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Maggi, Literatura, Literatura cubana

Beatriz Maggi en la memoria

Ella nos dio más que la satisfacción de una nota brillante: nos dejó el encanto de sus clases, una singular sabiduría sobre el mundo y el hombre, el respeto sagrado por el idioma y la literatura

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El pasado 27 de mayo murió en La Habana, a la edad de 93 años, la Doctora en Ciencias Filológicas y maestra (más que profesora) universitaria, Beatriz Maggi. Siete años antes de su muerte, publiqué en la revista católica Palabra Nueva de la Arquidiócesis de La Habana, una crónica de remembranza sobre ella. Dos razones me motivaron a escribir sobre Beatriz Maggi entonces: que fui su alumno cuando cursaba la Licenciatura en Filología, y que a pesar de su singularísimo magisterio y de su notable obra ensayística, aunque no fuera voluminosa, la Maggi (como le decíamos en la facultad de Artes y Letras) no era lo suficientemente reconocida como lo ameritaba su trayectoria y su impacto en la educación y la cultura cubana.

A propósito del deceso de la Maggi, creo que vale la pena volver a publicar esta crónica sobre ella, pero quiero aprovechar para comentar una anécdota que no pude referir en aquel texto porque sucedió después de su publicación.

Cuando el número de la revista salió en mayo del 2010 con mi crónica de la Maggi, el director de la revista, Orlando Márquez, me dijo que había dificultades con la distribución. Yo tenía que viajar a España por aquellos días y, temiendo que a la Maggi no le llegara un ejemplar, decidí entregarle la revista personalmente.

Llamé a la UNEAC para que me informaran sobre la dirección de la Maggi; luego alquilé un carro y fui a Miramar para dejar en su casa los dos ejemplares de la revista. Vivía en los altos de un edificio. Toqué la puerta y, para sorpresa mía, quien me abrió fue ella. Después de saludarla, le dije que en la revista Palabra Nueva se había publicado un artículo sobre ella, por lo cual el director le hacía llegar dos ejemplares, y se los entregué. Todo eso en la puerta de su casa, nervioso, notablemente apurado, y como si yo fuera el empleado que distribuía la revista. Ya me iba cuando la Maggi, después de haberme escrutado con su penetrante mirada, dijo:

—Yo lo conozco a usted, ¿no?

La Maggi y yo no nos habíamos vuelto a ver desde 1983. Veintisiete años. Así que me dejó perplejo con aquella pregunta que denotaba su prodigiosa memoria a pesar de sus años.

—Yo fui su alumno cuando estudiaba Filología —le dije—. Pero de eso hace mucho.

—Pero te recuerdo.

Le confesé que era el autor del artículo que se había publicado en la revista. Me mandó a pasar y me excusé con que no podía porque el taxi me esperaba, que otro día volvería, le dije, pero ese fue nuestro último encuentro. Al texto de aquella crónica no hay nada que quitarle ni agregarle. Las circunstancias de su vida siguieron siendo las mismas, y mi gratitud como ex alumno de ella permanece.

Artículo:

EN EL NÚMERO DE ENERO-FEBRERO DE ESTE año La gaceta de La Habana ha dedicado algunas de sus páginas a la profesora y ensayista Beatriz Maggi.

Leyendo las impresiones personales y valoraciones de Fina García Marruz, Denia García Ronda, Luis Álvarez Álvarez, Lina de Feria y Gina Picart sobre la doctora Maggi, recordé mis años de estudiante de Filología en la Universidad de La Habana, donde fui su alumno.

La profesora Maggi impartía entonces un programa de Literatura que contemplaba los estudios de Dante, Shakespeare, Rabelais, Voltaire, Stendhal y Balzac. Pero yo no tenía idea de aquella mujer cuyo nombre sonaba en cualquier ámbito de la Facultad de Filología.

Por fin apareció en el aula el primer día de clases —febrero de 1981— alta, vestida de blanco, con el cabello y el rostro sin afeites, una carpeta debajo del brazo y sobre unas sandalias que ya habían caminado medio mundo. Subió al estrado, escribió en la pizarra Literatura General II, se sentó al buró; y desde allí, con voz nasal y parsimoniosa, sin gesticulaciones, solo moviendo alguna que otra vez sus grandes manos, nos fue desgranando el programa de clases, el sistema evaluativo y otros detalles del curso.

Se me pulverizó la imagen de la persona que yo había imaginado. Esperaba encontrar a una de esas nerviosas profesoras de Literatura que dan paseítos por el aula. La Maggi no. Casi siempre sentada al buró; solo empleaba la pizarra para escribir ciertos términos o nombres de autores o títulos. En sus conferencias usaba las palabras con el tiento que un escultor manipula su cincel sobre la piedra, apoyando sus ideas con imágenes y comparaciones. Su mirada volaba hablando de literatura. De pronto paseaba la vista entre nosotros como para escrutarnos, y si llegaba a mí yo sentía una mezcla de respeto y temor.

Al principio, en sus clases, yo trataba de copiar casi todo lo que la Maggi decía. Después comprendí —quizás por una misteriosa exigencia que imponía su peculiar magisterio— que a ella no solo había que escucharla, había que mirarla, pues a veces un gesto suyo sugería más que su lenguaje figurativo y cartesiano. Su rostro, que siempre me pareció afectado por una fatiga espiritual, a pesar de su humor inteligente, era muy expresivo; sobre todo la boca cuyos labios dibujaban la sonrisa cómplice de la suspicacia o la mueca de rechazo a lo desagradable y repelente.

Difícilmente alguien ha logrado enseñar como ella La Divina Comedia, todo Shakespeare, El Rojo y el Negro o Las ilusiones perdidas.

¿Cómo olvidar el día que nos comentó el modo como Dante, magistralmente sutil, colocó las almas de los amantes Francesca y Paolo a vivir condenados en el Infierno, pero juntos?

Ella no imponía criterios personales sobre las obras que debían estudiarse. Orientaba las lecturas y los seminarios llamando la atención sobre aspectos de la obra y su contexto para que, a partir de eso, el alumno se detuviera a analizar. Respetaba la libertad con que el estudiante sostenía sus opiniones; y si dos criterios opuestos sobre un mismo asunto eran razonablemente defendidos, los calificaba de buenos.

Se preocupaba sumamente porque sus alumnos tuvieran en cuenta las circunstancias históricas en que surgían las obras literarias y habían vivido sus autores, sin cuya comprensión era imposible entender la literatura o cualquiera de las manifestaciones artísticas.

Cuando estudiábamos el drama Coriolano de Shakespeare, nos ordenó leer el capítulo 23 del primer tomo de El Capital para que pudiéramos comprender el contexto económico del teatro isabelino. Fui al examen sin leer El Capital y me suspendió. Luego revaloricé y volví a suspender. Entonces me puse muy incómodo y le pedí una entrevista. Le pregunté por qué me había suspendido si lo había respondido todo —como si ello garantizara el aprobado—. Y ella, dejando tranquilamente a un lado un grueso libro en francés que andaba leyendo en una butaca del Departamento de Literatura, se quitó con mucha calma los espejuelos y quedó mirándome como si acabara de regresar de un sitio remoto, y luego me dijo:

—Usted no tiene la menor idea de lo que trata el capítulo 23 de El Capital.

No se le podía engañar.

Para los exámenes de Maggi había que estudiar lo que se dice de verdad; pero no mediante guías ni interpretaciones de la crítica, aunque esa crítica fuera con la que ella simpatizara. La clave del aprobado consistía en haber leído y razonado las obras, porque sus preguntas —a lo sumo dos o raramente tres— no buscaban r e s p u e s t a s panfletarias ni regodeos por la obra, sino interpretaciones. Además de medir el conocimiento, lo que en rigor Maggi evaluaba era el calado del razonamiento, y si esa intelección era personal y fundamentada, mucho mejor. Por lo tanto, yo estaba muy embarcado con ella, porque nunca pude escucharla con la actitud de un estudiante, sino con la romántica avidez de un joven de 20 años que soñaba y moría por ser escritor. Me parecía comprenderla mejor con el corazón que con la cabeza, y este tipo de inteligencia, académicamente con la Maggi, podía ser fatal. De modo que estuvo dándome la misma nota desde el primer examen del curso hasta el final. Yo escribía Miguel Sabater en la parte superior de la prueba, y ella así al ladito del nombre me ponía el 3. Quedaba así: Miguel Sabater 3, como un segundo apellido.

Había tres o cuatro alumnos muy empeñados que lograban sacarle 5, pero nadie respondía tan al gusto de la Maggi sus exámenes como Gina Picart, que por entonces no era una escritora conocida, pero tenía una notable sensibilidad y formación literaria, y sentía por la Maggi una auténtica veneración.

Fue, francamente, una suerte y ni qué decir que un privilegio, haber tenido a Beatriz Maggi como profesora. Sé que es una expresión común, que lo ha dicho mucha gente, pero ¿hay otro modo mejor de agradecerle?

Podía Maggi alguna vez tener un mal momento y dar ciertas respuestas con las que uno quedaba con la cabeza en el piso y los pies hacia arriba —a mí nunca me las dio—, pero eso no empaña su grata memoria. Por el contrario, es parte del aura que acompaña a la leyenda de los grandes.

Después de tantos años y de yo haber sido un alumno poco notable en su clase, Maggi —como yo con respecto al capítulo 23 de El Capital, que nunca leí— no tendrá la más mínima idea de mí. Pero eso no es lo importante.

Doy gracias a Dios por su vida y porque ella haya consagrado esa vida al magisterio, su Magisterio, tan singular como el de Camila Henríquez Ureña, Vicentina Antuña, Elena Calduch o Mirta Aguirre…

Aunque quizás no le guste este tipo de comparaciones por ese modo tan suyo de ser, y sabemos que no la deslumbran medallas ni homenajes y mucho menos los discursos laudatorios, así es como la valoramos hoy, la evocamos en el tiempo y siempre la recordaremos sus alumnos.

Ella nos dio más que la satisfacción de una nota brillante: nos dejó el encanto de sus clases, una singular sabiduría sobre el mundo y el hombre, el respeto sagrado por el idioma y la literatura, y el paradigma de su magisterio, inolvidable.


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