Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Literatura, Fotografía

De cuerpo entero

El día que Iván Cañas fue a visitarlo, cámara en mano, el autor de “Paradiso” acababa de cumplir 59 años

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Las cuarenta fotografías que Iván Cañas tomó al poeta José Lezama Lima, a lo largo y hondo de dos caminatas habaneras (verano 1969, primavera 1970), tuvieron que esperar cuarenta años para encontrar las paredes de la Galería Central del recinto Wolfson del Miami Dade College (edificio 1, 3er piso, salón 1365) y sólo desde allí, desde esa ventana pública, abierta a la comunidad cubana en el exilio, presentarnos a un José de cuerpo entero: el día que Iván Cañas fue a visitarlo, cámara en mano, el autor de Paradiso acababa de cumplir 59 años, llevaba cinco de casado con María Luisa Bautista, vivía en su casa de siempre, ahora en profundo ostracismo, y ya cargaba con unas 350 libras de peso. El asma lo minaba pero no podía ni quería renunciar a sus habanos de la marca Hoyo de Monterrey, de seis pulgadas. La obstinación y la risa, bien mezcladas, producen resultados sorprendentes: obstinado, risueño, Lezama se las arreglaba para restarle dramatismo a su mala suerte.

Paradiso había sido publicada tres años antes, en 1966, y desde el momento mismo en que llegó a las librerías, para alegría de sus entonces pocos lectores, encontró enorme hostilidad oficial: aquel libro era demasiado fatigoso, casi incomprensible para las autoridades culturales y la élite política de una Revolución que prefería el elogio y el triunfalismo, un proceso atropellado que desconfiaba “por razones de clase” de una novela de 600 páginas donde se homenajeaba críticamente el andamiaje republicano de la familia cubana, centro de todas nuestras epifanías y cansancios. Al considerarlo “pequeño burgués”, “elitista”, “extravagante” y “homosexual”, en severo juicio nunca reconocido, Lezama fue confinado a la mazmorra del desprecio. No fue a la cárcel ni a una granja de rehabilitación: lo mandaron al olvido. Obstinado y risueño, el poeta de Enemigo rumor se refugió en su casa, entre sus libros, tras sus lecturas, pero tuvo la precaución de dejar la puerta sin cerrojo, abierta a todo aquel que quisiera visitarlo. En el bolsillo, su habano de seis pulgadas esperaba ser encendido en el mejor momento de la próxima conversación.

Una de esas tardes, llegó el pintor Raúl Martínez en compañía de un joven fotógrafo, también músico, vocalista de uno de los cuartetos más queridos por la muchachada de aquellos años (Los Cañas). Querían mostrarle al Maestro la maqueta de un libro de fotografías que, publicado trece años después (El cubano se ofrece, 1982), habría de virar al revés el imaginario de la Revolución al prescindir del discurso político y centrar su atención en el paisaje solitario e irrepetible de un sujeto individual, hombre a hombre, cara a cara. Lezama debe haber quedado gratamente impresionado por el trabajo de aquel artista de apenas 22 años, inquieto, nervioso, casi tartamudo, de ojos trasparentes, porque contra su natural retraimiento, aceptó participar en una sesión de fotos y así dejarse atrapar por el lente de una cámara. Una buena ocasión para encender su habano de seis pulgadas.

Así lo recuerda Iván, desde Miami: “Las imágenes de mi exposición Lezama inédito fueron hechas entre 1969 y 1970, en la casa del poeta y en un recorrido que abarcó el Paseo del Prado y el Museo de Artes Decorativas de La Habana. Lo que más impresionaba era su extraordinaria memoria y dominio del idioma, que manejaba de una manera natural: él estaba en su ‘reinado’ y mostraba una humildad cortés. Era un hombre reposado, acorde con su estatura y su volumen. Escribía a mano y sentado en una tabla que apoyaba en un sillón”. Entre todas sus fotos, Iván prefiere “El tamaño de una carcajada” (Lezama riendo) porque nos dice que, “en medio de la soledad, el escritor no había olvidado celebrar la visita de un amigo”.


Este artículo apareció en Milenio. Se reproduce aquí con la autorización del autor.


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