del Reino Unido, tachó un mural por considerarlo “racista” y ofensivo”. Una inconformidad de los habitantes de Clacton, según esgrimió el concejo local. El mural mostraba a un grupo de palomas que sostenían letreros con mensajes anti-inmigración. En un letrero se podía leer un sarcasmo: “Vuelve a África”.

Las intervenciones públicas de “La firma” se venden o tapan sin que el “artista” o sus portavoces alcen la voz para cuestionar o reclamar sus derechos. La censura se trueca en una bendición; la libertad de expresión, un pretexto inservible.

Algo más sonado ocurrió en 2017. Tras dos años de su creación, el mural alusivo a la salida del Reino Unido de la Unión Europea desapareció de la noche a la mañana. La pieza realizada en la ciudad británica de Dover, amaneció con andamios en la fachada y cubierta de pintura blanca; sin embargo, hay dudas si fue eliminada o arrancada para su venta por los dueños del inmueble: los Godden.

En el mural aparecía un obrero con un martillo derribando una estrella de la bandera azul de la Unión Europea. Por otro lado, la ciudad de Dover adquiere un simbolismo único, ya que su ferry une al Reino Unido con Europa. Lo curioso es que el mural se hizo cuando las negociaciones entre Theresa May, primera ministra y la Unión Europea amenazaban con la salida del Reino Unido del Brexit. En ese momento, Banksy dejó clara su posición en el proceso de la trama política.

El síndrome de Poncio Pilatos es un aliado de “La firma”. ¿Quién valida a quién en la porfía legal? ¿Quién certifica una obra de Banksy como auténtica? El mercado alto o bajo cierra los ajos ante la falta de pruebas ante la justicia. Los desajustes entre culpables e inocentes dilatan un thriller donde la sangre está coagulada. ¿Quiénes serán los ladrones con guantes de seda, que fingen ser geniecillos y lo consiguen tras bastidores? El street art es un medio; las subastas, una finalidad.

Al igual que hizo Banksy con el mural de las palomas racistas, ni el ministro británico Boris Johnson ni las autoridades locales ofrecieron declaraciones. La hipótesis acerca de su paradero señala a la familia Godden; ellos “rieron mucho”, pues su irrupción en el mercado negro rondaría el millón de euros, una cifra que superaría a toda demanda judicial. Pero la acaudalada familia eligió callar, en tiempos oscuros para el Reino Unido, que maneja su salida de la Unión Europea. Especular con la “La firma” rebasaría en morbo económico a cualquier otro trance.

“Lo verdadero es un momento de lo falso” (Guy Debord); “Una obra filosófica seria debería consistir enteramente de chistes” (Ludwig Wiggenstein); “La genialidad es una síntesis” (Honorato de Balzac). Éste podría ser un retrato hablado de Banksy, máscara democrática de la impunidad o espejismo en el camino de quienes anhelan conocer el país de las maravillas. Banksy simboliza la alucinación de un estado mental diseñado para abolir reglas, personalismos, ideologías, cautelas.

¿Habrá logrado este fenómeno matar al ego del artista como vedette? La pregunta se torna ridícula, porque tal desafío sería improbable de concretar en la escena del arte. ¿Qué productor visual sacrificaría su orgullo, cediéndole a la gloria estratégica dos o tres maniobras contundentes, firmadas por un enigma nombrado Banksy? La humildad sin atrezos es una cualidad extinguida del mundillo artístico.

Esta “firma” como sabotaje perfecto de un individuo o negocio es una propiedad privada o monárquica del Reino Unido que se ocultará mientras funcione.

Tras los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, un hipotético Osama Bin Laden, manifestó en una de sus declaraciones públicas: “Yo no fui el cabecilla de los atentados, pero a quienes los ejecutaron o concibieron, los apoyo”. Eso dirían los partidarios del terrorismo fashion, quienes prefieren el arte de “morir de éxito”.

Banksy representa al saldo publicitario de un ejército de paparazzis, compradores o restauradores de ideas escoltadas por imágenes. Tal parece que los sospechosos de ser Banksy son los mismos perseguidores. Quizás llegó la revolución dotada para neutralizar a las revoluciones que vendrán.


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