Actualizado: 23/04/2024 20:43
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El caso cubano de Borges

Roberto Fernández Retamar fue el único emisario de la Isla que visitó al escritor argentino, pero desaprovechó el encuentro por no despojarse de su levita de funcionario.

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La fiebre de Borges

Pese a que cada quien es responsable de sus desconocimientos e inapetencias, yo le habría preguntado sobre esas zonas difusas cuya elucidación resulta demasiado fatigosa. ¿Cuánto conocía de nosotros esa selectividad enciclopédica de Borges? ¿Qué tanto nos reconocía como innovadores de la prosodia y la versificación castellanas (el Martí del Ismaelillo y el Diario de campaña) o en el peculiar ensimismamiento que nos hizo reconocibles hasta en los salones europeos (la obra de Casal), dadas su propia iniciación vanguardista y su peculiar curiosidad metafísica?

¿Habría soportado una lectura de varias páginas de Dador o de Motivos de son, sin soltar un sarcasmo? ¿Había tropezado su vanidad argentina con la vanidad cubana alguna que otra vez? ¿Sabía de nuestros empeños y nuestras riquezas? ¿A quiénes había leído o examinado, al menos por curiosidad?

En los predios literarios cubanos, aquella antología propició una necesaria ruptura con el orden lexical existente, que se iniciara como réplica al mal llamado "coloquialismo" y que terminó asfixiándose en pura retórica postlezamiana. Su insuperable combinación de sabiduría y economía demostró que literatura y metafísica aún podían ser reconciliables. Y los escritores cubanos supimos aprovecharle para urdir tramas laberínticas, para escribir versos sentenciosos y para desempolvar los encantos del verdadero ensayo.

Nuestros libros se justificaban con aquellos exergos que ubicábamos a la cabecera de cada capítulo o sección. Sin proclamarle, habíamos dado un nuevo cuerpo a Borges, pulimentado, preciso en su serenidad. Es uno de nuestros defectos, que debemos cargar por siempre, ser reflejo y no irradiación. Pese a no haberlo confesado nunca, el propio Fernández Retamar tuvo a bien el parafrasear el poema Remordimiento por cualquier muerte en su conocido El otro, desde la temprana fecha de 1959, abriendo sendas de las cuales muchos escritores cubanos no regresarían.

Si habláramos de una Antología Universal, de un diálogo entre disímiles piezas, los fragmentos yuxtapuestos que se complementan en una colección de clásicos, la prodigiosa obra del gran argentino serviría para equilibrar todas las tendencias que ilustran la historia de la literatura.

Borges rescató cada noción de extrañeza que ya parecía perderse para la modernidad. A los cubanos nos hizo despertar del letargo oficioso con que esbozábamos cada línea, fatalidad de perseguir el dictado de los sentidos (el lujo oral sería un buen ejemplo) sin detenernos en la propia gravidez de las palabras, en sus significados insospechados.

Más que Vallejo, más que Eliot y Neruda, nos tuvo (y nos tiene) de intérpretes y glosadores, aún saboreando el espesor que suele ocultarse en la sencillez. Es significativo que su bibliografía activa no haya dejado de crecer, pero por fortuna la bibliografía pasiva la sigue superando en más y más volúmenes. La fiebre de Borges, para mal o bien de la literatura cubana, no ha podido ser desplazada por otra.


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