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Literatura, Literatura soviética, Represión

Condenada a la inexistencia

El excepcional testimonio autobiográfico de Lidia Chukóvskaia muestra la represión de los escritores en la Unión Soviética. En su caso, fue el precio que le hicieron pagar por combatir el miedo con palabras, el silencio con el testimonio, la patraña estatal con la verdad de una ficción literaria

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Gracias al esfuerzo de la editorial madrileña Errata naturae, la obra de la escritora Lidia Chukóvskaia (San Petersburgo, 1907-Moscú, 1996) comienza a estar al acceso de los lectores de habla hispana. En 2014 dieron a conocer Sofía Petrovna. Una ciudadana ejemplar, que este cronista comentó en este mismo diario. Tres años después, publicaron otra novela suya, Inmersión. Un sendero en la nieve, que George Steiner calificó como un clásico de la literatura rusa. Y anuncian que próximamente publicarán el libro en el cual Chukóvskaia durante veinte años recogió, al igual que Eckermann hizo con Goethe, las conversaciones y vivencias de la poeta Anna Ajmátova, de quien fue gran amiga.

En espera de que esa obra esencial de su bibliografía llegue a las librerías, contamos con un tercer libro suyo que aún tiene la tinta fresca: Crónica de un silencio (2020, 284 páginas), excelentemente traducido, al igual que los anteriores, por Marta Rebón. A diferencia de estos, no se trata de una novela, sino de un testimonio autobiográfico. Como ella apunta en la nota preliminar, fue escrito en años diferentes. La primera parte, en 1974, después de que la expulsaran de la Unión de Escritores, aunque después la corrigió y amplió; la segunda, titulada Capítulos complementarios, la redactó entre octubre de 1977 y febrero de 1978.

“En diciembre de 1962 la suerte me sonrió. Llegué a un acuerdo con la editorial Sovietski pisátel para publicar mi libro más querido: Sofia Petrovna. Es una novela sobre el año 1937, escrita en el invierno de 1939-1940, inmediatamente después de haber pasado dos años haciendo colas en la cárcel. No me corresponde a mí juzgar cuál es su valor artístico, pero su valor en cuanto a testimonio sincero es incontestable. A día de hoy (1974) todavía no conozco una sola obra literaria escrita en prosa sobre 1937 aquí y entonces.

“(…) En mi novela traté de reflejar el grado de envenenamiento de una sociedad por medio de la mentira, sólo comparable con el envenenamiento con gases tóxicos por parte de un ejército. Como protagonista no escogí a una hermana, ni a una esposa, ni a una amante ni a una amiga, sino al símbolo mismo de la devoción: una madre. Mi Sofia Petrovna pierde a su único hijo. En una realidad deliberadamente distorsionada, todos los sentimientos, incluso el materno, están distorsionados: ese es mi planteamiento.

“(…) En realidad, yo quería escribir un libro sobre una sociedad que enloquece. La desdichada y trastornada Sofía Petrovna no es en absoluto una heroína lírica; para mí es la imagen arquetípica de aquellos que creyeron de verdad que lo que pasaba era racional y justo. «En nuestro país no se mete a la gente en la cárcel porque sí». Si pierdes esta certeza, no hay salvación; no queda sino ahorcarse”.

Así inicia Chukóvskaia su libro, aunque me parece pertinente añadir unos breves antecedentes referidos a las fuentes de las cuales surgió su novela. Estaba casada con Matvéi Bronstein, un joven de origen judío que fue pionero en el desarrollo de las teorías cuánticas y autor de varios títulos para niños de divulgación científica. En 1937, fue arrestado y ejecutado unos meses después. Cuando su cadáver yacía bajo tierra, su esposa hacía interminables colas para recabar alguna información sobre él. Lo único que sabía era que lo habían sentenciado a diez años “sin derecho a correspondencia”, lo que en la jerga del NKVD, el órgano de la seguridad del Estado en esos años, equivalía a que el recluso había sido fusilado. A ella misma la habrían arrestado entonces, de no haberse ido de Leningrado.

Pero la alegría que Chukóvskaia sintió, al saber que su original por fin vería la luz, le duró poco. Pocos meses después y tras haber cobrado la suma por parte de los derechos de autor, le comunicaron que Sofía Petrovna no se publicaría. La desestalinización tenía sus límites. La literatura profundizaba demasiado en las “consecuencias del culto”, y desde arriba dictaminaron que no había que echar más sal en las heridas. La propia editora jefe, que antes elogió la novela, ahora la consideraba incorrecta desde el punto de vista ideológico y no albergaba “duda alguna sobre su enfoque pernicioso”. La escritora decidió contraatacar del único posible que le era posible: reclamó por la vía judicial el pago del resto de los honorarios. El jurado popular dictaminó a su favor y al cabo de algunos días le pagaron.

Una razón puramente aritmética

Su novela fue así condenada a varias décadas más de silencio. En 1965, vio la luz en París, con otro título y el nombre de algunos personajes cambiado. Al año siguiente se publicó en Estados Unidos con el título original, y más adelante aparecieron traducciones en varios idiomas. En la Unión Soviética solo circuló clandestinamente en samizdat. Su autora tuvo que aguardar hasta 1988 para poder someter su obra al juicio de sus conciudadanos, “sobre todo de los mayores, aquellos a quienes les tocó vivir lo mismo que a mí y a la mujer que elegí como protagonista: Sofía Petrovna, una de las miles que vi a mi alrededor”.

En 1955, Chukóvskaia propuso a La Gaceta Literaria un artículo sobre Boris Zhitkov. En él criticaba a la editorial Detguiz por reeditar solo sus cuentos para niños —en su opinión, lo más flojo de su obra—, mientras desde hacía diecisiete años no se publicaban sus admirables narraciones para jóvenes. El consejo de la revista aceptó su trabajo, con la condición de que no se dijese una palabra sobre su novela Viktor Vavich, destruida en 1941 “por órdenes de arriba”. Ella confiesa que lo aceptó por una razón puramente aritmética: si no es posible publicar toda la producción de Zhitkov, que se reedite al menos una parte.

Después de 1962, sin embargo, comprendió con claridad que “se libraba una lucha, una lucha casi silenciosa, invisible, como todas en nuestro país. Y una lucha en la que ya no era aplicable la aritmética, excepto por lo que respecta a la estadística de los muertos. Ya no se trataba del libro destruido de Zhitkov, sino de la memoria de las vidas destruidas”. Fue entonces cuando se hizo a sí misma un juramento modesto, no pronunciado, también invisible y tácito: “nunca permitiría a ningún editor, por muy noble que fuera el fin, que suprimiera de un libro o de un artículo mío una sola línea dedicada a la memoria de una víctima”.

De la acción silenciosa, pasó a la acción defensiva. En 1964, criticó con dureza la persecución de Joseph Brodski y después, la campaña contra Alexander Solzhenitsin que culminó en su deportación. Escribió además cartas públicas que envió a todos los periódicos soviéticos, aunque, por supuesto, ninguna fue publicada. Una de ellas, dirigida a Mijaíl Shólojov, se reproduce en Crónica de un silencio. En esa misiva se dirige al autor de El Don apacible, por haber este expresado que le disgustó el proceso judicial y la sentencia a Yuli Daniel y Andréi Siniavski, por considerar la primera demasiado legal y la segunda, poco severa.

Chukóvskaia le recuerda a Shólojov que “el trabajo de los escritores no consiste en perseguir, sino en interceder”, y le expresa que en su discurso en el XIII Congreso del Partido “ha dicho que se avergüenza de quienes pidieron clemencia y se ofrecieron a pagar la fianza de los condenados. Sin embargo, para ser sincera, yo no me avergüenzo de ellos ni de mí misma, sino de usted. Ellos han continuado la gloriosa tradición soviética y presoviética de la literatura rusa, mientras que usted, con su discurso se ha excomulgado de esa tradición para siempre (…) La Historia se vengará de ese vergonzoso discurso. Y la literatura se vengará, como se venga de todos aquellos que rehúyen del deber que les impone. Ella lo sentenciará a la pena suprema que existe para un artista: la infertilidad literaria. Y ningún honor, dinero, premio nacional o internacional borrará esta infamia de su mente”.

En 1968, Chukóvskaia escribió un artículo titulado “No ejecuciones, sino pensamientos y palabras”. Se difundió en samizdat, apareció en muchos diarios extranjeros y se leyó en emisoras de radio de varios países. Todo eso provocó, como apunta, que su vida literaria se dirigiera “a un vertiginoso ritmo hacia el abismo. Continué trabajando sin cesar. Pero la posibilidad de compartir los frutos de mi trabajo con los lectores, es decir, de publicar mis escritos, me fue negada”. El último texto suyo que vio la luz fue un extenso trabajo sobre Alexander Herzen, incluido en el almanaque Prometeo (1966). De igual modo, sus libros anteriores fueron retirados de la circulación en las bibliotecas de toda la Unión Soviética. Comenzó así el entierro social, la muerte en vida de quien, tras la muerte de Stalin, se había convertido en una figura respetada en el mundo intelectual.

Inicialmente, la Unión de Escritores no optó por expulsarla, sino que intentó reeducarla. Al igual que otros autores, recibió cartas correctivo-edificantes. Después le notificaron la medida de una “amonestación, con advertencia y nota en el expediente personal”. Quienes la ponían en el punto de mira, eran colegas contagiados de la tiña y la sarna burocráticas. Ese tratamiento cambió tras la muerte de su padre, el famoso traductor y escritor para niños Kornéi Chukovski. A partir de entonces, la Unión de Escritores pasó a emprender acciones bélicas contra ella.

Una ejecución sobre una tumba fresca

La primera fue excluirla de la Comisión del Patrimonio Literario de Kornéi Chukovski. Eso no era una frivolidad. Ambos habían vivido juntos durante varias décadas y ella mantuvo con él una relación muy cercana. El comportamiento insultante de la Unión de Escritores le pareció más que evidente. “En primer lugar, por su intención (separación, excomunión) y, en segundo, por el nivel moral de los inventores de esta mediada. ¡Una ejecución sobre una tumba fresca! No todo el mundo es capaz de caer tan bajo…”.

Mas los hechos probaron que, en realidad, en cuanto a mezquindad siempre se puede caer más bajo en el pozo de la ignominia. En sus últimos días, Kornéi Chukovski trabajó en un artículo para La Gaceta Literaria. Dos semanas después de su fallecimiento, Chukóvskaia lo preparó para la imprenta y en la última página estampó: “Editado por Lidia Chukóvskaia”. Al cabo de un mes, el trabajo no había aparecido y pidió a una persona que averiguara qué había pasado. El motivo era la nota en que figuraba su nombre. Renunció verbalmente a que se publicara, pero le exigieron expresarlo por escrito. En cuanto lo hizo, el artículo de su padre se publicó.

Ella, por su parte, no vaciló un momento en proseguir su lucha abierta e inflexible por la verdad y en defensa de la libertad tanto suya como de otros compatriotas. En los años 70 eso se puso de manifiesto en sus denuncias del acoso de la prensa a Andréi Sajárov y a Solzhenitsin. Lo plasmó en su artículo “La ira del pueblo”, que también se reproduce al final del libro. La represión contra ella no tardó en llegar. En enero de 1974 fue citada por la Sección de Moscú de la Unión de Escritores. Desvalida, casi ciega y sin apoyo alguno, le tocó enfrentarse a un jurado que iba a juzgar su actitud indigna y a tomar las medidas correspondientes.

Como acostumbraba hacer, llevó un tablero con papel, un rotulador y una lupa para tomar nota de todo lo que se dijese. Más de veinte páginas ocupa la transcripción que hizo de aquel juicio inquisitorial, en el que colegas suyos como Agnia L. Bartó, Serguéi Narotchatov, Nikolái Gribachov y Alexander Rekemchuk se prestaron vergonzosamente a aquella burda farsa orquestada para condenarla a la inexistencia como escritora. Como estaba decidido de antemano, la expulsaron de la Unión de Escritores, con la recomendación de que tuviera “una amplia cobertura en la prensa”. Tras comunicarle la decisión, Narotchatov le dijo: “¡Es usted libre!”.

Y, en efecto, así expresa que la escritora que se sintió entonces. “Ya no tengo que participar —aunque sea nominalmente— en la expulsión de los mejores escritores de nuestro país. // Tampoco tendré que participar en las elecciones amañadas, organizadas con un único propósito: «Vote usted lo que quiera, al final se hará lo que digamos nosotros…». Ni estar presente en las reuniones donde la camarada Kárpova nos explique qué es el valor cívico. // Y lo más importante: no volveré a ver nunca, jamás, hasta el final de mis días, reunida en la misma sala, a tanta gente que ha caído tan bajo. La mayoría de ellos ya estaban ahí abajo. Pero otros cayeron, cayeron en ese pantano burocrático, desde lo alto de su talento”.

Tras la expulsión, las editoriales recibieron las instrucciones pertinentes. De hecho, desde hacía ya algunos años no se publicaba ni una sola página escrita por ella. ¿Qué más, pues, podían suprimir? Pues quedaba suprimir su nombre en todos los textos de su padre en los cuales se la mencionaba. Sobre esto, Chukóvskaia comenta: “Si un memorialista escribía: «Lidia Kornéievna abrió la puerta» o «Lidia Kornéievna se sentó a la mesa», esa frase se tachaba. Yo nunca abrí la puerta ni me senté. Yo no estuve”.

Tras morir su padre, Chukóvskaia asumió el proyecto de mantener intactas las habitaciones de la dacha de Peredélkino en las que él trabajaba. La casa pasó a ser así un rudimentario “museo” que recibía con frecuencia la visita tanto de personalidades como de ciudadanos comunes, así como de clases enteras de escolares y grupos de estudiantes universitarios. Venían a ver los dibujos de Maiakovski, las acuarelas de Repin, las fotografías, los libros, los juguetes que había sobre el escritorio de Kornéi Chukovski. En 1972, se le ocurrió llevar un registro de los visitantes y a finales de 1974 ascendían a unos seis mil. Esos, sin que apareciera un anuncio en la prensa ni en ningún otro medio.

Pero el tiempo había obra un efecto devastador sobre la vivienda. Los balcones estaban podridos, los cimientos cedían, el porche de la entrada se fue separando de la fachada, las puertas y ventanas estaban torcidas. Chukóvskaia envió peticiones al Fondo Literario, su propietario legal, pero las reparaciones se posponían año tras año. En la colonia de escritores de Peredélkino, la casa de su padre solo tenía una rival que la superaba con creces en el grado de deterioro: la dacha de Boris Pasternak.

El proceso para excluirla y silenciarla prosiguió de manera impasible, silenciosa, invisible. Su casa de Moscú pasó a estar vigilada y monitoreada por la KGB. Cualquier persona que entraba al portal del edificio tenía que decir a dónde iba y a visitar a quién. Una alemana de origen ruso, pero que no sabía una palabra de este idioma, fue interrogada al entrar por el ascensorista. Como ella no lo entendió, pulsó el botón del piso. Al instante, el hombre se colocó delante de ella con los brazos extendidos. Sin entrar en discusiones, la mujer se dirigió a las escaleras y subió hasta el piso donde vivía Chukóvskaia. Esta cuenta que, con un susto de muerte, su invitada le comentó: “He visto muchas películas de persecuciones… ¡Persiguen a criminales en coches, en aviones, a caballo, en submarino, en motocicletas, en lanchas, en yates, en barcos de vapor, en helicópteros! Pero nunca había visto una persecución en ascensor”.

Requisaban sus medicamentos

En una ocasión, al llegar ella y su hija a la casa se encontraron con la cerradura forzada y un precinto en la puerta. La segunda presentó una protesta formal por el allanamiento. Pero el jefe de la policía no halló nada en las actuaciones de sus subordinados que “violara la legalidad socialista”. En la dacha, la vigilancia era intermitente. A veces había merodeadores ociosos ante la entrada. Otras, un misterioso taxi que no admitía pasajeros permanecía aparcado enfrente durante horas. Chukóvskaia tampoco podía usar el Volga heredado de su padre. Por estar casi ciega, no podía conducir. Y los choferes que contrataba eran citados de inmediato por la policía o por un superior, por lo cual acababan por negarse a llevarla. Ella, además, no tenía fuerzas para ir andando a la parada o a la estación de autobuses o del metro.

Pese a ese linchamiento que le impedía llegar a los lectores, Chukóvskaia retomó su trabajo. Sus obras lograron cruzar las fronteras y se publicaron en París y Nueva York. Para impedirle trabajar, las autoridades soviéticas se valieron de múltiples ardides. Debido a su discapacidad visual, ella solo podía usar rotuladores negros con los cuales podía escribir con letras grandes que pudiera ver. Pero esos rotuladores escaseaban en las tiendas. Algunos amigos se los enviaban del extranjero, y así pudo resolver durante un año. Entonces las autoridades estimaron pertinente inmiscuirse en el asunto.

En tres ocasiones los rotuladores le llegaron mutilados, pues les habían cortado la punta con una navaja de afeitar. Con una suave nota de ironía, Chukóvskaia escribe: “Por lástima a ese servidor de la cultura pedí a mis amigos que no volvieran a enviarme rotuladores por correo. Un nuevo engorro para las autoridades: ahora tienen que seguir al turista extranjero de turno que entra en mi portal, sube en ascensor o por la escalera y me entrega los rotuladores en mano”. También le requisaban los medicamentos y su correspondencia era inspeccionada, leída, fotografiada, y determinaban qué cartas le entregaban y cuáles no. A veces, el censor era descuidado, y después de abrirlas y leerlas las ponía en sobres equivocados.

En el capítulo que cierra el libro, Chukóvskaia reproduce algunos fragmentos de la reunión en la cual se consumó otra expulsión, la de su colega Vladimir Kulnikov. Cita también parte de la carta que Gueorgui Vladimov hizo circular en samizdat en miles de copias y que estaba dirigida a la dirección de la Unión de Escritores. En ese texto, el autor de El fiel Ruslán expulsa a esa organización de su vida y expresa a sus funcionarios: “Soporten la carga de su mediocridad, hagan lo que saben hacer tan bien, lo que es su vocación: presionen, persigan, prohíban. Pero sin mí. Les devuelvo el carnet número 1.471”.

Chukóvskaia suscribe las palabras de Vladimov y agrega estas suyas: “Cada uno de nosotros sabe cuál es su deber. Para expulsar de nuestra vida —y, más profundamente, de nuestra alma y, más ampliamente, de la literatura— a la Unión de Escritores, con todas sus pútridas y fétidas mentiras, nosotros, los expulsados, no necesitamos, por suerte, ni complots, ni asambleas, ni resoluciones. Es un acto de voluntad personal. Solo nos atañe a nosotros, a cada uno de nosotros y a todos juntos (…) Olvidemos las salas de la Casa Central de Escritores. Aprendamos a ver la oscuridad: la fraternidad está aquí muy cerca”.

Crónica de un silencio es un libro excelente, escrito con pasión y con una elocuencia brillantemente razonada. Se lee con horror y, al mismo tiempo, con indignación. Resulta difícil comprender las razones por las cuales un régimen totalitario y con poder omnímodo reprimió con tanto ensañamiento y ferocidad a Chukóvskaia. Tal vez porque sus dirigentes y comisarios tenían la profunda convicción de que los artistas y los científicos no pertenecen al pueblo, ni a la tierra que los ha nutrido con su savia, sino a ellos, amos del país. Y posiblemente, porque no podían concebir que una mujer vieja, desvalida y enferma demostrara un coraje tan indomable, una integridad tan compacta.

Como Marta Rebón y Ferrán Mateo expresan en el postfacio de Sofía Petrovna, Chukóvskaia “combatió el miedo con palabras, el silencio con el testimonio, la colectivización con la historia individual, la patraña estatal con la verdad de una ficción literaria, la indiferencia ante el dolor de los demás con la empatía hacia el sufrimiento ajeno, el heroísmo tradicionalmente de corte masculino con el espacio íntimo femenino”.