Actualizado: 23/04/2024 20:43
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Literatura, Teatro

El teatro de la crueldad: una pateadura histórica

Con la Revolución, se llega al éxtasis de la pateadura, ese abrazo íntimo, orgiástico casi, entre el que la da y el que la recibe, como si fuera un orgasmo colectivo al grito de “Patria o Muerte”

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I

Como “el teatro de la crueldad” per se está estrechamente vinculado a Atonín Artaud, debo aclarar que mi aproximación al tema no es tan teatralmente específica: soy un fanático de la crueldad, porque me parece un elemento intrínseco de la condición humana, y de la cubana en particular, y voy a tomarlo con connotaciones nacionales que no se limitan estrictamente a lo artaudiano, cuyo punto de partida, “El teatro y su doble” (1938), da las pautas de una dramaturgia que rompe con el teatro burgués. Es indiscutible que Artaud ha ejercido una gran influencia en el teatro moderno y que posiblemente fuera un genio, pero también era un rebelde, loco y adicto a las drogas. Eso no excluye, y quizás por ello mismo, la importancia que ha ejercido en el teatro, más que por su obra, por su personalidad, sus teorías descabelladas a veces y una serie de concepciones que tienen su origen en sus propias locuras vitales y teatrales, que son hoy por hoy, pan nuestro de cada día: el teatro como espejo del mundo y acto ritual, la metateatralidad como concepto de la conducta espectacular humana, el desdoblamiento y el principio del otro, la carnavalización y el enmascaramiento, la irreverencia y la transgresión, la importancia del gesto y la corporalidad, la desesperación y la violencia, que en su conjunto configuran “el teatro de la crueldad” caracterizado por un efecto de choque, con resultados positivos unas veces y otras disparatados. Los cubanos se enorgullecen de que para los años cincuenta la radio y la televisión en Cuba estaba a la cabeza del mundo, y seguramente, para nuestro mal, están en lo cierto, porque tan pronto Castro, con ese sentido pragmático que lo llevó a cogerlo todo, como dicen los argentinos, subió al poder, empezó a hacer uso de la cámara a partir del espectacular momento en que le indicó a aquella masa de carneros frente al Palacio Presidencial que abrieran una vereda para que el mundo viera lo comemierda que éramos.

Cada vez que regreso de España compro un libro para leer en el avión, no muy grueso, y en el último viaje le tocó en suerte a La ética de la crueldad, Premio Anagrama de Ensayo de José Ovejero, que quizás fuera otro factor determinante para esta recreativa zambullida en la crueldad. No me faltó ojo clínico, porque es un libro estupendo y no en balde Ovejero acaba de llevarse el Alfaguara. Como dice el autor: “El relato cruel vive la tensión entre el rechazo al sufrimiento y la atracción que al mismo tiempo ejerce sobre el lector […] Mostrando lo cruel el autor es consciente de ejercer un poder de seducción… Al ejercitar ese poder penetra en la intimidad del lector, en ese ámbito que en general ocultamos a los demás: lo excita […] con sus palabras, lo arrastra en sus perversiones…”

Quizás algo tuviera que ver en todo esto un montaje reciente de Aire frío, procedente de Cuba, dirigido por Carlos Celdrán, que se llevó a escena en la Universidad de Miami. A pesar de la fama de Piñera y de que para algunos es su obra más importante, y de que Luz María Romaguera es una de las grandes heroínas de la dramaturgia cubana, esta pieza dista de ser una de mis favoritas, quizás tal vez por su incursión en el neorrealismo cubano, franco antecedente de los bajos fondos que vendrá después. No se me esconden los méritos, pero para mí la puesta en escena de Aire frío, fue una brutal experiencia teatral, y salí del teatro a punto de que me diera un colapso, con el corazón saliéndoseme por la boca. El final de la obra nunca lo he considerado particularmente bueno. Desde que la leí por primera vez, me pareció un desastre, porque el padre, que no ve, tal parece que es sordo, ya que aparentemente ni oye y ni reconoce las voces, sin poder identificar las de nadie. La escena tiene lugar, además, en el momento en que la madre está a punto de morir, con la participación de uno de los hermanos del protagonista, que está sordo, y que como bien sabían Goya y Beethoven, esto no tiene la menor gracia. Una situación patética, trágica, que es convertida por el dramaturgo en un grotesco. Piñera fue un escritor transgresor que supo llegar a las entrañas de la crueldad de una obra a la otra, y la del último acto de Aire frío es de alto voltaje, precisamente por una condición realista que llega casi a la irrealidad. Aunque yo al realismo lo detesto, reconozco que en cierto sentido más efectivo no pudo ser. En medio del caos, la escena se la “roba” el personaje del sordo, que no había aparecido en todo la obra y que sería francamente eliminable, salvo por el hecho que Piñera lo utiliza de forma astracanesca, uniendo a la sordera una voz distorsionada que acrecienta el grotesco de la situación. Para colmos, además de confundir todo lo que decían los demás, los otros tampoco lo entendían lo que él decía. La influencia mediática en la obra se deja ver, porque también tiene una procedencia radiofónica a través de un sordo paródico, Cucufate, que recuerdo de la radio cubana de los cuarenta o los cincuenta. En todo caso, el dramaturgo la pone en práctica en esta última secuencia, a lo que va a unir, a los estertores de la muerte, la ceguera y la sordera de los personajes, que no daban pie con bola, como si fuera una escena de una película de “Los Tres Chiflados” haciendo disparates. El público se desternillara de la risa, convirtiendo todo aquel espectáculo macabro y grotesco en un absoluto reality show en el cual los que estábamos en la platea éramos copartícipes. Para mí era bochornoso. ¿Cómo explicarse el hecho tratándose de un escritor que, seguramente, debió haber sufrido en carne propia crueldad semejante, por haber padecido la burla homofóbica y por su propia apariencia física? ¿O era esta burla, precisamente, la explicación? ¿Y la del público, cuál podríamos darle?

Es decir, el hecho final del discurso de la descomposición corporal que es la vida, con todas sus implicaciones fisiológicas, en la antesalas del desastre definitivo, se convertía en un espectáculo que provocaba las más estridentes carcajadas de un público, mayormente cubano, que se hacía cómplice de todas estas calamidades. No en balde hemos tenido paredones de fusilamiento como los alemanes tuvieron ceniceros. Hay que reconocerlo, si al cubano le gusta, con su proverbial choteo, reírse de sus desgracias, tenemos que estar de acuerdo que el castrismo nos ha dado por la vena del gusto. Ahora bien, el disfrute de la crueldad emerge de un proceso de distanciamiento, de la evidente situación de que el muerto no es uno (menos mal), ni el ciego, ni el sordo, ni el manco, ni el cojo, ni el octogenario. “—Allá ellos”—; no importa, a menos que uno sea “uno de ellos”.

La desgracia ajena es siempre más reconfortante que la nuestra, pero burlarse de ella es un caso de crueldad extrema. Pero ese distanciamiento es esencial para disfrutar de la crueldad. A mí, por ejemplo, las películas que más me gustan son aquellas en que los personajes se autodestruyen con motivo de la estupidez de su conducta, porque siempre me conforta ver que hay personas más estúpidas que yo. Hay un regodeo especial en ver las miserias desde fuera, en pantalla o desde la platea, y yo creo que este es el atractivo hipnótico de las ruinas habaneras y de las desgracias cubanas porque, ¿a quiénes les interesa las desgracias de los hondureños, por ejemplo?

En todo caso, yo creo que los cubanos somos eminentemente crueles, aunque también creo que este es un punto de vista arbitrario, y si me diera la gana podría escribir un ensayo diciendo todo lo contrario. Sin contar que la crueldad es tan común y corriente que funciona como un analgésico. La característica medular del ensayo clásico y tradicional, era la libertad del escritor, en el cual cada cual dice lo que lo que quiere, pero en 1961 Fidel Castro estableció las bases del ensayo moderno en Cuba: “Con la Revolución todo y contra la Revolución nada”, aunque puede que esto esté cambiando. Hoy en día, por ejemplo, está autorizado hacer referencia explícita a las injusticias llevadas a efecto en la persecución a los homosexuales, pero se evita cautelosamente poner el dedo en la yaga de en quien yacía la última responsabilidad de mandarlos al crematorio.

II

Si nos ajustamos a la trayectoria de “una crueldad detrás de la otra”, dentro de las estrictas contingencias de la dramaturgia cubana del siglo XX podríamos resumirla en tres contextos: República, Revolución y Exilio. Dentro de este esquemático punto de vista, podríamos considerar, a su vez, una doble perspectiva: la del autor, como expositor de la crueldad, de un lado, y del otro, la del dramaturgo como receptor de la crueldad gracias a las pateaduras que recibe. También, para simplificar el análisis, yo diría que durante la República hay pateaduras, pero no hay éxtasis; pero con la Revolución, se llega al éxtasis de la pateadura, ese abrazo íntimo, orgiástico casi, entre el que la da y el que la recibe, como si fuera un orgasmo colectivo al grito de “Patria o Muerte”. Hay que dejar bien sentado que la crueldad hay que gozarla, que la palabra “patria” carece de sentido si no conlleva la “muerte” —dos términos que se complementan, que se sostienen mutuamente, pero que, la mayor parte de las veces, ¡menos mal!, no pasa de la teoría. “Morir por la Patria es Vivir”, con tal que se mueran los demás.

Un acto cruel, o una sucesión de actos crueles, no son los factores determinantes de la crueldad. Se podría decir que durante la República, una crueldad subyacente que había en el placer y el egoísmo, iba gestando el deleite de la crueldad en la escena cubana. Pero era una crueldad bailable, un tanto a lo Tropicana. Un bolero machista, homofóbico y heterosexual, (inclusive una rumba farandulera) que con el tiempo (y esto tiene su ironía) va a cambiar de género. A la crueldad, a la verdadera crueldad, hay que sacarle el jugo como si chupáramos un mango. Hay que gozar el puñal, y quizás eso sea lo que quiere decir “a mí me matan pero yo gozo”, entre la sífilis decimonónica y el sida postmoderno.

Durante el primer período republicano, que yo acuño como “toma de conciencia del teatro nacional”, sólo hay un importante dramaturgo cuya obra se impone sobre todas las demás, José Antonio Ramos, que aparece rodeado de figuras menores que con mayor frecuencia se llevaban a escena, mientras que Ramos es el “sujeto” de la crueldad por omisión, dado de lado por los otros, que estrenan, con una obra básicamente mediocre o frecuentemente mala. Desde el prólogo de Almas rebeldes en 1906, José Antonio Ramos arremete contra las trapisondas de la burguesía, lo cual lo va a colocar en un callejón sin salida ya que se se dispone a construir su obra dramática en oposición al único público, en última instancia, con el que podía contar. De esta forma, la dramaturgia cubana quedaba atrapada entre la ridiculez operática burguesa, y la chusmería populista para disfrute de las masas, estrictamente machista. Este plan hedonista va a marcar al teatro cubano de la República de principio a fin. Habría que investigar, además, mediante consulta directa con los textos del teatro bufo, de qué forma los mismos fueron vehículos expresivos de las variantes de la crueldad colectiva, incluyendo machismo y homofobia, extensible al hoy desaparecido vernáculo miamense de la Calle Ocho. La crueldad del bufo está por estudiar mediante consulta de textos que no están a mi alcance, pero sin dudas el carpe diem de la vida cubana, “a mí me matan pero yo gozo” (de connotaciones sadomasoquistas entre el goce y la muerte), que es otra gran estupidez, principio normativo republicano, tendría su catedral en el Teatro Alhambra, como ejemplo de nuestro sincretismo y de un teatro total: música, baile y pornografía. ¿Qué se decía y se hacía en el Teatro Alhambra que no fuera un humilladero para las mujeres, los maricones, los negros, y los que hoy se conocen como minusválidos? Este ensayo sobre la crueldad cubana está todavía por escribirse.

Durante este primer período, “el teatro de la crueldad” no existía como género, salvo por omisión y desplazamiento de autores, que configuraban la crueldad del silencio. Pero detrás de las bambalinas, Ramos la siente vigente en dos palabras que a grito limpio emite Gustavo en La hidra en 1908, “¡Dinero! ¡Dinero!” (48) que es el cáncer de la crueldad republicana que nos lanzará al abismo: la codicia voraz e insaciable; grito que repetirá en Tembladera en 1917. La burguesía acuña un término, que es fundamental para entender el teatro y la vida cubana durante la República: “podrido en dinero”, es decir, la corrupción de la materia: un pecado capital que es el pecado del capital. No será hasta 1935 que Ramos en La Recurva deje sentado, a partir del machadato, el principio fundamental del cainismo, la lucha fratricida, esa fenomenal lucha cuerpo a cuerpo, ejemplo ya más compacto de la pateadura mutua, el odio de las dos orillas, que es la semilla que ha engendrado lo que somos, ese principio genético del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, el barro (es decir, la mierda) que nos ha ido moldeando.

En La recurva, Ramos hará explícita el caso bipolar de la existencia republicana, que acabará, en los años cincuenta, en la conversión de nuestros propios hijos en oro: el de los niños bitongos. Lo que va a tener lugar en la República, a partir del grito de Gustavo de “¡Dinero! ¡Dinero!” es la fenomenología mítica del “Toque de Midas”, según cuenta el exilio, donde juega papel protagónico esa visión mitificada de La Habana de los cincuenta, que ha enriquecido el imaginario burgués y con la que posiblemente sueñan los insulares que han tenido el estómago pegado al espinazo.

En cuanto al resto, si bien el movimiento teatral se amplía a partir de los año cuarenta, se concentra en Carlos Felipe y Virgilio Pinera, ambos fueron víctimas de una crueldad por marginación. Si se asegura que el teatro es para llevarlo a escena, pues aparentemente la crueldad consistió en estrenarlos lo menos posible, basado en la ignorancia y el poder de unos cuantos, que es el sistema que hereda el exilio, porque las excusas siguen siendo las mismas. En los años cuarenta y cincuenta el único dramaturgo que escribía y estrenaba fue Ramón Ferreira, y no por ello resultó mejor y más prolífico. Escribió cuatro obras, más o menos buenas, y las cuatro fueron llevadas a escena. Si bien se “explica” pero no se justifica la crueldad por omisión que sometió la República (es decir, las asociaciones teatrales) a Virgilio Piñera, que era una personalidad chocante y agresiva; no se entiende la que sufrió Carlos Felipe, que era un alma de Dios y no se metía con nadie. El problema con Felipe, al contrario de Piñera, era que era muy nice, lo cual es fatal entre nosotros. Es posible que Felipe fuera hasta awfully nice, que es peor todavía. Entre nice e “hijo de puta”, para los cubanos es mejor ser lo segundo, porque lo primero se acerca a “comemierda”, y como Felipe era nice se ganó la lotería: como premio la República sólo le llevó tres obras a escenas en un período de veinte años.

Técnicamente, el teatro de la crueldad se inicia en Cuba en 1949 cuando Piñera publica Falsa alarma, un verdadero anticipo de una tortura sicológica, más refinada que la física, donde el dramaturgo cubano adelanta aspectos de la represión que se pondrán en práctica posteriormente: en Cuba, en la Argentina, en Chile, en China, en la Unión Soviética, en Alemania, en Japón, en los países islámicos, en el Vaticano, y seguramente en Estados Unidos; es decir, en todas partes. No será hasta 1955, cuando publique Los siervos en Ciclón, donde la crueldad física haga su entrada por el trasero en una pateadura que Piñera no vacila en convertir en patadas por el culo. No hay dudas: a los cubanos les han dado patadas hasta la saciedad, y esta es la importancia de Los siervos.

Pero los escritores sabemos que el texto es irreversible, como la vida: desde que se pone una letra detrás de la otra nos comprometemos con cada palabra que escribimos. Como el destino, no se puede cambiar. Lo escrito escrito está y no hay marcha atrás. Como dice Ovejero: “Una narración, como la vida, no se puede modificar, no es posible anular lo ocurrido, y aunque el escritor desearía quizás que Anna Karenina no se arrojara bajo las ruedas del tren […] no hay remedio: lo que es, es” (89). Inclusive, los que conocemos el argumento y vemos la película una y otra vez, estamos conscientes desde que aparece Ana Karenina, que va a suicidarse, que su destino es irremediable, y la vamos a ver precisamente para verla morir, con los ojos fijos en la pantalla, reflejando por extensión la crueldad de los demás, mientras nosotros, sencillamente, no hacemos nada. ¡Qué crueles, qué irremediablemente crueles podemos ser!

Cuando Fidel Castro sube al poder en 1959, toda esa crueldad internalizada, llega a la plenitud de su gestación y está lista para el parto de una nueva criatura. Fatalmente como Ana Karenina, con el cúmulo de complejos de culpa de una burguesía de la que ni siquiera éramos parte, nos vamos a arrojar bajo las ruedas del tren y la historia es tan irreversible como el texto. La crueldad con la crueldad se paga, y el desquite intelectual va gestar la década más rica de la dramaturgia cubana de todos los tiempos, una crueldad detrás de la otra que se basa en el análisis de la República que acababa de morir y que será la fuerza genética de un nuevo movimiento escénico. Se creaba con un frenesí nunca antes visto: El flaco y el gordo,Aire frío y El filántropo de Piñera, y Réquiem por Yarini de Felipe; montajes reiterados de Electra Garrigó;El hombre inmaculado de Ferreira; La taza de café, Función homenaje y Los próceres de Ferrrer; Medea en el espejo, La muerte del Ñeque y El Mayor General hablará de teogonía y El Parque de la Fraternidad de Triana; Con la música a otra parte de Fermín Borges; El robo del cochino y La casa vieja de Estorino; Sara en el traspatio, Recuerdos de Tulipa y El general Antonio estuvo aquí de Reguera Saumell; La palangana de Raúl de Cárdenas; Las pericas, El palacio de los cartones y La esquina de los concejales de Dorr; Bembeta y Santa Rita de Gloria Parrado, mis propias obras (Los acosados, Gas en los poros, La sal de los muertos) configuran un análisis despiadado de la República, que los propios autores habían tenido que sufrir, que finalmente tomábamos la palabra y subíamos a los escenarios que la República nos había escatimado y arremetemos contra ella con la misma crueldad que nos había tratado.

Piñera abre con El flaco y el gordo e inicia un sintomático y significativo descenso hacia lo escatológico que va a culminar en Una caja de zapatos vacía, que en el fondo representa una agónica reflexión sobre las pateaduras que recibe: el espejo individual de una pateadura colectiva del pueblo cubano, que es el reverso del toque de Midas. La historia de Cuba nos ha sumergido, a pesar de los acordes melódicos de “con Cuba en la distancia”, en una verdadera cloaca, y no hay más remedio que olerla cara a cara. Y el Exilio (no hay que llamarse a engaño ni taparse las narices) no ha escapado a parecidas pestilencias: nuestra constante lipidia es parte de ella. En la obra de Piñera, la toma de conciencia revolucionaria de El Flaco, conduce a la revolución mediante la cual se come a El Gordo. Tiene lugar cuando el primero define su identidad nacional mediante un término único intraducible, inclusive en español, que a veces hay que explicar a los que no son cubanos, el to be or not to be de nuestra identidad, cosa de manifiesto, cuando el Flaco llega a la terrible conclusión de que es un “comemierda”, en plena anagnórisis, y toma conciencia de sí mismo. ¡Cuántas veces no hemos exclamado, “¡qué comemierda he sido!”, después de algún funesto desengaño en que como tal nos hemos comportado! Para un cubano descubrir que él es Dr. Jekyll (el comemierda) y no Mr Hyde (el hijo de puta), es lo último que puede pasarnos. Este es un término tan absoluto y abarcador en el lenguaje cubano, que incluye conceptualizaciones donde se interrelacionan actividades digestivas y sexuales, que viene a ser una de las pocas palabras que todos los cubanos, de aquí o del otro lado entendemos, con la cual, al contrario de exilio, diáspora e emigración, que resultan polémicas, todos parecemos estar de acuerdo.

La crueldad escatológica de Piñera se acrecienta dramáticamente con El flaco y el gordo, que es esencialmente una obra del aparato digestivo, que empieza revolucionariamente con el tema del hambre (en El Flaco) y lo conduce a la gula (con El Gordo) (a otro nivel). La evolución gastronómica del texto empieza en la boca (vía oral) y termina en el culo (vía anal). Tiene la consistencia metafísica del Marqués de Santillana: nuestra vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el final del túnel escatológico en que todos somos iguales y estamos metidos: en una cloaca de corrupción y podredumbre que ha ido históricamente de una generación a la siguiente, y de mal en peor, mayor”. No obstante la quimera, toda esperanza perecerá. Como señala Ovejero, la crueldad es “una ideología de la negación” [que es el caso arquetípico de Piñera] “sin dogmas, sin ideales y sin promesas. La literatura cruel no se gesta a favor de, sino contra. En su negatividad está su fuerza y su honestidad. Ni promete ni ofrece. Tan solo entrega las herramientas para comenzar el derribo” (90). De ahí que, el derribo de la República, de aquellos que nos gestamos en las entrañas de su crueldad, le vendrá como anillo al dedo a una Revolución que iba a destruirlo todo. Pretender que la literatura puede cambiar algo es una gran tontería, a menos que tenga la retórica de las armas, y no hemos podido hacer nada por más de medio siglo, por mucho que le hayamos dado a la lengua. Puede socavar, pero no puede derrocar a menos que lo haga con el poder de la metralla. Es sencillamente inútil. La palabra necesita el respaldo del poder (y hasta de la corrupción del poder) y de no tenerlo sólo queda la literatura, que afortunadamente es permanente. Dentro del callejón sin salida, negar la Revolución como negar la República quizás sea la única opción posible.

Si la revolución política tenía como misión acabar con todo, el principio artaudiano de “destruirlo todo, para volver a lo esencial” no se llevará hasta sus últimas consecuencias porque la revolución imponía ciertos parámetros de conducta “teatral” que iban a ser los imperantes, y el castrismo se vuelve consciente del peligro. Por consiguiente, todas las propuestas destructivas de Artaud (quebrantar, agrietar, desencajar) quedaban “fuera de juego” y representaban una “conducta impropia”. Esto explica el caso del teatro cubano en los sesenta, especialmente en el punto clave de La noche de los asesinos, de Triana, y de Piñera, después, con Dos viejos pánicos, que va a llevar a que el discurso oficial apriete los tornillos y se encamine hacia otro tipo de crueldad, la del Teatro Escambray. Lo cierto es que si bien en Cuba la fuerza coercitiva del Estado lo iba a poner todo patas arriba y cabeza abajo, los artistas iban a tener que entrar por el aro de la forma menos artaudiana posible.

III

Naturalmente, todo esto es repugnante y dan ganas de vomitar. Y sin embargo, pésele a quién le pese, es cierto; pero la crueldad de sello artaudiano es una crueldad liberada de los parámetros establecidos por la tiranía, lo que implica que había que acabar con ella, hacer una limpieza “contra bandidos artaudianos” y esto es lo que propone el discurso oficial para fines de los sesenta. Es decir, agotadas las posibilidades de la destrucción y la autodestrucción, el “teatro de la crueldad” se vuelve inoperante, y de hecho se convierte en un agente dañino y contrarrevolucionario. Se entra en la fase de “el poder de la crueldad y la crueldad del poder” (siguiendo la terminología de Ovejero), que va a desvirtuar los principios mismos de la crueldad de raíz artaudiana, lo que implica, para el régimen, que hay que deshacerse de ella, tomar la sartén por el mango y convertirla en una crueldad militante y servil, propagandística, simplificada, de buenos y malos; un discurso épico al servicio del poder, donde una cohorte de escritores están encargados (tomando un texto de Ovejero) “de operar esa transmutación en las conciencia por lo cual los crímenes se convierten en actos heroicos, o cuando menos necesarios”. De esta forma se construye el reparto, la épica del Escambray y de “lucha contra bandidos”, creándose Teatro Escambray, encabezada por el carismático militante, machista y mujeriego, Sergio Corrieri, El hombre de Maisinicú, su madre Gilda Hernández, Reinaldo Miravalles, Albio Paz, Robert Orihuela, Herminia Sánchez, Flora Lauten y otras estrellas del quinquenio negro, que le dan la vuelta a la tuerca de una crueldad detrás de la otra, con la entusiasta colaboración del Teatro de Participación Popular, el Teatro la Yaya y el Teatro de Relaciones.

El principio proselitista podría aplicarse masivamente a todo este movimiento teatral, aunque para mí El juicio de Gilda Hernández le pone la tapa al pomo. La crítica ha delirado con esta obra, indicándose que las fronteras entre el teatro y la realidad desaparecen por completo, y se produce un hecho colectivo que nos devuelven a los orígenes del teatro como si fuera una acción compartida por todos. Los “juicios” que se inician con el teatro del absurdo y la crueldad, a lo “falsa alarma”, ya no son de mentiritas. Se convierten ahora en una realidad en vivo con participación activa del público, como en la Revolución francesa. Con El juicio el público es llevado a la asamblea del pueblo para que enjuicie al culpable y lo condene de acuerdo con las pruebas amañadas por Corrieri en persona. Basada en el principio del “diferente” (la exclusión de la norma) la crueldad por alienación es el principio normativo de la tortura y el castigo, “con el propósito de suprimir la conciencia moral” (Battegay) contra aquellos que violan las regulaciones. Este concepto puede explicar y justificar el uso de la tortura como postura ética liberadora de la conciencia, y hasta inclusive purificadora de la misma si aplicamos la tortura por una causa “justa”, volviéndonos capaces entonces de cualquier cosa, del plano individual al colectivo.

La crueldad del teatro de Virgilio Piñera culmina en 1967 con Una caja de zapatos vacía, donde establece lo que yo llamo “la conciencia de la mierda”, en la cual lo escatológico adquiere niveles que no habían sido vistos con anterioridad en el teatro cubano, que, por lo delicado del asunto, dejo para luego. Pero quizás sea esta trayectoria, que va del grito de “¡Dinero! ¡Dinero!” que emite Gustavo en La Hidra en 1908, hasta el de Angelito en Una caja de zapatos vacía, “¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!” en 1967, la transmigración del “toque de Midas”, a la que debemos darle la cara: la luz al final del túnel, la que algún día, dejando a un lado pretensiones y arrogancias, nos permita sacar la cabeza en la cloaca de la historia nacional, lleguemos a la suprema anagnórosis de “las dos orillas” y nos pongamos de acuerdo, reconociendo la pestilencia. Si “lo oscuro, lo sombrío, lo mezquino, están en nosotros, y no es necesario, ni siquiera saludable, esconderlo”, en palabras de Ovejero, y “allí donde huele a mierda huele a ser” como decía Artaud en La búsqueda de la fecalidad, saquemos la cabeza de la cloaca nacional en la cual la República y la Revolución nos hundió, sin ignorar la parte que le toca al Exilio, cada una a su manera, dejando de vigilar y vigilarnos en esta sospecha permanente, para ver si todos los cubanos logramos escapar del infierno al cual todavía estamos condenados.

Resumen de una conferencia presentada por el autor en una sesión plenaria de la Conferencia de Estudios Caribeños, celebrada en Marquette University, abril 11-13, 2013.


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