Actualizado: 25/04/2024 19:17
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Literatura, Poesía

El encanto del rigor y la calidad

La luz, bróder, la luz pone de manifiesto la trayectoria unitaria y coherente de Sigfredo Ariel, un autor de voz inconfundible dentro del paisaje de la poesía cubana contemporánea

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Se ha dicho muchas veces: en Cuba el surrealismo forma parte consustancial de la vida cotidiana. En efecto, si preguntásemos a unos cuantos de nuestros compatriotas, recogeríamos muchas anécdotas que ilustran ese carácter surrealista avant la lettre de nuestra realidad. Por mi parte, comparto una que me tocó vivir en La Habana en el mes de diciembre. Fui a la librería El Ateneo, que está en la calle Línea, y pregunté a las empleadas por un libro que se llama La luz, bróder, la luz. Una de ellas se dirigió a los estantes y me lo trajo. En efecto, en la portada se podía leer ese título. Pero para mi sorpresa, no se trataba evidentemente del libro que a mí me interesaba. Este era una selección de estudios sobre la canción cubana contemporánea de Joaquín Borges-Triana, publicado por el Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. Yo, en cambio, procuraba una selección de la obra poética de Sigfredo Ariel, aparecida bajo el sello de Ediciones Unión. No se trataba de una idea ilusoria mía, pues estaba completamente seguro de su existencia: había visto ese libro antes, solo que en ese momento no la compré. Traten ustedes de explicarle a cualquier extranjero cómo es posible que, con pocos meses de diferencia, un par de editoriales han puesto en circulación dos obras distintas que, sin embargo, comparten un título tan singular e intransferible.

Dejo en manos de ustedes la solución de ese sesudo e insondable enigma. Yo, por mi parte, paso a ocuparme del libro que da pie a estas líneas. En las páginas finales del mismo, Sigfredo Ariel (Santa Clara, 1962) aclara que La luz, bróder, la luz “no es una antología, sino un intento de juntar trabajos escritos a lo largo de unos veinticinco años”. Y a continuación incluye una relación de los libros de los cuales han sido extraídos los poemas. Esa nómina se inicia con La imprenta (1985) y se cierra con Born in Santa Clara (2006). (En ella falta, por haber salido de la imprenta después, El arte perdido de la conversación, la antología que el año pasado le publicó la prestigiosa editorial venezolana Monte Ávila.) En total, once títulos que han valido a su autor ser incluido en numerosas antologías, traducido a varios idiomas y reconocido con los premios David, UNEAC, Nicolás Guillén y, en dos ocasiones, el de la Crítica.

¿Qué se puede decir en unas cuantas líneas sobre una obra de una acusada personalidad, que constituye un verdadero banquete para quienes aún disfrutamos de esa especie en vías de extinción que es la poesía? Ante todo, que responde a la trayectoria unitaria y coherente de un autor de voz inconfundible dentro del paisaje de la poesía cubana contemporánea. Los 113 textos recopilados en La luz, bróder, la luz componen un corpus que, leído a manera de una secuencia panorámica, ponen en evidencia la profunda unidad de discurso y de lenguaje de Sigfredo Ariel. Pero esa misma lectura demuestra que, a pesar de la coherencia de su obra, estamos ante un creador capaz de incorporar variados tonos y registros.

No resulta arbitrario hablar aquí de una poética de la integración. La obra de Sigfredo Ariel es, en el mejor sentido del término, un brillante coctel que combina lo cotidiano y lo trascendente, lo real y lo irreal, las experiencias autobiográficas y la cultura, la realidad y la ficción. Sigfredo Ariel es además un escritor flâneur, que pasea por diferentes espacios y edades. De hecho, en muchos casos esos elementos convergen en un mismo texto. Ese amplio espectro de referencias y motivos se materializa en un universo poético lleno de matices y texturas, que posee el encanto del rigor y la calidad.

Características distintivas de su obra son la eficacia y plasticidad del lenguaje, las sorprendentes imágenes, las peculiaridades tipográficas, el aliento particular del fraseo. Pero si bien eso denota una preocupación por los aspectos formales de la escritura, hay a la vez una renuncia consciente a las audacias técnicas, a la grandilocuencia sobreimpuesta y a toda retórica. Es algo a lo cual se refiere Omar Pérez en el texto que se reproduce en la contraportada. Como allí expresa, Sigfredo Ariel es “un caso raro, casi clínico, entre nuestros escritores jóvenes: no tuvo que aprender a ser mesurado, nació —valga la exageración— lleno de mesura y aprendió después los beneficios de la pasión”. Eso hace que, por otro lado, evite abrirse a fáciles connivencias sentimentales. Algo que, sin embargo, no despoja a su poesía de sensibilidad, ternura y de un lirismo contenido.

A pesar de las máscaras que emplea, la voz poética que habla desde esos versos configura un personaje que participa de la historia personal del autor. Incluso hay ocasiones en que adopta su nombre y su apellido. Así, en “Discos cubanos” se lee: “Voy por Manrique bajo mazos de alambres/ e ideogramas chinos que el agua va borrando./ Es marzo en el parque de los estudiantes/ a veces huele al parque de Ranchuelo/ a los bancos de madera frente a La Diana/ cuando llovía sobre mí y sobre mi comida/ y amaba a una mujer// y vuelvo a oír delirio de mi alma/ atravesando el barrio chino/ entre los signos negros que quizás/ ya no signifiquen nada”.

Trascender los signos de la cotidianidad

Por otro lado, ese sujeto poético muestra un afán de cartografiar los espacios exteriores por los cuales deambula, o bien por aquellos interiores que se hallan vinculados a sus vivencias. Eso lo lleva a registrar la cotidianidad urbana de hoy (el paisaje que trazan esos textos es el de la ciudad, ya sea Santa Clara o La Habana). La calle y la casa aparecen así como motivos recurrentes y constituyen ámbitos para la soledad y la compañía, para el encuentro y la despedida. En esos recorridos, aparte de revisitar los sitios propios, el yo lírico contempla además otros donde vivieron escritores. Un ejemplo es el notable poema “Cuarto para hombre solo”, al cual pertenecen estos versos: “En el alféizar en que apoyó los brazos Cernuda/ para mirar La Habana/ han instalado subrepticia una antena para el satélite// y en difícil equilibrio han colocado además/ en un tiesto de barro/ cierta planta para alejar las malas lenguas. // En la cama en que durmió Cernuda/ han yacido felizmente en grandes oscuridades/ sin electricidad sin música hijos de los hijos de los hijos/ y en el descanso de la escalera donde conversó/ temblando apenas dos palabras/ con cierto fornido pelotari/ han tendido ropa blanca, camisitas de niño/ y paños para vestir al santo llamado Obatalá”.

Enrique Saínz ha señalado que la reconstrucción de una ciudad y de una parte de su historia personal que hace Sigfredo Ariel, es “testimonio de un talento creador que le permite revivir la cotidianidad e imprimirle una fuerza que nos llega en cada página, ya sea despertando en nosotros vivencias similares o mostrándonos todo lo que no alcanzamos”. En efecto, un acierto a destacar en su poesía es la peculiar asunción de lo cotidiano, la habilidad para hacer trascender sus signos. En sus textos, la realidad más inmediata se transmuta en fabulosa, mientras que lo mítico deviene ordinario. Lo resaltó Gonzalo Ramírez en el prólogo a El arte perdido de la conversación, al comentar que se trata de una “poesía plena de concreción e inmediatez y al mismo tiempo, plena de extrañamiento, a la que su capacidad comunicante no banaliza ni simplifica”.

En La luz, bróder, la luz abundan los poemas que confirman lo anterior. A manera de ilustración, copio un fragmento de uno de ellos, el excelente “Acerca del súbito cierre de las posadas”: “En el lobby del Venus viven dos o tres familias/ que los sábados junta el dominó/ la alta música prácticamente obliga/ pero nadie baila ante la puerta de polvo/ aluminio y cristal. // Los que fueron calurosos cuartos de Las Palmas/ son ahora hogares calurosos/ tomados por derecho de conquista/ y el hotel Amistad es un yermo que alberga/ desperdicios de las calles cercanas/ donde prosperan con entera libertad/ poblaciones de larvas invencibles. // En la puerta del Oasis amarran bicicletas/ los muchachos ciclistas. / Podría enumerar otros muchos ejemplos/ podría decir incluso ya no existen refugios/ para las poblaciones temporales del amor/ o el amor perdurable que no tiene dónde”.

El libro objeto de estas líneas viene a confirmar la importancia y la personalidad de su autor. Por su carácter recapitulatorio, posee además la ventaja de que en doscientas páginas ofrece un muestrario bastante amplio de su obra, felizmente abierta y en su etapa de plena madurez. Quienes se acerquen a ella por primera vez descubrirán a un autor que nos reconcilia con la poesía, en una época como la actual, en la que tanto se tiende a la vulgaridad y al mal gusto.

Como colofón, reproduzco “Dulce Loynaz”, otra de las joyas de La luz, bróder, la luz que por sí solas le dan sentido y justifican su publicación:

“Te acuerdas que la vimos sola
como una abuela en aquel absurdo
corredor flanqueada de estatuas sin cabeza
ante un árido jardín que no cuidaba nadie.

“Te acuerdas de su cara sobresaltada
porque la habíamos sorprendido mientras
barría y comenzaste a hacerle señas
para llamar su atención y se acercara un poco
a la negra reja de presidio
y cómo sonrió
moviendo de un lado a otro la cabeza
aunque le gritaste, creo, la llamabas
por su nombre y apellido.

“Le gritaste y ella
seguía negando con las manos en la espalda
para disimular
la escoba de plástico / te acuerdas
que lanzaste la rosa que había comprado
para ti esa tarde
a la tierra vacía del jardín
antes de irnos / creo recordar
no me hizo la menor gracia
pero bueno”.