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Cocoliztli: una polémica mexicana de interés mundial

¿Fueron realmente los colonizadores españoles los que contaminaron a los habitantes autóctonos de México, tal y como ha contado por siglos la famosa y muy manoseada leyenda negra novohispana?

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Entrado el mes de julio de 1576 y hasta alrededor del mes de marzo del año siguiente, según cuentan las crónicas de la época, una peste desconocida, letal, devastadora, se abatió sobre la población indígena del Virreinato de la Nueva España. Esos eran los territorios que hoy conocemos como el centro y sur de México, Yucatán, Belice, Guatemala y una pequeña parte más del norte de Centroamérica.

A falta de un nombre específico, a esta catástrofe humanitaria que mató aproximadamente un 90 % de la población autóctona del territorio novohispano, se le llamó Cocoliztli, que quiere decir en náhuatl, el lenguaje de los aztecas: pestilencia, mal. La raíz «coco», en náhuatl, significa enfermedad, y liztli, es más o menos, lo que nos agarra desprevenidos o lo que nos sorprende, o sea, el mal que nos sorprende, para llamar poéticamente al horror puro y duro que significó aquella epidemia.

Treinta y un años antes, en 1545, una condición infecciosa epidémica muy similar, si es que no la misma, había arrasado ya con varios millones de vidas indígenas. Algunos dicen —los datos son a veces algo contradictorios— que entre 12 y 15 millones de seres humanos fueron las víctimas mientras que otros, mucho más conservadores, hablan de entre cuatro y siete millones de fallecidos. Pero el problema con esas cifras es que los tres decenios transcurridos significaron un gran avance —relativo, claro está— en el terreno de la recolección de información social y sanitaria. En otras palabras, la pandemia de 1576 fue registrada de forma bastante objetiva y cercana a la realidad mientras que la de 1545 —inobjetable por demás, independientemente de las cifras totales, como cataclismo de salubridad— se encuentra aún hoy en un terreno algo más nebuloso.

Y no olvidemos, es de justicia decirlo, que posteriormente, y como parte de la leyenda negra antihispana —una leyenda que tiene muchísimo de verdad, pero no todo lo es— muchos de estos eventos pasaron al terreno de la política y los intereses sectarios. Pero lo que sí es incuestionable, poniendo a un lado las muy probables inexactitudes en las cifras totales de muertes, es que la población indígena del México de entonces disminuyó en aproximadamente un 70-80 %, o más, del total (de alrededor de 18-20 millones a 2-3 millones de almas) al momento de la conquista cortesiana. Y un fenómeno de tal magnitud solo se explica, en este caso, como un efecto directo de las epidemias, específicamente los dos grandes eventos pandémicos debidos, sea el agente causal que sea, al Cocoliztle.

Dicho esto, continuemos con lo que nos ocupa, la pandemia de Cocoliztle de 1576.

Por suerte para la ciencia y la historia actuales, que no ya para los indígenas, el fraile franciscano Juan de Torquemada copió la descripción que de la enfermedad hizo el médico del emperador Felipe II, Don Francisco Hernández de Toledo (circa 1517-1587), en ese momento (1576 y hasta 1577) protomédico del virreinato de la Nueva España. El documento más o menos completo no sería recuperado, peripecias de la historia, hasta el año 2010 del siglo XXI. Don Francisco Hernández, hombre polifacético, botánico, geógrafo, lingüista, políglota, dibujante, además de médico, autor de unos cincuenta tomos que se perdieron en parte durante el incendio de 1671 en el palacio de El Escorial, merece un artículo aparte, pero esa es otra historia.

Lo copiado por Torquemada dice así en uno de sus folios:

Las fiebres fueron muy contagiosas, quemantes, y se extendieron a todos ellos siendo letales para casi todos. La lengua de los enfermos estaba seca y negra. La sed era enorme. La orina oscilaba entre los colores verde mar, verde vegetal y negra, pasando algunas veces del verdoso al pálido. El pulso era rápido, pequeño y muy débil, y algunas veces era nulo. El blanco de los ojos y todo el cuerpo se ponían amarillos. Este estado iba seguido de delirio y convulsiones. Entonces duros y dolorosos nódulos aparecían detrás de una o ambas orejas acompañados de dolores en el pecho, en la barriga, temblores, ansiedad y una fuerte disentería.

Otros testigos presenciales describieron distintos aspectos del mal. El padre misionero Bernardino de Sahagún (1499-1590) entre ellos, que hablaba y escribía también en náhuatl, cuenta en sus crónicas Historia General de las Cosas de la Nueva España, o Códice Florentino, 1540-1585) de la presencia entre los afectados de pústulas y abundantes sangramientos, primero por la nariz y luego por todos los orificios del cuerpo. Alonso López de Hinojosas, cirujano del Hospital Real de Naturales de la Ciudad de México, un nosocomio que se construyó solo para indios a partir de 1553 y duró hasta 1822, en que fue mandado demoler por el Gobierno, describió cuatro fases o estadios de la dolencia: «La primera fue pararse los enfermos atiriciados (¿ictericia?); la segunda fue apostemas tras las orejas, la tercera cámaras de sangre y flujo de sangre por la nariz la cuarta».

Como puede apreciarse, esta última descripción clínica, aunque bastante coincidente con la de Don Francisco Hernández de Toledo, es mucho menos clara y explicativa. Sin embargo, por otras narraciones recogidas del mismo autor sabemos que en algunos casos el hígado y el bazo se agrandaban y endurecían —tenemos las descripciones de necropsias, llamadas en aquella época «anatomías», llevadas a cabo, probablemente, por el sangrador y cirujano Juan de la Fuente, aunque esta autoría no está del todo clara—, que los jóvenes eran más susceptibles de morir que los ancianos, que los ancianos padecían menos la fiebre y las hemorragias, que a los dos días muchos enfermos se «tornaban locos», que el clima cargado de calor y humedad después de varios años de fortísima sequía tenía algo que ver con la epidemia, que los españoles también a veces se enfermaban aunque su padecimiento era más benigno, excepto, y esto es importante, los curas, que murieron muchos. Y sabemos también que los astrólogos señalaron la conjunción de ciertos planetas y cometas. Es interesante apuntar, sin que por eso estemos necesariamente de acuerdo con los astrólogos del virreinato, que el cometa Halley hizo una de sus puntuales apariciones por ese entonces.

Pero volvamos al doctor Don Francisco Hernández de Toledo, del que sí sabemos con seguridad que ordenó y presenció (realizarlas personalmente no era propio de su cargo, de su categoría científica y mucho menos de su alcurnia) algunas autopsias de indígenas fallecidos en el curso de la epidemia. Nos relata Hernández en uno de sus folios:

Tenían los enfermos el hígado acirrado y muy duro, que se les paraba tan deforme que parecía hígado de toro y alzaba las costillas hacia arriba y hacía el pecho muy deforme; porque con su grandeza y tumor hacía monstruosidad. Los bofes o livianos tenían azules y secos, la hiel apostemada y opilada y muy grande, la cólera que dentro estaba se pudría…]

Y más adelante señala, en una oportuna e interesante observación clínica, que:

[…cuánta sangre sacamos por sangrías en setiembre y octubre no tuvo ninguna acuosidad, sino era un témpano de materia».

Procede comentar que aunque Cocoliztli es la palabra que ha quedado para nombrar definitivamente en la historia médica y convencional esta pandemia, los investigadores mexicanos Elsa Malvido y Carlos Viesca —ambos han dedicado casi cuarenta años al estudio de estas epidemias— han encontrado otros nombres empleados por los indígenas e incluso recogidos documentalmente por los españoles, entre ellos: Hueycocoliztli (gran enfermedad o gran pestilencia), Matlazahuatl (bubas en forma de red de pescar), Etzahualaque o Ezalahuacque (flema de sangre, o, según Pomar y Zurita, pestilencia de cólera adusta y requemada).

Lo cierto es que la epidemia —antes de esta ya hubo por lo menos una muy parecida, la de 1545, mucho más mortífera, de la que ya hemos hablado antes, más las de sarampión, varicelas, viruelas y paperas (parotiditis viral) de 1519 en adelante, y después, hasta el siglo XIX vendrían unas 23-24 más pequeñas— tomó visos de devastación apocalíptica para la población autóctona de la ciudad de México y su periferia.

Veamos este párrafo, podríamos haber escogido otro cualquiera, del muy documentado estudio de Malvido y Viesca:

Los auxilios disminuían por agotamiento, enfermedad o muerte de quienes los presentaban, incluso sangradores y médicos. La desolación fue tal que poblaciones enteras quedaron desiertas. Llegó a suceder que en sitios densamente poblados se descubría que los habitantes de una casa habían enfermado cuando el hedor de sus cuerpos en putrefacción era percibido desde afuera y se hallaron criaturas mamando del pecho de sus madres muertas. Muchos enfermos murieron de hambre al no haber quien los atendiera. En iglesias y cementerios no quedaba un lugar desocupado para dar sepultura a un muerto (Crónicas de la Compañía de Jesús, 1580 y posteriores) y no había siquiera quien los amortajase sino que en un hoyo grande los echaban entreverados chicos con grandes. No bastando para sepulcros las iglesias… se bendecían los campos enteros.

Ni que decir que establecer una causa etiológica para semejante tragedia estaba completamente fuera de las posibilidades de los estudiosos y cronistas de sucesos de la época. Pero, no obstante, nos parece aguda y digna de atención esta observación, que se refiere a los indígenas y el dramático cambio en sus estilos de vida, escrita poco después de la epidemia por el licenciado Juan de la Vega en su «Relación de Ocopetlayuca» (Relaciones geográficas de la Diócesis de México. Manuscritos de la Real Academia de la Historia de Madrid y del Archivo de Indias de Sevilla. Años 1579-1582):

[…porque en su gentilidad comían poco y comidas silvestres, yerbas y demás sabandijas… y andaban desnudos y se acostumbraban bañar a media noche, y ahora no lo hacen y comen más».

Una observación que, valga la digresión, parece apuntar a nuestras propias (malas) costumbres obesogénicas y aterogénicas que nos arropan actualmente.

Una vez planteado ya el problema en lo esencial, nos enfrentamos entonces a dos cuestionamientos, dos preguntas que se han debatido por decenios y que no acaban de encontrar respuestas claras.

Veamos:

  1. ¿Fueron realmente los colonizadores españoles los que contaminaron a los habitantes autóctonos de México, tal y como ha contado por siglos la famosa y muy manoseada leyenda negra novohispana?
  2. ¿Qué agente etiológico —toxina, veneno o microorganismo bacteriano, viral, micótico o priónico— desencadenó el terrible Cocoliztle?

Tratemos de contestar la pregunta # 1.

En una primera mirada, todo parece indicar, teniendo en cuenta que ellos, los españoles, no padecían la enfermedad, o la padecían con una letalidad mínima (excepto los curas, recordemos ese detalle), que sí fueron los conquistadores y colonizadores españoles, inmunizados por haber estado en contacto con la condición por siglos, los que trajeron el Cocoliztle a las Américas tal y como trajeron, sin duda alguna, el sarampión. Y que conste, el sarampión, las viruelas y las paperas se comportaron en tierras americanas, de eso tampoco hay dudas, como un arma biológica de destrucción masiva para los indígenas.

Visto así, no hay razón para la polémica. Pero no, no todo en este complicado asunto es tan sencillo.

Lo que hace polémico el tema es que el reconocido epidemiólogo y profesor mexicano Rodolfo Acuña-Soto, formado en la Universidad norteamericana de Harvard y actualmente investigador del Departamento de Microbiología y Parasitología de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ha impugnado la hipótesis del contagio por la vía del contacto hispano-indígena.

Y la ha impugnado alegando que la noxa, el Cocoliztle, no era una enfermedad europea sino que era en realidad una virosis febril hemorrágica (VFH/FHV) autóctona de México, tal y como las que surgen en África, Asia, el Medio Oriente y algunos países caribeños y sudamericanos hoy en día: algo así como el Ébola, la Fiebre de Lassa, la Fiebre Amarilla, la Fiebre Hemorrágica de Marburg, el Dengue Hemorrágico, la Fiebre del Valle del Rift, la Enfermedad de Kyasanur, la Fiebre Hemorrágica Brasileña y la Fiebre Hemorrágica de Crimea-Congo, entre otras, surgida en algún punto del interior del propio territorio mexicano y probablemente transmitida por roedores o algún otro animal nativo.

La polémica, desatada desde los primeros momentos en el ámbito académico y también en los medios populares de difusión, una controversia impregnada, no podía ser de otra forma, con tintes muy vehementes y apasionados, ha involucrado a múltiples investigadores, y a unos cuántos «opinadores», tanto mexicanos como extranjeros, durante la última década. Se comprende que “exonerar” a los conquistadores de esta especie de “genocidio involuntario” y pasar la culpa de las pandemias de Cocoliztle a vehículos etiológicos autóctonos, no es del agrado de muchos en la nación mexicana.

Pero… ¿Qué importancia puede tener hoy, a casi 450 años de distancia, discutir la causa desencadenante de una enfermedad que ya es historia? O para ser juiciosos, que creemos que ya es historia.

Pues tiene una gran importancia, y la tiene tanto por razones médicas y epidemiológicas como por razones que atañen a la justicia histórica.

Comencemos por las primeras.

Si la enfermedad que mató a millones de indígenas mexicanos, el Cocoliztle, era una vieja noxa conocida en Europa desde siglos o milenios antes, digamos, por poner algunos ejemplos, el tifus exantemático, la peste bubónica, la fiebre tifoidea, el cólera o el muermo, hubiera revestido una gran importancia sanitaria, y humana, en aquellos momentos, pero en el presente su significado hubiera disminuido extraordinariamente. Todas estas enfermedades son muy bien conocidas hoy y todas pueden ser prevenidas y/o tratadas con cierto grado de eficacia, un grado de eficacia que depende, en primerísimo lugar, del desarrollo social y sanitario alcanzado. Ese fue el caso de la devastación que produjeron entre 1519 y 1521 el sarampión y las viruelas, enfermedades que hoy han sido controladas por las vacunas.

Pero por el contrario, si se trata de un virus desconocido, y además portador de una letalidad extraordinaria, letalidad que no admite discusión en el caso mexicano, entonces pudiéramos encontrarnos inermes ante un nuevo brote actual. Un brote que puede afectar no solo a la nación mexicana sino al mundo entero. ¿Quién no recuerda, estamos hablando de menos de tres o cuatro años atrás, el pánico mundial producido por el Ébola, precisamente una de esas fiebres hemorrágicas virales muy poco conocidas de las que habla el profesor Acuña-Soto?

Revisemos, muy brevemente, dos argumentos enfrentados que subyacen en la base de esta polémica:

  1. Si el Cocoliztle hubiera sido una enfermedad conocida en Europa y traída a América por los conquistadores, estos, sobre todo sus médicos (que fueron muchos y buenos para la época), la hubieran reconocido inmediatamente y diagnosticado, tal y como hicieron con el sarampión, las paperas, la varicela y la viruela. Pero no es el caso. De hecho, hubo cronistas que llegaron a plantear la posibilidad de que aquella epidemia fuera «un nuevo castigo divino» (obsérvese: nuevo) a los indígenas por su idolatría. Todo esto habla muy fuertemente a favor de la hipótesis del doctor Acuña-Soto.
  2. Si el Cocoliztle hubiera sido una enfermedad viral hemorrágica de nueva aparición en los territorios americanos, la mortalidad debiera haber sido igualmente elevada entre los indígenas y entre los españoles. Pero no es el caso. Esto habla con fuerza en contra de la hipótesis de Acuña-Soto.

Pero Acuña-Soto y varios otros investigadores de nivel internacional señalan, en su defensa, los siguientes hechos:

  1. Los sacerdotes españoles se enfermaron y murieron en la misma proporción que los indígenas, por la sencilla razón que estuvieron todo el tiempo atendiéndolos y cerca de ellos.
  2. Los españoles no cambiaron sus hábitos de vida, trabajo y alimentación. Los indígenas sí, y de una forma brusca y a la fuerza.
  3. Existen diferencias genéticas de cierta importancia entre la población autóctona y la española —la genética de poblaciones es una rama de la ciencia relativamente nueva y en pleno desarrollo— que pueden explicar la susceptibilidad de los méxicas al Cocoliztle.
  4. Si las ratas venidas de Europa en los veleros españoles, por poner el ejemplo de la peste bubónica, hubieran sido las causantes, la enfermedad se hubiera expandido de los puertos costeros hacia el centro de México, tal y como ocurrió con la Peste Negra europea en el siglo XIV. Pues bien, con el Cocoliztle ocurrió exactamente al revés.

Debe señalarse que los nativos, en su enorme mayoría, vivían hacinados en construcciones de madera y piedra levantadas al efecto y muy cerca de las tierras de cultivo, sobre todo de las dedicadas al trigo y el maíz. Los españoles, que en ese tiempo eran bastante menos en cantidad que los indígenas, no vivían así.

Y esto nos lleva a la segunda pregunta. ¿Qué agente etiológico desencadenó el terrible Cocoliztle?

Si lo supiéramos con certeza, si encontráramos sin dudas el agente infectante, contestaríamos de paso, casi seguramente, la primera pregunta. Pero la verdad es que no lo sabemos.

Recientemente ha provocado mucho revuelo mediático el hallazgo, efectuado por investigadores alemanes, especialistas en genomas antiguos, y arqueólogos mexicanos, en el enterramiento indígena de la Plaza Grande de Yucundaa-Teposcolula, Mixteca Alta, Oaxaca, de restos de ADN bacteriano en la pulpa dentaria —una buena fuente de ADN— de diez de 24 individuos que se sabe documentalmente que murieron víctimas del Cocoliztle. Estos diez restos humanos estaban contaminados por marcas genéticas (metagenómica) de Salmonella entérica, subespecie Paratyphi C, un tipo bacteriano que no se ha encontrado en otros restos anteriores y posteriores a la epidemia (Nature Ecology & Evolution, 2017).

Aunque muchos periodistas y divulgadores se han apresurado a imputar a esta bacteria la etiología del Cocoliztle, y de paso a los españoles, porque la susodicha bacteria existe desde tiempos inmemoriales en Europa, nos parece, al autor y a muchos otros investigadores, que habría que contestar primero algunas cuestiones:

  1. ¿Existía antes también este germen en tierras mexicanas? Algo que aún no se sabe porque no se ha estudiado.
  2. ¿Se corresponde este hallazgo con los signos y síntomas del Cocoliztle? Las fiebres paratíficas suelen ser más benignas que la propia fiebre tifoidea y no producen hemorragias, pero pudiera haber ocurrido, hace casi cinco siglos, una respuesta inmunitaria anómala en los indígenas.
  3. ¿El hallazgo de la Salmonella entérica significa el hallazgo de un contaminante secundario, o podemos acreditarlo como el agente etiológico primario?

No tenemos respuestas, hasta ahora, para estos cuestionamientos. Por tanto, la polémica seguirá gozando, por el momento, de muy buena salud.

Termino señalando que si bien es cierto que Hernán Cortés y sus soldados derrotaron, esclavizaron y en muchos casos asesinaron a muchos aztecas, y también trajeron, casualmente, enfermedades como el sarampión y las varicelas, y de ahí el inicio de la leyenda negra, no necesariamente tienen que haber sido los causantes de una pandemia que se repitió durante siglos.

El sarampión y las varicelas ya no mataban igual a los indígenas cincuenta años después del arribo de los españoles. Los que no murieron adquirieron inmunidad, tal y como ocurrió en su momento con los europeos. Sin embargo, el Cocoliztle siguió matando despiadadamente, tal y como lo hace el Ébola hoy en día.

Como dice el profesor Acuña-Soto: «Los historiadores son historiadores, no son epidemiólogos».

Nota: La bibliografía para este artículo es muy extensa y no corresponde añadirla a un trabajo de divulgación de este tipo. La ponemos gustosamente a disposición de los solicitantes.


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