Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Pintura

El gesto liberador de Guido Llinás

Líneas feroces y manchas delicadas: el gesto liberador de Llinás es instintivo y al mismo tiempo formal, semejante a la improvisación del jazz de Parker y Gillespie.

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Este año se cumplirá un quinquenio de la muerte del pintor y grabador cubano Guido Llinás, el 4 de julio de 2005, en el hospital Mondor en Creteíl, en las afueras de París. Murió por complicaciones tras un accidente ocurrido el 2 de junio, en el que había sido atropellado por una motocicleta al cruzar la calle. Llinás había sido uno de los fundadores del grupo Los once, los cuales, a principios de los años 50, introdujeron en el arte cubano el expresionismo abstracto. El grupo Los onces sólo alcanzó el número que le daba título en sus primeras muestras (1) y, eventualmente, el grupo inicial se redujo a cinco plásticos; cuatro pintores y un escultor: Llinás (1923-2005), Hugo Consuegra (1929-2003), Raúl Martínez (1927-1995), Antonio Vidal (1928 - ) y Tomás Oliva (1930-1996). A estos artistas visuales los unía el repudio a la llamada Escuela de La Habana (Mariano, Portocarrero, Cundo, etc.) y su estilo barroco-figurativo; un rechazo común al golpe de Estado de Fulgencio Batista el 10 de marzo de 1952, y un compromiso con la pintura abstracta practicada en Nueva York.

Los golpes de la historia y el pasar del tiempo afectarían y separarían a estos artistas. Oficialmente, Los once dejaron de exhibir como grupo en 1963. Llinás, Consuegra y Oliva partirían al exilio y morirían en él. Martínez se quedaría en Cuba, donde transformaría su estilo abstracto en la versión más original del arte Pop en Latinoamérica, sería abrazado y repudiado por el régimen castrista, y regresaría a la abstracción poco antes de su muerte en La Habana (2). Vidal sigue viviendo y pintando en La Habana. Estilísticamente, estos cinco artistas pasarían por altas y bajas, algunos abandonarían el arte abstracto por un tiempo (Martínez y Consuegra), otros, como Vidal, se repetirían pictóricamente. Creo que aquí sobresale la obra de Guido Llinás por su consistencia y calidad.

Guido Llinás nació en Pinar del Rió, estudió música, gracias a su estatura jugó baloncesto, pasó brevemente por la Escuela de Artes Plásticas de Pinar del Rió y se graduó de maestro en pedagogía de la Universidad de La Habana en 1953. En dos ocasiones estudió grabado en París: serigrafía en 1959 y varias técnicas con William Hayter en 1959-61. En 1963, abandonó Cuba definitivamente:

Yo le dije a mi hermano que me tenía que sacar de la isla, sino me iba a meter en una embajada y eso lo iba a perjudicar a él, pues era ministro del gobierno revolucionario. En el año 63 mi hermano me consiguió la salida bajo el pretexto de una beca, de continuar mis estudios en París. Llegué y me quedé. Poco después del triunfo de la revolución en 1959 yo me di cuenta que las cosas iban a salir mal. Mi formación política –en La Habana de los años 50– es anarquista. Yo me hice amigo de unos libertarios habaneros y estos me dieron a leer a Bakunin, a Berkman y Goldman, y también a marxistas como Rosa Luxemburgo. Esas lecturas me afectaron mucho. Llegó Fidel y me di cuenta que el subdesarrollo no se podía socializar y que sin leyes y un cuerpo legislativo, las mejores ansias revolucionarias terminarían en dictadura, y así fue. Esta fue la misma critica que le hizo Luxemburgo a Lenin en 1905 y la polaca le dio al clavo (3).

En su exilio de 42 años, Llinás produciría una extraordinaria obra pictórica en óleo, acuarela y tinta, y en grabado (4). La unidad en toda esta obra se encuentra en “el gesto liberador” que la recorre.

Entre 1953 y 1957, Llinás visitó Estados Unidos cada verano (debido a sus vacaciones de maestro) y fue entonces cuando pudo ver directamente pintura moderna:

Visité Washington, Filadelfia y Boston, me aprendí el Museo de Arte Moderno y el Metropolitan y todas las mejores galerías. Veía por primera vez los originales de Picasso, Miró, Gauguin, los impresionistas, etc. Y comprendí lo que decía Baragaño a la Escuela de la Habana: La Escuela de la Skira (editaban libros de pintores con los cuadros en cuatricromías), que era lo que llegaba a la Habana. Yo en Cuba había visto a los del grupo Cobra en blanco y negro, y no hablemos de las escalas. Y claro, vi a los expresionistas abstractos (5).

Para Llinás, el encuentro con el expresionismo abstracto fue decisivo. Este estilo –o mejor dicho, estilos– se desarrolló en Nueva York a finales de los años 40 y principios de los 50. Estética y estilísticamente el expresionismo abstracto sintetizaba el automatismo surrealista, el gesto expresionista y la escala monumental del muralismo mexicano. Esta síntesis era sostenida por la noción del individualismo y la ruptura con tradiciones anteriores. Dos categorías principales se encuentran dentro del expresionismo abstracto: la caligráfica (Pollock, Tomlin, De Kooning, Motherwell) y la icónica (Rothko, Still, Baziotes, Reinhardt). En la primera, la energía lineal del trazo cubre la superficie pictórica; en la segunda, la composición está dominada por una o dos formas masivas y centrales. Estos artistas se rebelaban contra del conformismo de su tiempo: el gobierno de Eisenhower, la bomba nuclear, el macartismo, los prejuicios raciales y sexuales y el culto al consumo. Críticos estadounidenses como Clement Greenberg y Harold Rosenberg manipularían la esencia rebelde del estilo; sus narrativas afirmarían el individualismo y lo que representaba dentro del marco de la guerra fría: anticomunismo liberal. Esta estrategia borraba el contexto crítico, de modo que estos artistas rechazaban por igual a la izquierda de los años 30 y al triunfalismo estadounidense de la posguerra. Llinás, con su lucidez política y su formación anarquista, supo identificar estos elementos ya en 1953. Y su vocabulario visual surge en esta encrucijada de ideas políticas y su manifestación estilística. Llinás fue influenciado por la etapa pictográfica de Adolph Gottlieb, por la caligrafía obsesiva de Bradley Walker Tomlin y la primera (y sin duda alguna, mejor) pintura de Robert Motherwell. Llinás absorbió estas influencias y las transformó en su propio alfabeto pictórico; rechazó la gran escala de las telas newyorkinas, prefiriendo una escala modesta, y creó un gesto con el pincel que era siempre abierto, nunca repetitivo.

El gesto liberador de Llinás, que se manifiesta en líneas feroces y manchas delicadas, es lo que el mismo llamaba “mi gestual, con lo que tiro y juego con elementos sobre una superficie. Cuando hago grabados, no grabo, sino que arranco pedazos de madera al azar, entinto, paso por la prensa, si me gusta, se queda así, si no, vuelvo a empezar a arrancar. En la pintura es un proceso parecido. Es instintivo y al mismo tiempo formal” (6). Aunque Llinás nunca me comentó si escuchaba jazz, veo un parecido extraordinario entre la improvisación del jazz de los años 50 (Parker, Gillespie) –enérgica y arriesgada, pero a su vez anclada en una estructura formal– y su proceso pictórico.

Este “gesto liberador”, por un lado rompía pictóricamente con el intimismo barroco-figurativo (y repetitivo en sus peores momentos) de la generación previa de Mariano, Portocarrero y Cundo, y, por otro, planteaba una crítica al estado político de la nación cubana bajo Batista –esta abstracción, por iconoclasta e improvisatoria, cuestionaba la realidad–. Como escribió Meyer Schapiro en 1957, al oponerse a las tendencias generales de la vida en su momento, el arte abstracto proclamaba su humanidad e independencia política: “En muchos aspectos, la pintura y la escultura de hoy parece estar opuesta a las tendencias generales de la vida. En su oposición estas artes declaran su humanidad y su importancia. Debemos observar que las pinturas y las esculturas son los últimos objetos hechos a mano y personales dentro de nuestra cultura. Casi todo lo demás es producido industrialmente, en masa, y tras una alta división de la labor”.

A partir de su exilio en 1963, esta esencia en la obra de Llinás se profundizó y expandió. No claudicó, no se dejó llevar por la última moda, fue fiel a su “gesto liberador”, arriesgándose en cada cuadro y evitando la repetición amanerada. En su última carta, me escribió:

El exilio nos persigue, Hatuey fue un exiliado, Máximo Gómez, los padres de Maceo y de Martí. En el 63 llegué a Praga en un avión de Cubana con Lam y Bertina Acevedo. Después, París. Salí encuero y con las manos en los bolsillos, no podía arriesgarme y no saqué ni un dibujito. Tuve que empezar a “inventar” de nuevo” (7).

Y eso hizo, inventar de nuevo, manchando y garabateando telas y papeles, arrancando planchas de madera con su gesto liberador, hasta el día que una motocicleta terminó con su vida.



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