Actualizado: 28/03/2024 20:07
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Literatura, Literatura estadounidense, Censura

El rostro del ostracismo

El encuentro con un escritor censurado y casi olvidado, en un país en el cual la censura es un tópico lejano

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Jamás había oído mencionar su nombre. Fue recién llegado a Cincinnati, en 1982, que leí un artículo publicado en el periódico local que trataba sobre él. Quizá debido a las terrazas marinas de mi proveniencia, su historia de inmediato me interesó.

Robert Lowry fue más que una promesa de la literatura americana. Nació en Cincinnati en 1919. Ya en 1938, cuando estudiaba en la Universidad de Cincinnati, creó The Little Man Press, una de las primeras editoriales independientes, dedicadas a publicar pequeños volúmenes de poca tirada, principalmente de cuento y poesía, que revolucionó la industria editorial con sus ediciones de Saroyan, Neruda y Dylan Thomas, entre otros. En el quinquenio posterior a la Segunda Guerra Mundial (en la cual combatió en Italia y el norte de Africa), se convirtió en uno de los mejores narradores de Estados Unidos. Publicó las novelas Casualty en 1946 y Find Me in Fire en 1948, y el volumen de cuentos The Wolf that Fed Us en 1949, todos bajo el sello editorial Doubleday. A principios de los 50, aparte de hacer críticas de libros y ensayos que aparecieron en las revistas literarias más importantes del momento, Doubleday editó su novela The Violent Wedding y otra colección de cuentos, Happy New Year, Kamerades!. Mantuvo su casa en Cincinnati, pero se movió con frecuencia en los círculos literarios neoyorquinos. Fue admirado por Hemingway y por Cyril Conolly y aunque en parte con la mala leche de sus vendettas personales, Gore Vidal dijo de The Wolf That Fed Us que tenía “la virtud de una autenticidad de la cual carecía la obra de Mailer, Los desnudos y los muertos”. Su cuento That Kind of Woman fue llevado al cine por Sidney Lumet (la película contó con la actuación de Sophia Loren, Tab Hunter y Jack Warden). Lowry fue también un destacado ilustrador.

El alcoholismo, dos matrimonios fracasados y su larga historia de inestabilidad emocional le pasaron finalmente la cuenta y a partir de 1952 pasó gran parte de su vida en asilos mentales. Fue diagnosticado como esquizofrénico paranoide, aunque leyendo su historia pienso que hoy en día el diagnóstico hubiera sido maníaco-depresivo, fue sometido a repetidos tratamientos de electro-convulsión y su actitud ante la vida cambió. Como la mayoría de los psiquiatras que lo trataron eran de origen judío, Lowry desarrolló un delirante antisemitismo y escribió Party of Dreamers, una novela que presentó en 1958 a Doubleday pero que la editorial la consideró impublicable por su violento ataque a los judíos. Aunque después la publicó por cuenta propia en 1962, su destino literario quedó sellado. No solamente no se le editó ningún otro libro, sino que sus libros anteriores no fueron jamás reeditados. Su nombre desapareció de todos los estudios literarios, sus amigos le viraron la espalda (quizá en parte por su insoportable desasosiego mental) y Lowry regresó a su casa de la calle Linwood, convertido en un ermitaño, lleno de odio. En 1967 intentó resucitar, sin éxito, el partido nazi americano. Sin dinero y sin posibilidades concretas de trabajo, pasó el resto de su vida entre instituciones mentales, albergues para desposeídos y hoteles de mala muerte, aunque conservaba su casa.

Por lo cruel de su caso, ya que no sólo se le censuró una obra que quizá podría discutirse que merecía tal suerte, sino que se eliminó todo lo destacable de su excelente obra con efecto retroactivo y se le convirtió en una no-persona (ni siquiera una persona non grata), en un acto de pavorosa complicidad entre editores y escritores, me pareció que entrevistarlo para mi revista Término sería valioso para nuestro medio. En 1983 leí Casualty y The Wolf That Fed Us, volúmenes que encontré en una librería de viejos y que me parecieron obras maestras. Lo contacté y quedamos en vernos en el hotel Washington, un antro del downtown en el cual habitaban todo tipo de desechos sociales, pero no pude asistir a la cita acordada y por largo tiempo todo quedó ahí.

En 1987, azuzado por el escritor Rogelio Llopis, otro personaje que bien merece una semblanza, volví a establecer contacto con Lowry, que tras un tiempo en instituciones psiquiátricas, había regresado al hotel Washington. Acudí entusiasmado a encontrarme con este héroe existencial, pero lo que enfrenté en el asqueroso lobby del hotel no era más que un detrito humano.

Había visto fotos de Lowry de los años cuarenta, en las que parecía una versión actualizada del joven Hemingway, pero ante mi tenía un hombre con el pelo sucio y ralo, la cara llena de manchas hepáticas, las uñas largas y manchadas, la mirada casi vacía y la ropa deshilachada. Era todo un estereotipo viviente de la miseria humana. Tras una torpe presentación lo invité a tomarnos un trago en el White Horse Inn, un bar que quedaba al lado del hotel, que era de esos típicos bares americanos lúgubres, escasamente ocupado, mayormente por alcohólicos silenciosos que miran hacia la nada. Apenas hubo conversación, yo tenía que repetir lo que decía, que no eran preguntas sino anémicos intentos de establecer una charla, Lowry me miraba a veces como si me conociera y otras como si yo no estuviera ahí, y luego de una de las horas más deprimentes de mi vida, decidí marcharme. Lo acompañé de nuevo al hotel y le dije adiós, esta vez para siempre. Ya yo no tenía la revista ni idea de a quién le podría interesar esta historia, así que guardé mis notas y dejé el asunto a un lado. Pero el tema de la censura es algo que no me abandona y finalmente resolví sacarlas del olvido, para poner mi granito de arena en el rescate de un escritor cruelmente censurado, en un país en el cual la censura es un tópico lejano.

Lowry murió en 1994, en el hospital para veteranos del ejército, en Cincinnati. El hotel Washington fue derrumbado un año después, para dar lugar a la construcción de un gigantesco complejo para las artes dramáticas, el ballet y las artes plásticas, diseñado por el célebre arquitecto Cesar Pelli. Del White Horse Inn sólo queda una marquesina descascarada, que parece a punto de caerse. Yo pasé por allí el otro día, poco antes de escribir este texto.

Este trabajo fue originalmente publicado en el blog Diletante sin causa el 1 de marzo de 2011, pero pienso que mantiene una actualidad que merece ser publicado de nuevo. En aquel momento, el blog comenzaba y no tuvo muchos lectores.


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