Cine, Cine cubano, Documentales
Cosecha cubana del 65
La producción de documentales dejó tres notables filmes pertenecientes a cineastas muy distintos entre sí. Constituyen referencias insoslayables de nuestro cine y en su momento fueron galardonados en festivales internacionales
A diferencia del poco satisfactorio saldo artístico que dejaron los filmes de ficción estrenados ese año, para el género documental el de 1965 fue un buen año. En lo que se refiere a cifras, se rodaron unos 24 títulos. En la nómina de directores, figuran Pastor Vega, Enrique Pineda Barnet, Héctor Veitía, Bernabé Hernández, Sara Gómez, Miguel Fleitas, Rogelio París y Sergio Giral. A esos filmes hay que sumar los documentales didácticos, así como las ediciones semanales del Noticiero ICAIC Latinoamericano. Este último, como se lee en el número 31-33 de Cine Cubano, tenía ya en su haber logrado “algo nada fácil: la popularidad. Cada semana, el público espera esa breve parte de todo programa fílmico que le traerá las noticias de los últimos siete días, en una forma ágil, fresca, eficaz y saturada, muchas veces, de buen humor”.
Para 1965, el documental era un renglón que había alcanzado ya gran importancia en la producción del ICAIC. Un dato ilustra este rápido desarrollo. En 1963, el departamento dedicado a ese género cinematográfico ocupaba el cuarto piso del edificio de 23 y 12, en el Vedado. Dos años después, contaba ya con una sede propia. Ese crecimiento no solo se reflejó en la cantidad de filmes realizados, sino en el buen nivel de calidad de varios de ellos. En el año del que aquí me ocupo, por ejemplo, se estrenaron obras de valores muy estimables: Excursión a Vuelta Abajo (Sara Gómez), Hombres del cañaveral (Pastor Vega), Sobre Luis Gómez (Bernabé Hernández), Oro de Cuba (Alejandro Saderman).
Pero para dar una idea —parcial, por supuesto— de los caminos temáticos y estéticos de la producción documental de aquel año, he escogido tres títulos. Pertenecen a tres cineastas muy distintos entre sí, que constituyen referencias insoslayables de nuestro cine. Asimismo sus respectivos filmes usualmente son incluidos en las retrospectivas y muestras que se dedican a las mejores películas producidas en la Isla. En su momento además sus valores artísticos y cinematográficos fueron reconocidos en festivales internacionales. Y cincuenta años después de haber sido hechos, resulta difícil discutirles su condición de clásicos.
Un rudo puñetazo en pleno rostro
El primero de esos documentales es sobradamente conocido: Now!, de Santiago Álvarez (1919-1998). Reportó a su director la Paloma de Oro en el VIII Festival de Internacional de Documentales y Cortometrajes de Leipzig, que ya él había ganado el año anterior con Ciclón (posteriormente lo volverá a hacer en otras dos ocasiones). Acumuló después otros premios en eventos de España, Italia, Cambodia, Chile e Irlanda. En Cuba fue incluido en la selección anual de la crítica. Y en 1996, ocupó el sexto lugar en la encuesta realizada entre críticos de once países, pertenecientes a la Asociación de la Prensa Cinematográfica, para escoger las mejores películas latinoamericanas de todos los tiempos.
Acerca de cómo surgió aquel filme, Santiago Álvarez expresó: “Fueron mis experiencias americanas las raíces de Now!, mi película contra la discriminación racial en USA. Se me vino a la cabeza cuando estaba escuchando una canción titulada Now!, cantada por Lena Horne (una melodía basada en un antiguo canto hebreo anónimo). Cuando empecé a trabajar en esta película, ese recuerdo, esa experiencia, me ayudó: utilicé todo el odio que había sentido contra la discriminación racial y la brutalidad”.
La historiografía ha descubierto en Now! un antecedente de lo que décadas más tarde sería el videoclip. Y en efecto, en su esencia lo es. La duración del documental, poco más de 5 minutos, se ajusta exactamente a la de la canción del mismo nombre (de acuerdo a algunos, fue el editor Idalberto Gálvez quien se la hizo conocer a Santiago Álvarez). ¿Cuál fue el origen de esa composición musical? El 15 de septiembre de 1963 ocurrió un suceso que Martin Luther King Jr. calificó como “uno de los más sangrientos y trágicos crímenes perpetrados contra la humanidad”. Varios miembros del Ku Klux Klan lanzaron quince paquetes de dinamita contra una iglesia bautista para afroamericanos en Birmingham, Alabama. Murieron cuatro niñas y 22 personas resultaron heridas.
Tras aquel incidente, la cantante, bailarina y activista por los derechos civiles Lena Horne (1917-2010) se dirigió a la National Association for the Advance of Colored People (NAACP) para que le indicaran de qué modo podía contribuir. Una antigua amiga suya, Betty Comden, autora de canciones y libretos de algunos de los más exitosos musicales de Hollywood y Broadway, escribió, junto con Adolph Green, la letra de una canción contra el racismo y la tituló Now! Para la melodía, adaptaron la de Nava Naguila, canción folclórica hebrea compuesta en 1918, para celebrar la victoria inglesa en Palestina y la Declaración Balfour, con la que Inglaterra se mostraba favorable a la creación del hogar nacional para el pueblo judío. Horne cantó el tema en un par de conciertos benéficos en el Carnegie Hall, y después la grabó en un disco sencillo. Su objetivo era compartir las recaudaciones de las ventas con la NAACP y con el Congress of Racial Equality. Pero debido al contenido radical de la letra, las emisoras de radio se rehusaron a programarla. La cantante incluyó Now! en el álbum Here´s Lena Now (1964). Asimismo en 1965 apareció en el disco The Stars Salute Dr. Martin Luther King Jr.
Para un hombre que se declaraba un cineasta político (“Mis filmes siempre tienen fines políticos, porque todo en la vida es política”), la canción le venía como anillo al dedo. Su mensaje era meridianamente claro: “Enough with the quoting/ Put those words into action/ And we mean action now”. Es decir, basta de palabras, es momento de pasar a la acción. El problema que de entrada se le planteó a Santiago Álvarez fue la imposibilidad de poder filmar expresamente para el documental. Como la necesidad es la madre de la invención, decidió entonces echar mano al material gráfico a su alcance, que no era mucho: un puñado de fotos de revistas y unas pocas secuencias de noticieros. Para él, el mito de la originalidad no existió, y no tenía ningún reparo en reutilizar con total desenvolvimiento tanto imágenes propias como ajenas. Todo era lícito para lograr sus propósitos expresivos y de contenido.
Los animadores Pepín Rodríguez y Adalberto Hernández y los editores Norma Torrado y Adalberto Gálvez hicieron un verdadero milagro. Armaron ese ensamblaje visual y sonoro recurriendo a los procedimientos más elementales del cine. Para dar movimiento y dinamismo a las fotos, la cámara se acerca, se aleja, selecciona detalles, pone, elimina. En el montaje se emplearon además distintos recursos, desde los racords a los encadenados y las sobreimpresiones. Para Santiago Álvarez, aquel documental significó una lección: “A partir de lo que hice en Now! me di cuenta que la foto puede ser animada espléndidamente, funcionalmente, en una mesa de animación, y tener el mismo impacto o el mismo propósito que una secuencia filmada en vivo”. En Now! se evitaron los primeros planos, pues el documental no testimonia un caso individual, sino el drama colectivo de una minoría discriminada. Parafraseando al siempre provocador Godard, Santiago Álvarez podría argumentar que los primeros planos son también una cuestión moral.
En el comentario suyo que aparece en el libro Tierra en trance. El cine latinoamericano en 100 películas, Isleni Cruz Carvajal apunta que Now! es una lección magistral de poética fílmica. El documental posee una realización perfecta, al conseguir que el montaje fotográfico fluya en ininterrumpida secuencia con la canción. El contenido de la música establece un contrapunto con la intensidad de las imágenes, y entre una y otras hay una síntesis expresiva total. Asimismo la denuncia de la canción se hace más enérgica con el testimonio visual de las espeluznantes atrocidades de la policía: bastones eléctricos, perros amaestrados, gases lacrimógenos, detenciones. Santiago Álvarez poseía una fuerte vocación política, y en ese aspecto Now! es un alegato de trinchera, un rudo puñetazo en pleno rostro. Pero está hecho con un gran dominio del oficio y una admirable capacidad poética. Entre los muchos elogios que se han escrito sobre ese filme, quiero citar el de José Antonio Évora: “Now! es un exorcismo de la pasión, pero también una fiesta de la inteligencia”.
Un western al estilo cubano
Aunque había realizado antes algunos documentales y cortos de ficción, Oscar L. Valdés (1919-1990) consideraba Vaqueros del Cauto (30 minutos) como su primer filme. Según él, fue donde por primera vez logró plasmar los temas que deseaba abordar y también logró una manera de decir que le interesaba. Fue además la obra que lo reveló como un magnífico documentalista. Como muchos directores, quería dar el salto al cine de ficción y lo hizo con El extraño caso de Rachel K (1974). Pero el proyecto pasó por muchos avatares (en el guión intervinieron hasta cuatro personas) y el producto final resultó malogrado. Tras aquella incursión en ese campo, retornó al documental. En ese género, su filmografía es bastante extensa y sobre todo pródiga en títulos de notables valores estéticos.
Vaqueros de Cauto reportó a Valdés los primeros reconocimientos a su trabajo. En Cuba figuró en la selección anual de las películas más destacadas, hecha por los críticos. Asimismo en el IV Festival de Cine de Moscú le concedieron el segundo premio. Por su parte, el jurado del Festival Internacional de Cine Documental y de Cortometraje de Bilbao le otorgó la medalla de plata. Y en el Festival de Phnom Penh recibió la copa y el premio de honor. Valdés se sumó así a la lista de cineastas que contribuyeron a que en el extranjero se empezase a hablar de la escuela cubana de documental.
Al referirse a qué lo llevó a filmar un documental sobre el mundo de los vaqueros, Valdés declaró: “Estaba en la búsqueda de un asunto relacionado con el hombre enfrentado a trabajos de características violentas, peligrosas, duras, es decir, el hombre frente al peligro, el hombre en la aventura. Un discurso de Fidel, en el cual hablaba del trabajo del vaquero, me interesó en esa realidad. Fui con Jorge Timossi a visitar cooperativas y granjas agropecuarias. El comandante Escalona nos ofreció todos los recursos para investigar esa realidad. Descubrimos que el tema que nos interesaba para el cine lo teníamos allí. Y nos entusiasmó la idea. Nos fue muy fácil la factura del guión; esa realidad era muy rica y nos proporcionaba todos los elementos para un argumento. En muy pocas sesiones dejamos terminado el documental”.
Cuando se dice vaquero, por lo general se piensa en el cowboy de Estados Unidos, cuya imagen ha sido popularizada por el cine. Aunque Valdés nunca pensó hacer un western, la propia realidad aportó elementos que tienen similitudes con esas películas. Eso hizo que varios críticos señalasen que Vaqueros del Cauto dialoga con el cine de género y sigue los lineamientos clásicos del western. En todo caso y dado que se trata de un documental, el filme de Valdés está desprovisto de la intriga y de otros ingredientes del cine de ficción. Además en esa época esas películas estaban mal consideradas en el ICAIC. Así lo cuenta Jorge Pucheux en su blog y recuerda que cuando Valdés rodó su documental se hicieron comentarios poco alentadores de que era una película más del oeste.
El documental revela un mundo de una gran riqueza humana. No se reduce a mostrar simplemente la labor de los vaqueros que hacen su faena cerca del río Cauto. El espectador asiste a los diferentes aspectos de su trabajo: la doma, el ordeño, la marca de la res, el arreo. De la propia acción se van derivando las características sicológicas y sociales de esos hombres. El vaquero es un trabajador responsabilizado con su oficio. Una profesión en la cual el peligro y la pasión constituyen los elementos cotidianos. “Yo he dejado una muela en cada granja”, comentó un vaquero a los realizadores. El peligro además, al igual que la violencia, llega sin anunciar. En ese oficio no solo se necesita valor, sino además destreza. Y adquirirla lleva tiempo. Por eso un vaquero afirma categóricamente que “el que no comienza de niño es un mediocre”. Y otro agrega: “No a cualquiera se le puede llamar vaquero”.
Por su propio trabajo, esos hombres poseen determinadas características. Tienen una aguda conciencia social. En sus colegas valoran mucho el mérito profesional. Son orgullosos y tal vez tienen algo de vanidad. Esto último se matiza un tanto porque poseen conciencia de la importancia de su trabajo.
El vaquero está muy vinculado a su medio. También lo está a la res, que para él es trabajo, pero además diversión. Parte del documental está dedicada a un rodeo, en donde el vaquero tiene la oportunidad de exhibir sus destrezas. Es por eso una actividad para la cual debe prepararse muy bien. Ahí la vanidad debe mezclarse con la hazaña. Para el que sabe hacer bien las cosas, hay admiración y respeto. Incluso si le falla la técnica pero demuestra valor, no hay burla. Sin embargo, el vaquero no solo depende de sí mismo: una soga mal puesta por un compañero puede ocasionar que se pierda el prestigio. Y lo peor, delante de todos.
Algo a resaltar en Vaqueros del Cauto es la ausencia de eso que en el lenguaje popular cubano se definía como “teque”. No descubro nada nuevo al decir que el cine ha sido uno los medios de adoctrinamiento ideológico usados por el régimen. Por extraño que parezca, en el documental no hay referencias directas a la revolución. Valdés se concentró en captar al vaquero desde una óptica eminentemente humana, y eso le da al filme una singular dimensión épica.
El director y su equipo artístico y técnico optaron por ocultarse y dejar que los vaqueros cobren presencia y se definan por sí solos. Jorge Timossi, quien firma el guión, inserta unos comentarios muy breves, que son leídos por Sergio Corrieri. Ese es precisamente el único reparo que cabe hacerle a Vaqueros del Cauto. El actor dice los textos con frialdad, con falta de ritmo, lo cual hace que suenen artificiales y ajenos al estilo periodístico del filme.
Valdés pone de manifiesto un buen dominio de los recursos fílmicos. Su documental posee una narrativa ágil y vívida, que en parte proviene del ritmo cinematográfico del western. La cámara sigue con detenimiento e incluso fruición a los vaqueros. Véase la secuencia del hombre que ensilla por primera vez un caballo. En ese aspecto, es justo reconocer la calidad de la fotografía de Luis García Mesa, quien consigue darle a la imagen un sentido tremendamente eficaz. La cámara es manejada con agudeza y dinamismo. Y aunque los ejemplos que lo ilustran son varios, solo voy a mencionar la escena de la estampida. Se insertan además algunos toques de humor y el filme posee, en conjunto, un sentido del espectáculo muy de agradecer.
Con Vaqueros del Cauto, su director aportó una obra atractiva y madura a la entonces joven e incipiente cinematografía cubana.
Homenaje al cubano común
Al igual que hizo Valdés en Vaqueros del Cauto, Nicolás Guillén Landrián (1938-2003) se fue a una zona rural de la antigua provincia de Oriente para rodar Ociel del Toa (17 minutos). Había dirigido antes algunos documentales y uno de ellos, En un barrio viejo (1963), lo había revelado ya como un promisorio cineasta, además de que le reportó un diploma de honor en el Festival Internacional de Cortometrajes de Cracovia. Pero fue la obra antes mencionada la que confirmó la presencia de un creador talentoso. Así lo consideró la crítica nacional y también el jurado de la Semana Internacional de Cine Religioso y Valores Humanos de Valladolid, que en su edición de 1966 le concedió la Espiga de Oro en la categoría de documental.
Al ser entrevistado entonces a propósito del estreno de su filme, Guillén Landrián confesó que la idea de realizarlo se la sugirió Theodor Christensen. En una charla con él, le comentó que no sabía qué tema abordar, y el director danés le aconsejó irlo a buscar en el campo. Y para ello se fue en ómnibus a la región de Baracoa, donde permaneció por un mes. Quedó fascinado con el lugar y con la gente, y de aquella estancia surgió una trilogía de documentales, integrada por Ociel del Toa, Retornar a Baracoa (1966) y Reportaje (1966). Como otros filmes suyos, todos surgieron de proyectos escogidos por el propio director. No fueron hechos por encargo del ICAIC, como era la norma.
El río Toa, en el sur de Oriente, y los hombres y mujeres que allí viven y trabajan, constituyen el núcleo central del filme. Su protagonista es Ociel. Al inicio aparece un breve texto que lo presenta: 16 años, tercer grado de escolaridad, miliciano, desde los 10 años trabaja en el río. Ociel conduce una cayuca, que es el medio de transporte de personas y alimentos. A través de él, se ofrece una visión entre poética y crítica de esa realidad. No hay propósito didáctico ni propagandístico. El propio director se encargó de aclararlo: “¿Demostrar? Nada”. Guillén Landrián deja que la realidad se exprese a través de las imágenes; que dé un testimonio del modo de vida y las rutinas de esas gentes.
Con sutil encanto y un estilo que a veces recuerda a Jean Renoir, Guillén Landrián sigue a los campesinos. Vemos a la madre de Ociel en los quehaceres domésticos. Al adolescente cuando conduce la cayuca, cuando va a una pelea de gallos. También asistimos al nacimiento de un niño y a un cortejo fúnebre. Asimismo hay lugar para la diversión, que allí se reduce a ir a un baile el fin de semana. Los domingos por la noche no hay otro modo de pasar el tiempo, y por eso la iglesia se llena. “Es bueno que esto lo vean en La Habana”, se lee en uno de los intertítulos. Algo expresado por uno de los campesinos.
Guillén Landrián se desmarca de la fetichización de las masas que el cine cubano promovió durante décadas y muestra hombres y mujeres individualizados. Estos además —es uno de los tics estilísticos del realizador— con frecuencia son mostrados mediante primeros planos, en los que muchas veces aparecen inmóviles y mirando directamente a la cámara. Eso corresponde a la mirada antropológica que caracteriza el cine de Guillén Landrián, y que se centra en los sectores más humildes y en sus expresiones culturales. Al igual que en otros de sus documentales, en Ociel del Toa hace un homenaje al cubano de a pie, al ciudadano común. Eso le permite registrar una zona apenas explorada por los cineastas de la Isla y mostrar la existencia precaria de sus habitantes. En este sentido, resulta oportuno apuntar un detalle advertido por Manuel Zayas, y es el candor y el cariño con que el director retrata a esas personas.
Ociel del Toa fue el tercer documental en el que Guillén Landrián trabajó con Livio Delgado. Antes lo había hecho en El Morro y En un barrio viejo y lo volvería a hacer en Retornar a Baracoa. La contribución de Delgado como director de fotografía fue muy importante en Ociel del Toa, pues su director buscaba un nuevo lenguaje en el que la imagen fuese el elemento fundamental. Guillén Landrián comentó en una entrevista que Delgado logró captar “toda la atmósfera del lugar para trasmitirla luego con toda la belleza que necesitábamos para que, sin caer en paisajismo o regodeo de la realidad plástica del Toa, logre no obstante esto, dar todo ese mundo exuberante, dramático y relativamente desconocido que en las márgenes, en el río y en toda esta zona de la provincia de Oriente, se mueve”.
Acerca de la magnífica fotografía, conviene señalar que las imágenes poseen la autenticidad que les da el hecho de haber sido tomadas en el contexto donde viven y trabajan esas personas. Pero ese es solo uno de los varios aciertos del filme. Posee además un montaje lleno de sutilezas, a través del cual las imágenes se cargan de sentido. Asimismo es particularmente original el modo como están insertados los intertítulos, otro rasgo que singulariza el cine de Guillén Landrián. En algunas ocasiones aísla frases de los textos y para darles otro relieve amplía el tamaño de las letras. Así, tras una secuencia en la cual se muestra a Ociel cuando trabaja en el río, se lee: “Son horas con los pies en el agua”. Y luego se reitera: “con los pies en el agua”. Algo similar hace el director con el comentario “Es bueno que esto lo vean en La Habana”. Al aparecer escrito y no dicho ante la cámara por un campesino, adquiere un alcance crítico, al llamar la atención sobre la lentitud con que las transformaciones de la revolución estaban llegando a aquella zona.
Después de Ociel del Toa, Guillén Landrián logró realizar algunos documentales más. Entre ellos, Coffea Arábiga (1968), que en opinión de Paulo Antonio Paranaguá es “la perla del cine cubano” y “la película más insólita e irreverente jamás realizada en la isla”. Pero a su director no se le consideraba políticamente correcto y para los comisarios y la burocracia resultaba un hombre incómodo. En 1972 fue expulsado del ICAIC. Eso significó su condena al ostracismo y a la muerte civil. Sus filmes dejaron de proyectarse, su nombre fue borrado. Se convirtió en un cineasta de culto, pero desconocido por el público. En 1989 pudo salir de Cuba hacia Estados Unidos, donde posteriormente murió.
El “descubrimiento” de Guillén Landrián, a partir de los años 90, ha sido uno hecho muy significativo. En 2003, Manuel Zayas lo recuperó en el documental Café con lecho. Al mismo se sumó después El fin no es el fin (2005), de Jorge Egusquiza y Víctor Jiménez. En Cuba, la proyección de sus filmes ha tenido un enorme impacto entre los cineastas jóvenes. El pasado mes de abril, se inauguró en el vestíbulo del Cine Chaplin, de La Habana, una exposición de cuadros y dibujos del realizador de Ociel del Toa. Se titula Contra el vacío y forma parte de las actividades de la 14 Muestra Joven ICAIC. En el evento se proyectaron además nueve filmes de Guillén Landrián. Asimismo se programó un coloquio sobre su figura y su trabajo. Quien en otra etapa fue criticado por ser demasiado formalista y acusado de diversionismo ideológico, es hoy una referencia esencial de los nuevos documentalistas cubanos.
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