Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Rafael Alcides, Literatura

De vuelta a “La pata de palo”

Cuarenta y cinco años después, el poemario de Rafael Alcides es un libro que respira juventud, reto, insolencia y belleza al alcance de la mano y el ojo del lector

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El 11 de septiembre de 1967 salía de las prensas, según reza el colofón de cada uno de esos tres mil ejemplares, un poemario que ahora, a la vuelta de 45 años, sigue leyéndose con sorpresa, dándonos noticias de un joven autor que con ese título ganaba un mayor grado de visibilidad, y se colocaba junto a otros nombres de ese tiempo como una figura algo más que promisoria. La pata de palo, que así se titula el libro de poemas, mostraba en su portada un San Sebastián descoyuntado, al cual el ingenio de ese maestro que se llama Umberto Peña recortaba contra una diana blanca-roja, sobre un fondo de rabioso amarillo. Todo ello (el título irreverente, la cubierta restallante), funcionaba como una lúcida advertencia al lector, que se topaba de ese modo con la ganancia de una voz autoral que, tras los primeros intentos (Himnos de montaña, 1961; y Gitana, 1962), ofrecía un puñado de textos donde ya su voz jugaba con las claves que hasta el día de hoy van a identificarlo como uno de los rostros más respetados de su generación y del momento literario actual cubano.

Incluso ahora, cuando hay que ir a visitarlo a su pequeña casa de Nuevo Vedado para entender las razones de su aparente mutismo literario y redescubrirlo como una voz siempre cálida, paternal y sincera, Rafael Alcides es algo más que un poeta digno de relecturas. Es un hombre que se parece a lo que escribe, que ha hecho, como saben hacer algunos escritores de respeto, de su propia biografía todo lo que sostiene a su mundo poético. Fiel a los preceptos de su bien amado Walt Whitman, quien toca sus libros, toca al ser humano que es ese mismo Rafael Alcides que firmaba La pata de palo, y el que continúa leyendo con su voz de trueno amable las estrofas que ojalá pudieran verse en letra impresa.

Curiosamente, los miembros de mi generación leímos La pata de palo a través de una larga búsqueda retrospectiva, que se activó tras la aparición de Agradecido como un perro, suerte de antología personal que Alcides publicó en Letras Cubanas, como parte de la Colección Giraldilla, en 1983. No fue el único que regresó de esa manera: la colección permitió que varios nombres de respeto pusieran en blanco y negro los poemas que durante el acoso de los años 70 nos impidió saber de sus escritos, y así, entre otros, Dulce María Loynaz, Fina García Marruz, Manuel Díaz Martínez, Pablo Armando Fernández, Octavio Smith o Roberto Branly se unieron en un raro haz con otros nombres más o menos interesantes de ese conjunto variopinto que fue llamado “la generación de los años 50”. Algunos de ellos rebasaron el deshielo para convertirse en maestros que los nuevos poetas eligieron a partir de sus propias afinidades, y el diálogo vivo con ellos mediante talleres literarios, debates, concursos o participación en eventos nacionales, hizo visible una empatía que nos dejó entender como contemporáneos a unos cuantos de esos rostros con los que compartíamos la voluntad de hacer, desde la poesía, una manera de ser y proponer cambios en una Cuba donde la raíz lírica sirviera para algo más. Agradecido como un perro nos posibilitó entender de esa manera a Alcides, y los libros posteriores ampliaron esa conexión, extendiéndola hasta el momento actual en el que, como digo, su persistencia en un silencio que es también consecuente con lo que cree y dice de la Isla, lo señala como alguien doblemente digno de respeto.

La poesía de Rafael Alcides llamó la atención de algunos pocos con aquel cuaderno que dilataba sus empeños precedentes. La pata de palo debe haber disgustado a varios amantes de lo lírico en tanto gesto edulcorado. La realidad entra en ese cuaderno con la velocidad de un momento de rara intensidad, y deshoja a la metáfora de cualquier pretexto que la distancie de esa mirada inmediata, salvada sin embargo por los golpes de humor, el tono íntimo que equilibra las afirmaciones más rotundas, y la veracidad con la cual el autor expone sus ideas acerca de esa revolución que entró a su vida, a la vida de tantos, para trastocarlo todo.

Se calificó el poemario casi inmediatamente como ejemplo de antipoesía, y la sombra de Nicanor Parra hizo lo suyo sobre aquellos versos. Habría que esperar al 1983 de Agradecido como un perro para que se rompiera un silencio editorial que nos dejó saber, entre otras cosas, cómo la voz de Alcides había crecido en su propia dimensión, separándose de esos maestros y modelos, para convertirlo en un hombre que hacía, de su propia biografía, el cardinal de su mundo poético. De su mundo, para decirlo de modo más simple, en el cual el lector puede entrar con la familiaridad de quien sabe que no se le negará la revelación del más importante secreto. Ya en “El agradecido”, uno de esos poemas de La pata de palo que muchos de mi generación aprendimos de memoria, llega limpia y descarnada la manera en que Alcides se confiesa, sin patetismo ni excesos que oscurezcan la verdad que él entiende sobre sí y sobre la poesía:

Toda mi vida he sido un desastre
del que no me arrepiento.
La falta de niñez me hizo hombre
y el amor me sostiene.

La cárcel, el hambre, todo:
todo eso me ha estado muy bien:
las puñaladas en la noche
y el padre desconocido.

Y así de lo que no tuve
nace esto que soy:
bien poca cosa, es verdad,
pero enorme, agradecido como un perro.

En esa especie de arte poética está contenida la almendra de lo que serán sus cuadernos siguientes. A lo largo de ellos (Y se mueren, y vuelven y se mueren, Letras Cubanas, 1988; Nadie, 1993…), Rafael Alcides ha convertido a su pueblo natal, Barrancas, en un punto mágico donde coinciden vivos y muertos, nostalgia y gestos inmediatos, que ya desde La pata de palo funciona como un referente obligado en todo lo que nos lega. En “Carta hallada en los bolsillos de un monje”, la infancia y la adolescencia aparecen recuperadas junto a las sombras del hermano y el abuelo. El paso a la ciudad es uno de los elementos de progresión en el cuaderno de 1967, y es de esas experiencias que brota “Crónica de amor”, poema en dos partes que ocupa la parte central del libro.

Objetivo y consecuente con su época

Otros textos, como “La doble imagen”, “Los amigos” o “El caso de la señora”, funcionan como piezas de enlace entre esos fragmentos más extensos, evidenciando el ingenio de un autor que no teme pensar la poesía como un espejo genuino y divertido de cuanto le acontece, creando una complicidad con su lector que apela al sentimiento pero no al sentimentalismo, al autorretrato humorístico pero no a la caricatura, y que extrae de su intimidad las más seguras armas de lo que esas páginas proponen. Es por ello que La pata de palo sigue siendo una lectura digna de repetirse, a fin de que el rostro de ese Rafael Alcides se nos presente como la premonición del hombre que hoy tiene consigo el respeto de tantos, incluso de aquellos que pudieran no estar de acuerdo con las razones que le han hecho distanciarse de ese mismo panorama literario y social al que miraba con ironía e intensidad desde el cuaderno al que ahora regreso.

Recomendar una nueva lectura de La pata de palo sin hacer referencia a poemas como el que da título al cuaderno, o a “Discurso al pie de tu dedo gordo” y “Vida de Clemente” sería no haber comprendido a cabalidad el reto que ese libro representó y aún representa. En la veta de la antipoesía, pero aferrados al juego personalísimo del autor, deben haber sido los textos que más hayan seducido o irritado como primera impresión de aquel cuaderno. No se movió la crítica demasiado alrededor de este poemario, pero creo bastará recordar, para afirmar las causas de mi retorno a La pata de palo después de 45 años, lo que el siempre exigente y descarnado crítico que fue Virgilio Piñera dijo de este volumen en la nota que entregó a la revista Unión en 1968. En el número 6, correspondiente a marzo de aquel año, Virgilio celebra los golpes de efecto del cuaderno, pero también halla razones más profundas para celebrarlo. Dijo, por ejemplo, Virgilio Piñera, sobre “Carta hallada…”:

El lector que intentara encontrar en este poema el “temblor” de San Juan de la Cruz, la “imaginería” de Góngora, el frisson de Baudelaire, las fulguraciones de Rimbaud o los “silencios” de Mallarmé nada entendería de esta “Carta” en la que la poesía es otra cosa que temblor, imaginería, frisson, fulguraciones y silencios. Y quizás hay de todo eso (lo que dependerá, en última instancia, de la genialidad del poeta), pero metido en unas palabras que no son las palabras que los mencionados poetas utilizaron en sus cantos. San Juan de la Cruz fue un místico, Góngora un poeta cortesano de la España imperial, Baudelaire un burgués del Segundo Imperio, Rimbaud un “vidente” y Mallarmé un profesor de inglés atormentado, que a su vez se atormentaba ante el enigma de “la página en blanco”. Alcides Pérez, con sus fuerzas poéticas (sean éstas las que fueren) es un hombre del siglo XX (de sus finales) y como tal se manifiesta. Escribe su “Carta” (y todos los poemas de su libro) con las palabras de su siglo y con sus intenciones. Esas palabras son las mismas que él emplea a diario para comunicarse, y esas intenciones son chocantes y hasta provocadoras en el grado en que su siglo lo emplaza a ser objetividad, ojo fotográfico, testimonio y testigo. La comunicación (de cualquier clase) sólo podrá ser establecida de tierra a tierra, es decir, de hombre a hombre, y no de Dios a hombre. Así pues, la poesía comunicará a los hombres entre sí mediante testimonios, como el de esta “Carta”.

Piñera, que aparece en la larga relación de amigos y maestros a los que el propio Alcides dedica muchos de estos versos (Nati Revuelta, Nicolás Guillén, Heberto Padilla, José Yanes, Jaime Sarusky, Alberto Korda, César López, Luis Marré José Rodríguez Feo, Onelio Jorge Cardoso, Gustavo Eguren, Belkys Cuza Malé…), no por ello hace reverencias ni derrama edulcoraciones sobre lo que cree ver y presagiar a partir de este volumen. Lo dice a su modo, por las claras, sin dejarse llevar por las fanfarrias que la crítica literaria cubana suele confundir con el elogio auténtico y los criterios más útiles: “Lo importante de este libro de poemas es su objetividad, su ser consecuente con su época, y es por ello que su poesía no nos falla. Que Alcides Pérez escriba otro y otros libros más logrados que éste, es asunto de Alcides Pérez.”

Virgilio, que por esos años armaba su propia resurrección poética con no poco de esas mismas fórmulas verbales, rechazando la poesía de corte lezamiano o de retórica cercana a la que él mismo empleó a lo largo de la década del 40, entiende a Alcides como una voz próxima, y hoy, la lectura cruzada de los poemas que Piñera incluyó como última sección de su propia antología personal, La vida entera, hacen que no poco de lo que él celebra en La pata de palo nos explique qué tipo de poeta quería ser él en ese nuevo momento, y por qué apostaba, con la rotundidad que lo caracterizó, por un cambio tan radical al cual debemos las estrofas de “En el duro”, “En el Gato Tuerto” o “Las siete en punto”.

Qué puede ser el tiempo y lo que el tiempo mismo nos exige, como hoja de vida, es algo que reaparece una y otra vez en la voz y la persona que es el poeta Rafael Alcides. En los años 90, cuando arreciaba el Período Especial, imaginó poemas donde la presencia de Dios le servía no para arrodillarse y solicitar perdones, sino para cuestionar a la autoridad y al poder que nos arrebataban otras formas de la más limpia existencia. “Somos un experimento que Dios está haciendo/ y que tal vez no salga. Nada definitivo./ Sólo un experimento que Dios está haciendo.” Eso decía en una página de Nadie, libro que inspiró al actor Ramón Silverio un espectáculo insólito que había que ir a ver en Santa Clara, en su propia casa, como acto de resistencia ante la nada que prometía consumir a tantos.

La pata de palo acaba de cumplir 45 años, y es un libro que respira juventud, reto, insolencia y belleza al alcance de la mano y el ojo del lector. No puede decirse lo mismo de muchos de los libros que en aquella época lo acompañaron, y no solo en la Colección Contemporáneos que editó Unión por esos días. De algún modo, la vida posterior de Alcides (y la de sus lectores más fieles) está contenida en esas páginas. Como ese San Sebastián descoyuntado de la cubierta, cada uno de sus poemas nos dice algo de lo que vendrá. Invito al lector a celebrar la muy joven edad de un libro tan transparente, como si acabara de salir de las prensas. Como un espejo en el cual ese Rafael Alcides que lo firmaba se parece tanto al Rafael Alcides de hoy, a nosotros mismos. Entonces y ahora.


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