Actualizado: 17/04/2024 23:20
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Pintura, Escultura, México

Cuevas ha muerto en la Ciudad de México mientras bailaba un danzón

José Luis Cuevas, uno de los artistas plásticos más controvertidos de México, murió la tarde de este lunes en la capital del país. Este texto es un homenaje al creador

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“Yo no sé bailar, pero cuando lo hago pinto las tablas; sí, dibujo, bailó en los folios”, me confesó José Luis Cuevas en 1992 en la inauguración del Museo que lleva su nombre en el centro histórico de la Ciudad de México. Acerina toca el danzón “A las alturas del Simpson” del cornetista matancero Miguel Failde y la algarabía en las gradas sube el tono. Danzonear rima con dibujar. Los pies de Cuevas se deslizan por los ensimismados poros de la baldosa. Un-dos/un-dos/adelante/lateral/atrás. Un trazo punzante de gestualidad descalza recorre las estancias del horror. La figura yace en los filos de la sombra. Acerina interrumpe las tonalidades de su “Mujer perjura”: ha entrado a escena una indecisa loca que se declara dueña del instante. Un-dos/un-dos/adelante/lateral/atrás. Beatriz del Carmen se regodea como una colegiala prendida de la cintura de José Luis que la abalanza sobre el mundo. Acerina repiquea los timbales en 1-2-3/1-2: clave que justifica cualquier maroma. Talle en espirales. Figuraciones. Acerina se decide por “Almendra” (Abelardo Valdés). La habanera, concordia de sonoridades múltiples. “Si me pide el pecao / te lo doy…”.

El danzón es un bolero instrumental que los mexicanos le robaron dulcemente a los cubanos. El danzón es una habanera con tristeza festiva de rumba negra. El danzón es una pausa rítmica que se abaniquea mirando el cielo. El danzón nació frente al mar, por eso en Veracruz se siente otra vez en su casa. El danzón es una cadenciosa obsesión que se baila.

Cuevas nació en febrero, de madrugada, en los altos de una fábrica de lápices y papeles: destino inmediato: El grafito como un azar; los piélagos de las hojas, un espejo que el muchacho colorea con los resuellos de su aliento. Consejo Valiente llega a México y los bailadores lo bautizan como Acerina: su rostro brilla bajo los entornos de las luces del salón de baile. Acerina, piedra negra radiante que toca los timbales en los intervalos de un tiempo que se columpia sobre las abejas que brotan de los violines.

“La flauta mágica” (Romeu) despierta las ansias del grabador que ha traído a Goya, Chagall, Blake y Dubuffet a la jarana. Francis Bacon irrumpe con un cuchillo de carnicero a la presentación. Chagall se ha quedado afuera y se ciñe al precipicio de la novia que valsea con una nube de azul cobalto. El brillo del polvo se acopla a la soledad. Cuevas grafica la oscilación. “Una risa, / Como un aullido / Desde el fondo del niño / Cada día / José Luis dibuja nuestra herida” (Octavio Paz). Paul Klee entra en el momento justo de los acordes de “El barbero de Sevilla”, danzón rossiniano en pulsaciones de síncopas criollas. Klee cruza los límites con su línea-pértiga, en zancos que deletrean la conga. Bacon se tambalea: deshace el meridiano gris. Acerina saca de su sonrisa las cédulas de Santiago de Cuba.

Iniciación de la feria. Los músicos de la danzonera se reabren a la ráfaga de flauta, cuerdas, clarinetes, tumbadoras, piano, güiro y timbales. La puta desciende abrazada a la muerte. Un arpegio desalienta la mirada del grabador. Un pordiosero despliega su legaña oxidada sobre el equilibrio cordial del certamen. Acerina ríe. Ilustrar la pesadumbre, le susurra el pintor a Beatriz del Carmen. Bailar un danzón con acerina es esculpir el instante. Acerina ríe. “Arroz con pescado” (Ponce Reyes). “Yo busco su rodilla. / La goma arábiga entra en ebullición. / Con una plumilla, inauguro / otro Barrio Gótico en mi cara” (Francisco Hernández).

Cada paso es una enunciación. Hay un séquito de monstruos que espera: Cueva abraza a la puta yaciente, la empina, la zarandea en toda la degradación posible y la “Vereda tropical” (Gonzalo Curiel) se enlaza con la “Clave azul” (Agustín Lara). José Luis decide terminar el happenings. Chagall entra con la novia a cuesta. Klee juguetea con la punta de su línea-caña. Matisse se escabulle en un azul de crema opacada.

“Mis mundos son concéntricos con las danzas. Mis trazos nacen de las caderas de las mulatas. De mis putas queridas. Mi modelo me ceba los gozos. Cuando esculpí a La Giganta bailé con ella el rondó de la Serenata de Schubert”, me dijo Cueva hace años, mientras Benny Moré cantaba en el tocadiscos “Oh, vida”. / “Tengo sangre cubana: ¿de dónde tú crees que me aúllan estos fantasmas carbonizados?” / Francis Bacon trota por un andén-laberinto.

José Luis es un niño mirando la violenta punta del arco. William Blake desembarca en el amarradero 5 del puerto de Veracruz y pregunta por un muchacho que insolenta el muro que bosqueja una partitura de acordes donde la vida reaparece pestañeando. La duración, un oscuro muestrario de iniciales. La existencia deambula los gestos con premura deseosa. Goya llega temprano a su atelier antes de que los monstruos despierten y devoren los cálices del fuego. / José Luis desnuda los espejos / se retrata Indolente despojado dentro del paisaje de una pesadilla que confronta a la noche. / Una evocación para el instante: la pausa se traga la impureza. La puta besa la soledad. Los pájaros que Sade compró a la bruja, Kafka los asfixia con tintura yodada en la pupila. Evocación en la cartulina del encierro. La reclusión ata con cordeles oxidados el posible encanto de la avidez. / Arena y mármol / cellisca y fronda / un cuervo escondido ríe en la acuarela. La puta se ha puesto un embozo de mercurio: el espejo se la traga en la madriguera de la cuenca. El único tiempo es la inquietante dualidad compulsiva de verse siempre protagonista del último sacrificio. José Luis Cuevas merodea el oscuro resplandor de la vida. El único lugar es el lienzo.


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