Actualizado: 18/04/2024 23:36
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Con ojos de lector

Elemental, mi querido Pulgarcito

Veintiséis autores trasladan a la narrativa para niños y adolescentes historias e intrigas del género policial.

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Fantasía en clave detectivesca

Otros autores, en cambio, prefieren mantenerse dentro de los terrenos propios de la narrativa para niños y adolescentes, y a partir de esos patrones desarrollan una trama detectivesca. Es esa la estrategia literaria que adoptan Julia Calzadilla Núñez, Luis Cabrera Delgado e Iliana Prieto Jiménez, a quienes corresponden tres de los mejores cuentos del libro. Los dos últimos coinciden en tomar como personajes centrales a unas brujas, cuya presencia en las narraciones destinadas a estos lectores forma parte de la tradición. Uno y otra las presentan, sin embargo, desde ópticas distintas. En el texto de Cabrera Delgado, Capote Blanco y el misterio de las brujas, resultan ser no tan malignas como se les califica al principio del texto. De hecho, se hallan totalmente desesperadas ante el sistemático robo de las escobas, su principal medio de transporte e indispensables para cumplir su tarea nocturna de barrer el cielo. El enigma es resuelto por el teniente Capote Blanco, a quien, como muestra de agradecimiento, las brujas obsequian "un exquisito pastel relleno con ojos de lagarto, carapachos de arañas peludas y aguijones de alacrán, amorosamente preparado por ellas mismas".

Laville, la protagonista de Un cartero poco confiable, de Prieto Jiménez, tiene tan mala reputación como hechicera, que se ha visto obligada a abandonar conjuros y brebajes para ganarse la vida como cartera. Todo le va bien hasta que cede a su enfermiza curiosidad y empieza a abrir y leer las cartas ajenas. Como es de rigor, al final recibe un escarmiento, y de la rabia se transforma en una estatua que se llena de telarañas, suciedad y polvo. La fantasía y el humor también están presentes en El misterio de los radios que se volvieron locos, de Julia Calzadilla. Se trata de un delicioso texto, concebido para los lectores más pequeños, que pertenece a su libro Las increíbles andanzas de Chirri (1989), una de las primeras colecciones de cuentos detectivescos para niños publicadas en la Isla.

Reynaldo Álvarez Lemus y Eduardo Frías Etayo ubican sus textos en un ámbito realista, cotidiano y habitado por seres humanos, pero incorporan un ingrediente fantástico. En El ladrón de paisajes, del primero, se narra cómo un fotógrafo emplea una sofisticada cámara para, en lugar de retratar un pueblo, ir arrancándole pedacitos. Su plan era montar con ellos una exposición "en no recuerdo qué país de no sé cuál viejo continente". Por su parte, Frías Etayo, aborda en Cabizbajo el tema de la falta de contacto y de vida en común, tan frecuentes en la vida moderna. El niño que lo narra es miembro de una familia muy ocupada: su mamá y su papá trabajan fuera, su abuelo tiene un taller de mecánica al doblar de la esquina, su hermanito va al jardín de la infancia y él estudia el tercer grado. Por eso casi nunca están en la casa y sólo se ven los fines de semana y por las noches. Enfadado con esa situación y en vistas de que habían perdido la convivencia, el padre determina virar la casa al revés. Desde ese día, el techo pasa a ser el piso y todos tienen que andar con la cabeza para abajo.

En El rap de los candados perdidos, de Enid Vian Audibert, la fantasía no irrumpe propiamente en la historia. El incidente que ocurre en una escuela normal (una de esas en las que los escolares se tiran dulces, se empujan, cuchichean a espaldas del maestro y se ríen de las muchachas) tiene un desenlace inesperado: los candados desaparecidos no habían sido robados, sino escondidos por un cerrajero muy tímido, que de ese modo quería llamar la atención de la profesora de computación. En este caso, lo inusual es que el narrador posee una lengua exagerada y parlanchina, que lo obliga a hablar sin parar y a expresarse, a veces, en italiano. La vuelve loca el suspenso y suele actuar de manera independiente: cuando el chico canta una balada, su lengua rapea; si a él se le ocurre una cosa a derechas, ella la pone a la izquierda. De todos los escritores incluidos en El cuento de nunca acabar…, Vian Audibert es la más innovadora en la estructura narrativa, y también, la que recrea con más frescura e ingenio el lenguaje y el mundo de los adolescentes.

Pero junto a esos cuentos, y dos o tres más de los que no me ocuparé por razones de espacio (me refiero concretamente a los de Teresa Cárdenas Angulo, Mirtha González Gutiérrez y Pérez Díaz), en El cuento de nunca acabar… aparecen otros que nada aportan al conjunto. Y si seguimos la norma de que lo que no suma, resta, concluiremos que hubiera sido sensato no incluirlos. ¿Razones que así lo aconsejaban? Su vuelo imaginativo está bajo mínimos. Las historias se basan en argumentos elementales y pobres, que poco tienen que ver con la inteligencia y la capacidad de asimilación de los destinatarios. Y lo peor, son aburridos y carentes de interés. Su lectura —tomo prestada la afirmación de Michi Strausfeld— produce la impresión de una tertulia de cuarentonas, que cuentan a sus nietos cositas para que se estén tranquilos y se queden quietos y obedientes. Todo ello les impide además cumplir el requisito de poseer entidad estética, de ser literatura a secas. Ese es el principal reto que ante sí tienen las obras para niños y adolescentes, cualquiera que sea su temática (otro tanto puede decirse de la novela policial y la ciencia ficción).

Sorprende por eso leer en las fichas biobibliográficas que figuran al final de El cuento de nunca acabar…, que muchos de esos autores han sido merecedores de los premios que se convocan en Cuba (La Edad de Oro, Ismaelillo, Pinos Nuevos, La Rosa Blanca, 13 de Marzo), y hasta hay quien ha sido traducido a otros idiomas. Esta proliferación de concursos se da en una etapa en la cual la literatura para niños y jóvenes no goza de muy buena salud. Tras la notable calidad que alcanzó en los setenta y los ochenta, gracias a creadores como Nersys Felipe, Dora Alonso, Antonio Orlando Rodríguez, Exilia Saldaña, Julia Calzadilla y David Chericián, entre otros, inició los noventa con algunos signos de renovación y apertura a nuevas temáticas ( Ito, Fangoso, Escuelita de los horrores, El oro de la edad, Cartas al cielo…), que después lamentablemente no se frustraron. Eludir que esta situación existe es el mejor modo de perpetuarla. La exigencia de un poco más de rigor por parte de las editoriales y la valentía de declarar desiertos los certámenes cuando la baja calidad de los originales así lo exija, pueden ser dos buenas medidas para ayudar a que se pueda remediar.


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