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El hombre del cuadro

Muchos de sus amigos, actores famosos, le encargaron retratos a Decker. En otras ocasiones pintó cuadros que formaban parte del escenario y la trama de películas

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John Decker vino al mundo con pedigrí artístico y aristocrático. Mantuvo lo primero y nunca se ocupó de lo segundo. Más allá del arte, lo distinguió de los comunes una alcurnia alcohólica; aunque el abolengo fue entre amigos y no en la nobleza.

Leopold von der Decken nació en Berlín el 8 de noviembre de 1895. Su madre, María Anna Avenarius, fue una cantante de ópera tanto en Berlín como en Bayreuth. Su padre, el conde Ernst August von der Decken, creció en el castillo de Ringelheim, en Salzgitter, donde a la vez el padre de este, el conde Georg von der Decken, se dedicaba a pintar enormes oleos que representaban el castillo y la iglesia cercana, paisajes románticos y escenas de la Grecia heroica, así como a tallar esculturas de madera. Aún le quedaba tiempo para la música y la política. Agregado en la embajada de Hannover en París (allí aprovechó la oportunidad para profundizar su técnica pictórica) y líder del partido germano-hannoveriano desde 1890, se distinguió como opositor político de Otto von Bismarck y de la supremacía prusiana en el imperio alemán. Desde 1890 hasta su muerte fue miembro del parlamento por la provincia de Hannover.

El padre de Decker tuvo un destino más limitado: se dedicó al periodismo. Corresponsal de diarios británicos e ingleses, acabó viviendo en Londres con la cantante wagneriana. Se habían conocido en las temporadas de ópera de Berlín y Bayreuth y dos años después del nacimiento de su hijo, en 1897, ya estaban en Inglaterra. Se casaron en abril de 1898 en Greenwich.

De la labor política del abuelo no quedó nada en Decker, pero sí de la vocación artística. Del padre la necesidad de ganarse la vida por medios plebeyos. Era adolescente y vivía en Londres pintando escenografías teatrales cuando estalló la Primera Guerra Mundial. Considerado “extranjero enemigo”, fue detenido e internado en la Isla de Mann. Se asegura que la condena de dos años de encarcelamiento fue porque las falsificaciones de cuadros famosos que Decker vendía a los turistas habían sido utilizadas para pasar mensajes secretos. En 1921 cambió su nombre para John Decker y viajó de polizonte a Estados Unidos, donde entró al parecer con documentos falsos.

En Broadway Decker volvió a pintar escenografías para el teatro, al tiempo que trabajaba como caricaturista para el Evening World. Fue gracias al teatro que conoció a John Barrymore. Serían amigos toda la vida. Barrymore murió con Decker a un lado de su cama.

En Hollywood Decker tuvo una pobre y corta carrera como actor, pero la notoriedad que no alcanzó en la pantalla la tuvo entre las amistades que, al igual que la de Barrymore —aunque con diferentes grados de intensidad— pronto conquistó: W.C. Fields, Errol Flynn, Thomas Mitchell, Vincent Price, John Carradine y Anthony Quinn; todos mujeriegos y borrachos y también (¿casualmente?) excelentes actores. Se unieron escritores: Gene Fowler, Will Fowler y Ben Hecht, y hasta un crítico de arte: Sadakichi Hartmann. Nadie, ni siquiera Flynn o Fields, se destacó en la embriaguez tanto como John Decker —su casa y estudio se convirtió en legendaria y escandalosa— y el grupo fue conocido como The Bards of Bundy Drive por el sitio que frecuentaban. The Bards of Bundy Drive antecede y supera a The Rat Pack, aunque hoy se le compara con este por aquello de la fama.

Muchos de los amigos le encargaron retratos a Decker. Llegaron también pedidos de otros famosos que no bebían, o al menos no bebían tanto o con ellos. En otras ocasiones pintó cuadros que formaban parte del escenario y la trama de películas.

El retrato de Joan Bennett que Edward G. Robinson pinta en Scarlet Street fue hecho por Becker, que también realizó las catorce pinturas naíf que aparecen en la película.

Becker le mostró a Robinson —que era el más importante coleccionista de pintura de Hollywood y no se sentía muy a gusto en la película— el modo de aplicar los pigmentos, al igual que lo haría un pintor autodidacta. También seleccionó el grupo de brochas y pinceles que utilizaría.

No fue la única ocasión que sus cuadros aparecieron en una película. También están en The Two Mrs. Carrolls, con el retrato que impresiona a la hasta ayer nueva esposa —que hoy se sabe a punto de ser sustituida— y a la hijastra de esta que marcha a un internado para dejarle el camino abierto al padre y pintor para otro asesinato. Claro que a Bogart —que aquí tiene una de sus peores actuaciones, pero donde uno disfruta su última línea y gesto— jamás se le hubiera ocurrido invitarlo a un vaso de leche.

Becker se especializó en copiar las pinturas de los grandes maestros, y sustituir la cara que aparecía en el original por la de su cliente. Así lo hizo para Ben Turpin y luego para Charles Chaplin, quien le compró doce retratos de él en los estilos de Frans Hals, Picasso, Howard Chandler Christy y otros. En otros de actores famosos en cuadros conocidos por todos aparecen Harpo Marx como el “Niño Azul” de Gainsborough y W. C. Fields como la “Reina Victoria”. Fue en 1930 cuando se hizo célebre con esas versiones.

En 1947, una pequeña galería de arte de West Hollywood llevó a cabo una notable exhibición de obras de arte en honor a su dueño recientemente fallecido. El dueño era, por supuesto, Decker.

Saludada con entusiasmo en la prensa, la muestra incluía cuadros de Rembrandt, Matisse, Chagall, Gauguin, Courbet, van Gogh, Picasso y Modigliani; todos prestados por sus dueños en un generoso gesto para que pudieran ser contemplados por el público.

Hoy se sabe o se sospecha que se trataba de falsificaciones hechas por Decker, quien además de haber alcanzado cierta notoriedad como pintor, vender sus obras firmadas y las versiones conocidas de artistas famosos, también se dedicaba a falsificar.

¿Broma o fraude? El círculo de amistades de Decker era en gran medida actores que ganaban mucho dinero, pero que gastaban mucho también. Apreciaban la pintura y el status social y económico que siempre ha brindado el arte, pero muchos no eran coleccionistas serios. A Robinson, por ejemplo, nunca se le dio entrada en The Bards of Bundy Drive. Más allá de la bebida, las mujeres y las fiestas, en gran medida el grupo compartía una actitud de ira social que iba desde el desacato fiscal hasta la violación de las leyes. Pero de ello a la estafa debe existir una distancia.

Hasta el momento, los indicios más convincentes de una supuesta falsificación se encuentran en un Busto de Cristo de Rembrandt, que ahora cuelga en el Museo Fogg de Harvard. El cuadro perteneció al actor Thomas Mitchell y el libro que ha desplegado el asunto con una minuciosidad detectivesca es de un abogado: Bohemian Rogue: The Life of Hollywood Artist John Decker, de Stephen C. Jordan.

En su libro Jordan incluye un relato de cómo Decker y su amigo Will Fowler falsificaron la obra de Rembrant —del Busto de Cristo hay otras seis versiones hechas por Rembrant, auténticas hasta ahora— para Mitchell. Luego la pintura se vendió al museo por $35.000.

Jordan, un abogado con sede en Portland, Maine, que trabaja con los investigadores Leslee Mayo y Charles Heard, montó un caso impresionante, según Alex Beam, de The Boston Globe, y entrevistó a Fowler varias veces antes de la muerte de este.

Algunos detalles de la supuesta falsificación —el tamaño exacto, el tema y un panel que Decker rompió deliberadamente para hacer que la pintura pareciera más antigua y realista— coinciden perfectamente con la pintura del Fogg, según Beam.

Además, Decker le pagó a Wilhelm Valentiner, entonces director del Museo de Arte de Los Ángeles, $600 por una carta de autenticación. Valentiner, quien fuera director del Instituto de Artes de Detroit, fue una figura destacada, aunque discutida en el mundo de la pintura: llegó a autentificar 700 Rembrandt, la mitad de los cuales hoy se considera que son falsos.

Otros datos, como la ausencia de datos creíbles y verificables sobre la historia del cuadro y el precio de compra demasiado bajo apuntan a una falsificación; pero es posible que se trate de una pintura holandesa del siglo XVII, aunque no necesariamente un Rembrandt. Si ese es el caso, los ejemplos abundan: en las últimas décadas, cientos de “Rembrandt” se ha comprobado que no lo son.

El Fogg también ha analizado la madera del cuadro y es similar a la de otro Rembrandt, Retrato de un joven judío, que cuelga en Berlín.

Para alguien que ha visto más falsificaciones en películas que en obras de arte (¿de verdad?), no deja de ser curiosa la participación en Scarlet Street —aunque no como actor ni directamente en la trama— de alguien con la historia y las sospechas de Decker.

Dirigida por Fritz Lang en 1945, se trata de una película donde no son las falsificaciones (aunque se mencionan), sino la atribución falsa y consentida de un grupo de pinturas lo que contribuye a ocultar a un criminal.

El filme de Lang tiene un antecedente superior: La Chienne (1931), dirigida por Jean Renoir y esta a su vez en una obra de teatro de André Mouëzy-Éon, basada en la novela homónima del escritor popular francés Georges de La Fouchardière.

Mientras que Lang se remite solo a la ironía y la incultura en la valoración (monetaria y de todo tipo) de una obra de arte, Renoir va más lejos y se atreve a la comparación entre la prostitución y el mercado artístico (también es más explícito en la versión francesa que la protagonista es una prostituta y su amigo su proxeneta).

Con todo esto, cabe imaginar —y disfrutar— el fondo de ironía que encierra la unión de Decker, Robinson y Lang en una película en blanco y negro, hoy considerada una de las más icónicas del film noir.

Fuentes:

Bohemian Rogue: The Life of Hollywood Artist John Decker, Stephen C. Jordan.

Hollywood’s Original Rat Pack: The Bards of Bundy Drive, Stephen C. Jordan.

“The Rogue’s gallery: during the 1930s and ‘40s, John Decker was a Hollywood artist whose brilliance went hand in hand with his boozing antics. But did he have a secret career as a forger of Rembrandt and other old masters?”, Richard Rushfield, Variety.

“A cloud hangs over Rembrandt at the Fogg”, Alex Beam, The Boston Globe.


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