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Sontag, Camp, Cuba

Descansa en Guerra

Tras conocer que una nueva biografía sobre Susan Sontag —Sontag Her Life and Work, por Benjamin Moser— aparecerá en septiembre, recordé esta columna que salió publicada el domingo 2 de enero de 2005 en El Nuevo Herald

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Nadie como Susan Sontag representó el compromiso intelectual —en el mejor sentido del término, lejos de los vicios partidistas— durante la segunda mitad del siglo XX. Personificó la vanguardia artística y política cuando ésta aún constituía un futuro. Luego se convirtió —siempre lo fue— en parte de la conciencia crítica de un mundo empeñado en repetir errores.

Aunque Sontag deja una obra narrativa, es en sus ensayos donde radica su importancia. Sus “Notas sobre el Camp” no sólo ayudaron a definir un fenómeno. Ella nos libró de la culpa a la hora de disfrutar del artificio, al tiempo que dio cabida a lo cursi dentro de la sensibilidad artística. A partir de ese momento —para bien y para mal— el amaneramiento cuenta con un criterio estético.

El concepto de lo Camp tuvo una gran importancia en la cultura homosexual cubana de la segunda mitad de la década de los años sesenta, que atravesaba uno de los períodos de mayor represión. Identificados con un criterio que reivindicaba buena parte de sus gustos, muchos homosexuales —obligados a escoger entre el clóset y la cárcel— repetían el nombre y las ideas de una autora por entonces aliada al proceso revolucionario. Vieron en ella no a una madrina, pero sí a una defensora —al menos en el campo estético— que podían mencionar frente a cualquier intento de ridiculizarlos.

Precisamente el caso cubano es uno de los mejores ejemplos de la honestidad que obligó a Sontag a más de un cambio de opinión. De intelectual viajera a la Isla pasó a ser una de sus críticas más destacadas dentro de la izquierda norteamericana.

Toda muerte provoca la evocación. Fue una tarde de sábado, en el vestíbulo del Hotel Intercontinental de Miami, cuando por primera y única vez estuve sentado frente a Susan Sontag en un ambiente informal —gracias a que se encontraba allí Guillermo Cabrera Infante, que cambió de opinión sobre ella cuando ella cambió de opinión sobre Fidel Castro.

Yo había salido de Cuba pocos meses antes, y tras las presentaciones generales el grupo reunido se dividió en conversaciones de dos y tres que hablaban en uno y otro idioma y al mismo tiempo.

Durante un buen rato me limité a mirar a esa mujer que consideraba y era una celebridad desde mucho antes, cuando en La Habana oí hablar por primera vez del Camp y desprecié la idea. Su figura no dejaba de ser imponente. El rostro duro y el mechón de pelo blanco contribuían a darle una autoridad más física que intelectual —a mí al menos, que desconocía la mayor parte de su obra. Pero al mismo tiempo, había en ella una vitalidad y una franqueza en la sonrisa, que impedían que me sintiera intimidado. Por entonces tampoco sabía que esa vitalidad obedecía a una poderosa fuerza de voluntad, gracias a la cual había conseguido sobreponerse a un cáncer de mama, una mastectomía y las enormes dosis de radiación a las que se había sometido.

Sontag parecía ajena a todo eso —no sólo a mi presencia— y se limitaba a chismear con alguien a su lado. Imaginé que estaban haciendo trizas a medio mundo intelectual neoyorquino y más allá de Manhattan. Esa es la polemista que vi aquella tarde y que nunca realmente llegué a conocer. Salvo por sus libros. Lo mejor de una vida que tanto luchó por conservar para seguir peleando siempre, imperecedera más allá del recuerdo de una tarde miamense.


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