Actualizado: 23/04/2024 20:43
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CON OJOS DE LECTOR

El espejo y el martillo (II)

Santiago Álvarez concibió el cine documental como un medio artístico cuyo objetivo no es mostrar e ilustrar, sino agitar y expresar ideas.

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"Para mí Johnson es el símbolo del imperialismo norteamericano ambicioso y agresivo", expresó Santiago Álvarez cuando realizó LBJ. Eso explica por qué lo convirtió en protagonista absoluto de su filme. Hoy constituye su aspecto más débil y es la razón por la cual ha soportado mal el paso de los años. El planteamiento resulta muy limitado, pues atribuye a Lindon B. Johnson la responsabilidad de todos los problemas de la sociedad norteamericana. Hablo del punto de vista sobre el cual se sostiene su discurso político. En el plano cinematográfico, en cambio, LBJ sigue siendo un buen documental, un panfleto modélico y uno de los trabajos que mejor ilustra el nivel de creatividad que Álvarez llegó a adquirir.

LBJ está estructurado en un prólogo, tres capítulos y un epílogo. El texto que antecede a los créditos anuncia ya que la sátira y la burla serán las armas que empleará el director: "El ICAIC se honra en dedicar esta película a uno de los estadistas más ilustres de nuestro siglo, por sus excelsas virtudes ciudadanas y por su relevante devoción a la humanidad". Vemos después las iniciales del nombre del presidente norteamericano metamorfoseadas en siglas mortuorias. Los bloques se centran en los tres cadáveres sobre los que, de acuerdo a Álvarez, se cimentó su carrera política: L (Martin Luther King), B (Bob Kennedy), J (John F. Kennedy). A lo largo de ellos, Álvarez despliega un discurso fílmico en el cual la simbología carga de sentido a lo que se ve y lo que se escucha. Nada es arbitrario, nada resulta superfluo. Por ejemplo, la elección de la música de Carl Orff que acompaña a casi todas las imágenes de Johnson no es fortuita. Debe recordarse que algunas de sus obras alcanzaron gran popularidad en la Alemania nazi, y él mismo fue uno de los poquísimos creadores alemanes que recibió ayuda económica del Ministerio de Propaganda, gozó de inmunidad para no tener que servir en el ejército en tiempos de guerra y fue comisionado para componer una nueva ópera.

Además de Orff, en LBJ se emplean canciones de Miriam Makeba y Nina Simone, aunque naturalmente el contexto ideológico en el que se insertan es otro. Esto me obliga a destacar la estrategia aplicada por Álvarez para conformar la banda sonora de sus películas. Dado que optó por prescindir del lenguaje verbal, la música y los sonidos cumplen muchas veces la función que correspondería al narrador. Un ejemplo muy elocuente es el de Now, en el cual la propia canción sirve de hilo conductor. Su criterio a la hora de elegir es tan amplio como heterogéneo: Villa-Lobos, Mikis Theodorakis, Pérez Prado, Jimi Hendrix, Luigi Nono, Moisés Simons, Rossini, Astor Piazzola, temas folclóricos, canciones protesta e incluso música compuesta especialmente (lo hicieron Juan Blanco, Leo Brouwer, Pablo Milanés). Hace un uso de la banda sonora tan coherente y específico, que si uno cierra los ojos puede deducir el sentido ideológico de las imágenes que acompaña. Para que se comprenda lo que trato de decir, véase el carácter satírico y antiimperialista que siempre le imprimió a la obertura del Guillermo Tell de Rossini.

En LBJ hallamos también el empleo del collage, otra de las técnicas preferidas del cineasta. Todo le viene bien para arremeter contra su enemigo político. Fotos, portadas de la revista Life, dibujos animados, caricaturas, máscaras africanas, fragmentos de noticieros. Las propias películas de cowboys le sirven para presentar satíricamente a Johnson como la encarnación del típico vaquero tejano. Subvierte de ese modo la iconografía hollywoodense, al cargarla con un sentido ideológico muy distinto al original. Asimismo en el epílogo incorpora el color, al mostrar en una pantalla roja la escena de una niña vietnamita que corre convertida en una antorcha humana, tras haber sido alcanzada por el napalm. Establece así un diálogo contrapuntístico con la imagen que se vio antes, en la que el presidente norteamericano aparece cargando a uno de sus nietos. Como fondo, se oye a Pablo Milanés cantar Yo vi la sangre de un niño brotar. Con LBJ, Santiago Álvarez amplió los horizontes estéticos de su personal manera de concebir el periodismo cinematográfico, al conceder más valor a la imagen como alegoría, como metáfora, como signo.

La virulencia que alcanza la sátira antiimperialista en LBJ contrasta de manera notoria con el aliento poético y el uso extremadamente sensible de la cámara de 79 primaveras, en el que Álvarez comprime en 25 minutos la trayectoria política y humana de Ho Chi Minh. Ese cambio de registro se nota desde las imágenes con que se abre el documental. Los grandes planos de unas flores silvestres se van sobreimponiendo lentamente unos sobre otros, para ser reemplazados de pronto por una vista aérea de dos bombas lanzadas desde un avión militar. La cámara sigue su lenta caída hasta que llegan al suelo. Al estallar, su explosión remite a las flores que se abrían en la secuencia anterior (aunque no se dice, es evidente que con ellas el cineasta quiere simbolizar al dirigente vietnamita). Sólo que ahora se trata de unas flores siniestras que siembran la destrucción y la muerte. Con una gran economía de medios, Álvarez logra expresar con un lenguaje cinematográfico sugerente y sintético dos concepciones opuestas de la vida. El montaje metafórico viene a destacar esa diferencia, y lo hace con una técnica que hace recordar al Serguei Eisenstein de La huelga, Octubre y La línea general.

El documental realiza un recorrido biográfico por los hechos más relevantes que protagonizó Ho Chi Minh, desde que participó en la fundación del Partido Comunista Francés (1920) hasta que estuvo al frente de la lucha del pueblo vietnamita contra la agresión norteamericana. Como hizo en tantas ocasiones, Álvarez reutiliza materiales ajenos y de archivo, a los cuales incorpora otros propios. Algunas de las imágenes pertenecen a las tres horas que él rodó con Ho Chi Minh. De ellas, sin embargo, incluyó unas pocas en las que sólo se ven sus sandalias cuando camina y sus manos cuando enciende un cigarro. Como es habitual en su cine, el documental no tiene narrador y construye el relato a partir de los elementos visuales y de la banda sonora. Respecto a obras anteriores, 79 primaveras significó un salto cualitativo notable. Las tomas están concatenadas con fluidez y limpieza, los movimientos de cámara son mucho más sutiles, y hay un logrado contraste entre las secuencias rápidas y lentas, las secuencias panorámicas y los planos medios.

79 primaveras fue uno de los quince filmes, entre documentales y noticieros, que Álvarez dedicó a Vietnam, a donde viajó en catorce ocasiones. Uno de los más famosos es Hanoi, martes 13, conmovedor alegato contra una guerra que nunca tuvo justificación. De nuevo utiliza el contraste y el montaje contrapuntístico para articular su discurso ideológico. En la primera parte se muestran escenas de la vida cotidiana en Vietnam, tomadas en arrozales, fábricas, escuelas y calles de Hanoi. En la segunda, asistimos al primer bombardeo norteamericano de esa ciudad, cuando más de 200 aviones lanzaron su mortífera carga sobre uno de los barrios más modestos y poblados. Con admirable síntesis, con gran economía de medios y con las mejores armas de su oficio, Álvarez nos expresa a través de ese relato visual: he aquí la diferencia que existe entre el amor y el odio, entre la vida y la muerte, entre la dignidad y la prepotencia, entre la paz y la violencia. Tal planteamiento además no es ilustrado, sino que surge de la dramaturgia del filme.


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