Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Ventana del lector

Como polvo agrio

Talco se mueve en medio de una escenografía sin amaneceres y luces asfixiantes que se riegan por paredes, como síntomas que concurren en imposibles escapes

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Al parecer —y puede que nos equivoquemos—, el joven dramaturgo Abel González Melo siente o padece de la necesidad de escribir sobre conflictos localizados en medios marginales, o casi marginales, de nuestra realidad, para adentrarse aún más en ambientes sórdidos que a lo mejor pocos conocen, y si los conocen o saben que existen, los ignoran, habitados por personajes que yacen enmarcados y condenados como símbolos de la otra cara de la moneda cubana. Moneda que, de seguro, hay quienes se niegan a aceptar, achacando su existencia a equis razones que no vienen al caso nombrar porque son de sobra conocidas.

Primero fue con Chamaco, donde el comercio sexual de y entre nuestros jóvenes masculinos hincó sus banderillas, junto a transformistas, hombres de cierta categoría laboral con doble moral, que convergían en ese turbio negocio. Al final, la mayoría de ellos —nos referimos a sus personajes— no podían cambiar de vidas y actitudes, porque el mismo medio donde se movían propiciaba desgarros profundos, cuando la conciencia, esa que no cree en nadie y que muchos a veces tampoco tienen en consideración, les pasa la cuenta al fin y al cabo.

Pero González Melo, sin abandonar su periplo algo predilecto (y no lo apuntamos como crítica) sobre ese inframundo que nos imaginamos, continuará en él sin ninguna complacencia y sí con ciertas notas de comprensión —¡ojo!, lejos de la lástima—, y regresa a él, con su dosis del amor y sus recovecos nada agradables con la obra Talco, dirigida por Alberto Sarraín, cuyo estreno tuvo lugar hace pocas semanas en Miami.

Y, por supuesto, ahora los habaneros y no habaneros —entre los últimos se incluye este comentarista—, pudimos apreciarla con el grupo Argos Teatro, que se caracteriza por ahondar en nuestros conflictos a través de seres con tintes que se balancean entre lo gris de sus vidas y aspiraciones de todo tipo y que, para escapar del primero y poder lograr las segundas, sufren desgarros inevitables e infructuosos, pues el mismo mundo donde habitan, luchan y se desenvuelven, los encadena sin respiro alguno. Así, convergen en un melodramatismo —que no nos disgusta—, junto a un aire de tragedia menguada, antes de llegar al apagón final.

Talco, a su vez, se mueve en medio de una escenografía sin amaneceres y luces asfixiantes que transitan y se riegan por paredes y límites de ellas, como síntomas que concurren en imposibles escapes, en contraposición con los anhelos de sus personajes, casi condenados para siempre. Es decir o anotar que, producto de las situaciones de cada uno de ellos, reconocen aun en contra de sus voluntades que están a merced o predestinados a invivir entre ellos, restregándose o amparándose para lograr un aire de libertad personal en sus conflictos y situaciones, adjuntos a sus propias esperanzas que cada día se les escapan sin remedio alguno.

La retrospectiva, que ya no se ve mucho en nuestro teatro y que le brinda a los espectadores matices y situaciones pasadas, Carlos Celdrán la utiliza acertadamente como carta de triunfo sin ningún edulcoramiento. Se arriesga a presentarla con y en estos jóvenes actores, logrando un fino tejido de lo que fueron y son ahora, y serán siempre en el personaje de cada cual.

Esto es un logro sin lugar a dudas. Porque no cede, no regala nada. Tal parece que se ciñó como amante fiel al texto —que desconocemos—, y lo conjugó para, sin decírnoslo por lo claro, expresar su punto de vista sobre nuestra realidad, como anotamos al principio. Realidad de esquina, de ciudadela, de barrio sin historias, que cuando tienen que enfrentarse a camisa abierta con este submundo donde subsisten, le echan la culpa quizás a quienes menos la tienen.

Cedrán continúa esta línea más que interesante, que muchos creerán mórbida, pero es todo lo contrario. Toda sociedad, así sea la nuestra, está muy lejos del Paraíso que nos pretendieron inculcar. En ella habita el marginal como el respetado fiscal que busca frenéticamente al joven con el que podrá satisfacer lo que hierve en su interior. Con sus variantes, y con otros caracteres y características, Talco, bastante diferente de Chamaco, se revuelve en su misma porquería existencial, sin que ningún personaje, en nuestro criterio, sea Santo ni mucho menos Diablo, aunque a veces los dos de mutuo acuerdo dislocan el ambicionado AMOR en cada uno de ellos, arrastrándolo a lo impensable para sumirse, aún más, en la desesperanza.

La noche en que participé como simple espectador, me llamó la atención el hecho de que la mayoría del público no lo constituía personas, digamos, mayores. Y es un logro. Nuestra juventud, cargada de pocos sortilegios y criada con latentes vacíos cada día más notables, estuvo presente. ¿Un exorcismo a través del Teatro?

Y eso que no es una obra para deleitarse y pasar el tiempo sin hacer trabajar a nuestras neuronas. Talco propone una reflexión con análisis incluido que a todos nosotros nos concierne. Y es lo mejor que agradecemos a los dos: su autor y su director. Y, por supuesto, a sus actores.



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