Actualizado: 27/03/2024 22:30
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Del infinito al cero

Más que un testimonio del horror del estalinismo, Koestler buscó despejar la incógnita que supuso la actitud de las víctimas

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En 1941 se publicó la que quizá sea la obra maestra de Arthur Koestler (1905-1983), la novela El cero y el infinito. La acción transcurre durante las purgas estalinistas que se efectuaron en Moscú entre agosto de 1936 y marzo de 1938, también conocidas como “Era de Yezhov” o “Procesos de Moscú”. Zinóviev, Mrajkovski, Bujarin y medio centenar más de héroes de la revolución que habían ocupado altos cargos en el Partido Comunista y en la Tercera Internacional, fueron juzgados y ejecutados por supuestos delitos que iban desde intentos de asesinar a Stalin hasta echar vidrio y clavos en la harina y la mantequilla destinadas a la población.

Los tres juicios celebrados, respectivamente, en 1936, 1937 y 1938, marcaron el techo, por así decirlo, de esa Gran Purga que costó la libertad o la vida a cientos de miles de personas. Y es de ese “techo” que proviene la materia prima del libro de Koestler.

Según contó el propio autor en sus memorias, el personaje protagónico —un viejo bolchevique llamado Rubachof—, toma sus ideas de Nikolai Bujarin y el resto —el carácter y el aspecto físico— de León Trotski y Karl Radek. Una elección muy a propósito (ésta de basarse en esos y no en otros, o en la totalidad de los juicios), si asumimos que Koestler, antes que dejar un testimonio del horror que supuso esta página de la historia del llamado socialismo real, que también lo hizo, lo que procuró sobre todo fue despejar la incógnita que supuso la actitud de las víctimas. Es decir, el porqué de esa autoinculpación; de ese colocar “alegremente” la cabeza en la guillotina (o la nuca delante del cañón de la pistola); de ese confesar, en fin, crímenes atroces que no habían cometido. Aunque personalmente me inclino por atribuirle un propósito que rebasa ese momento histórico y que, como aclararé al final, intenta advertir sobre las consecuencias de la lectura que de la ideología han hecho los partidos comunistas y los Números Unos en todo el mundo del llamado “socialismo real”, incluida Cuba.

En el prólogo a la edición por Randon House Monmdadori, escrito en 1999, Mario Vargas Llosa describe de este modo ese propósito “restringido” y, sin duda, más obvio: “Lo extraordinario fue que los acusados reconocieron estos crímenes y, en las sesiones, compitieron con el fiscal Vishinski en autolapidarse como ‘fascistas pérfidos’ y ‘troskistas degenerados’. Y algunos en reclamar la pena de muerte como castigo a sus acciones contrarrevolucionarias”.

Como digo, puede afirmarse que Koestler dedica su novela a dar una explicación de ese porqué. Sin embargo, también nos permite reconocer (y entender) otras actitudes bastante similares, aunque no tan trágicas, que se observan actualmente en un país como (tomemos por caso) Cuba. Basta con que intentemos localizar los puntos de vigencia. Y es, como sugiero más arriba, sobre esa particularidad —que no sobre la técnica y el argumento de la novela como tal— que quiero llamar la atención.

Por lo demás, la respuesta que da la novela al interrogante en cuestión tampoco es exacto ni mucho menos. En su momento lo pareció y, por eso, tuvo la connotación política que tuvo y el autor fue duramente denostado por los comunistas de todo el mundo en rabiosas campañas al estilo de las que todavía hoy se instrumentan contra los disidentes en países como China y Cuba. Pero solo lo pareció. En realidad, como digo, no es una respuesta precisa. No en todos sus ángulos. Sí en el político. El otro —el que describiría la presión del ángulo existencial humano o de la pragmática de unas circunstancias envilecidas—, ese otro ángulo está ausente en la novela. Y es una lástima. Pero aún así esa omisión de los chantajes, del engaño, de la tortura… de la coacción moral que forzó la mayoría de esas actitudes; esa omisión no anula el ropaje ideológico con que fueron camuflados.

Y es ese camuflaje el que interesó a Koestler y puede interesarnos aún hoy a nosotros, los que hemos visto, atónitos, todo lo que se ha extraído durante los últimos treinta años de debajo de las ruinas del llamado “socialismo real”. Y es así porque, desgraciadamente, es el uniforme con que aún se disfrazan personajes como Raúl Castro, Fidel Castro y Hugo Chávez. Es más, se trata del uniforme que visten no pocos ciudadanos que se consideran progresistas para justificar su indolencia e, incluso, su complicidad con el totalitarismo. Que ello ocurra de un modo consciente o no, ¿acaso importa?

Como apunto más arriba, Koestler nos aclara que tomó de Bujarin las ideas (esas ideas) de su personaje. Pero pudo tomarlas de cualquier otro bolchevique, hasta del propio Stalin. Y Nicolás Rubachof no las cuestiona en sí mismas. Al contrario, las presenta como ideas “buenas” solo que han sido mal utilizadas. O traicionadas. Es decir, cuestiona al Partido; a Stalin (el Número Uno en la novela); al uso, la interpretación o la aplicación que estos hacen de esas ideas o principios.

En algún momento reflexiona: “Si el Partido encarnaba la voluntad de la Historia, entonces era que la Historia misma estaba enferma” (p.83). Y en la página siguiente: “Todos nuestros principios eran buenos, pero nuestros resultados han sido malos. (…) Nosotros os traíamos la verdad, y en nuestra boca sonaba mentira. Os hemos traído la libertad, y en nuestras manos se parece a un látigo. Os hemos traído la verdadera vida, y allí donde se eleva nuestra voz los árboles se desecan y se oyen crujir las hojas muertas”.

En la página 101 escribe: “Y el que no podía seguir su curso tortuoso (se refiere al curso del Movimiento o del Partido) era arrojado a la orilla; ésta era su ley. Los movimientos del individuo no le importaban. Su conciencia no importaba al Partido, que no se preocupaba de lo que pasase en su cabeza y su corazón. El Partido sólo conocía un crimen: apartarse del camino trazado…”

Un poco más adelante, en la página 111, añade (siempre desde el personaje Rubachov): “Todo ha fracasado, los hombres, su sabiduría y sus esperanzas. Vosotros asesinasteis el ‘nosotros’; lo habéis destruido. ¿Pretendéis de verdad que las masas están detrás de vosotros? En Europa otros usurpadores (se refiere, por supuesto, a los movimientos fascistas que se consolidaban por aquél entonces) afirman lo mismo con tanta razón como vosotros…” Y unas líneas después se expresa de un modo aún más específico. Refiriéndose al pueblo escribe: “Él os soporta, mudo y resignado, como soporta a otros en otros países, pero ya no hay respuesta en las profundidades”.

En la página 187 da otra clave del comportamiento del sistema; apunta: “El principio según el cual el fin justifica los medios sigue siendo la única regla de ética política…” Se refiere a un fin colectivo, claro.

Pero es en las páginas 190 y 191 donde se condensa mejor el contenido de la revolución según Rubachof: “Nuestra prensa y nuestras escuelas cultivan el patriotismo de campanario, el militarismo, el dogmatismo, el conformismo y la ignorancia. El poder arbitrario del Gobierno es ilimitado (…); las libertades de Prensa, opinión y movimiento han desaparecido totalmente entre nosotros, como si la Declaración de los Derechos del Hombre no hubiera existido jamás. Hemos montado el más gigantesco aparato político, en el que los confidentes han venido a ser una institución nacional (…) Conducimos a las gimientes masas a latigazos hacia una felicidad teórica y futura que nosotros somos los únicos en entrever.”

Podría añadir unas cuantas citas más, todas interesantes, todas reveladoras de la incongruencia que encierra una de las ideologías mejor intencionadas y que más daño ha causado al mundo; pero supongo que quienes aún no hayan leído la obra pueden, apoyándose en lo seleccionado, hacerse una idea de lo que me interesa y que es susceptible de resumirse en una simple advertencia: ¡Cuidado con las ideologías! ¡Cuidado con las “utopías”! ¡Cuidado, que no cualquier camino es bueno para convertirse en progresista! Una mala elección (aquélla que elije lo vistoso de un discurso, que es su fin, y no se detiene a valorar la viabilidad y las consecuencias del esfuerzo requerido, que son los medios) puede llevarnos a lo contrario de lo que deseamos y consideramos bueno.

El cero y el infinito es —ya se habrá notado— una novela pesimista. Y no es para menos. Téngase en cuenta que fue escrita en la época que va desde la rendición diplomática del Occidente democrático a Hitler en el Pacto de Munich, hasta los días previos a la ocupación de Francia que colocó al propio Koestler —conocido antifascista— en una situación de acoso. Incluso fue recluido en un campo de concentración cercano a los Pirineos y, más tarde, forzado a un peregrinaje que, después de muchas y penosas odiseas, lo llevó a Inglaterra. Algunos de sus amigos no soportaron ese desencanto y se suicidaron; él resistió. Al menos hasta 1983. Entonces siguió el camino de esos amigos envenenándose con su esposa en Montpelier Square. Si bien todo indica que lo hizo porque estaba enfermo y quería morir con dignidad.

Lo que digo: se trata de una novela pesimista que puede leerse como la interpretación “racional” de aquellos hechos. Aunque, en efecto, hoy sabemos que la racionalidad no fue precisamente la guía de ese horror; así que también puede leerse como una novela de ficción.

Pero he preferido leerla (al menos en ésta, mi primera vez) como lo que parece que es: una novela de reflexión o, si se prefiere, de tesis. Una novela que razona, más que sobre el porqué de la insólita autoinculpación de aquellos héroes soviéticos, sobre las consecuencias éticas de los principios que animaron a los comunistas (soviéticos, cubanos y del resto del mundo) durante el siglo XX y que aún, en el nuevo siglo, alientan a no pocos. Unos principios que partían del cero e iban hasta el infinito pero que, por mor de los medios que ese fin (o sinfín) justifica, han realizado un macabro viaje a la inversa.

El mismo que Cuba ha hecho durante los últimos cincuenta y dos años.


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