Actualizado: 28/03/2024 20:07
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En el paraíso no hay asesinos (II)

La historia del “carnicero de Rostov” fue una de las páginas más vergonzosas de un régimen basado en la tergiversación y el ocultamiento de la verdad, que prefirió mirar hacia otro lado para resguardar un modelo ideológico y social

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Soy un error de la naturaleza, una bestia enfadada.
Andrei Chikatilo

El primer homosexual detenido como sospechoso fue desestimado, tras dar negativas las pruebas de sangre y semen. Pero Burakov le ofreció la posibilidad de residir en Rostov y así poder ayudar a su madre, si colaboraba a identificar a la población gay de la ciudad. 300 hombres fueron investigados en el pogromo que se desató. 150 fueron procesados bajo el estatuto de anti sodomía de la ley soviética y enviados a la cárcel.

Aterrorizados, los homosexuales cambiaron los sitios de encuentro de un parque a otro. Muchos optaron por mudarse a otras ciudades. Otros, en cambio, tuvieron menos suerte y no sobrevivieron a aquella auténtica cacería. Un camarero que fue llevado a la comisaría y amenazado con ser procesado, se suicidó cortándose las venas. Otro hombre, un ingeniero en telefonía que era bisexual, fue molestado continuamente por la milicia y se envenenó. Y un carpintero también prefirió cortarse las venas, cuando supo que lo iban a interrogar por pedofilia.

Una vez más, los hechos pusieron en evidencia que los investigadores seguían dando palos de ciego. En la primera mitad de 1985 no apareció ningún cuerpo. Pero en agosto fue hallado el de una joven, cerca del aeropuerto de Domodovo, en Moscú. El asesino debió regresar luego a Rostov, pues en esa zona apareció el cadáver de una chica de 18 años. No hubo más crímenes hasta julio de 1986. Para entonces, había 250 personas trabajando en el caso.

La perestroika impulsada por Mijaíl Gorbachov acababa de empezar y la política de transparencia de la glasnost hizo posible que los diarios de Rostov, en coordinación con la milicia, publicaran por fin unos cautos artículos que sugerían la existencia de un asesino en serie. Los trabajos fueron ilustrados con imágenes de algunas de las víctimas. En esos textos además se solicitaba a las personas que proporcionasen alguna información que pudiera contribuir a la captura del criminal.

En el otoño de ese año, Burakov y sus hombres decidieron que tenían que considerar con más seriedad la posibilidad de que el asesino se hubiera mudado a otra localidad, dado que solo se habían producido dos crímenes en más de un año. Tras eso, su actividad cesó. Pero en abril de 1988 fue hallado el cuerpo de una joven. Y al mes siguiente, el de un niño en Ucrania. Esta vez había un testigo, un compañero de estudio. En abril del 89, el inicio del deshielo permitió que se descubriera el cuerpo sin vida de un niño que estaba desaparecido desde el año anterior.

Para julio de 1990, el número de víctimas ascendía a 32, una cifra que se mantenía en secreto, lo mismo que los detalles de los crímenes. Pese a ello, los artículos divulgados por la prensa ya habían logrado que la macabra actividad del asesino en serie pasase a ser del dominio público. Pero la milicia no era capaz de hacer nada contra un homicida que parecía tener la habilidad de seleccionar, matar y mutilar a sus víctimas de manera invisible. La investigación había caído en un pantano de incompetencia e irresponsabilidad.

Burakov no dejaba de pensar en el elektrichka, el tren del servicio de cercanías que la gente usaba diariamente. Muchos de los crímenes fueron cometidos cerca de las estaciones o de las líneas férreas. A la milicia le tocaba hacer que el elektrichka se pusiera en función de ellos y no del asesino. Por otro lado, los investigadores se dieron cuenta de que este estaba escalando. Las arriesgadas circunstancias de uno de los últimos homicidios, ocurrido cerca de la playa, sugerían que el criminal se estaba aproximando a un punto de desesperación, y era probable que pronto cometería un error fatal.

Un nombre que resultó familia

Una vez que se hizo obvio que buscaba a sus víctimas en las estaciones, la milicia preparó un plan. Se situaron agentes visiblemente uniformados en las estaciones más grandes, de manera de que el homicida se percatase. Y en otras tres más pequeñas y cercanas al bosque, fueron ubicados milicianos vestidos de civil. Esas serían así las estaciones más seguras para que él se decidiera a actuar. Se dieron instrucciones a los agentes para que anotaran el nombre de cada persona sospechosa que subiera o bajase del elektrichka, particularmente si se trataba de un hombre acompañado por una niña, una mujer o un niño. 300 milicianos vigilarían las estaciones durante el horario de servicio de los trenes.

El plan se puso en marcha a fines a fines de octubre de 1990. A los pocos días, se produjo el hallazgo del cadáver de un niño. Y tres días después, el de otro más. En noviembre, tras las celebraciones por el aniversario de la Revolución de Octubre, fue encontrada la víctima número 36. La trampa puesta al asesino había vuelto a fallar. Los reportes correspondientes a esos días no fueron enviados oportunamente a la oficina de la milicia. Llegaron después y al revisarlos, Mijaíl Fetisov, jefe de la milicia de Rostov, vio un nombre que le resultó familiar: Chikatilo, Andrei Romanovich, quien había sido interrogado el día 6 de noviembre.

Determinaron investigarlo de nuevo, pero se dieron cuenta de que los datos sobre él estaban desactualizados: ya no vivía ni laboraba en los mismos sitios. Demoraron tres días en dar con su paradero actual. Averiguaron entonces que por varios años fue maestro, pero le pidieron la renuncia después de recibir varias quejas de alumnas que habían sido molestadas por él. A partir de ahí, fue despedido de un empleo tras otro. Los meses que pasó en la cárcel por el robo de una batería de auto coincidían además con el período de inactividad del asesino. Y la fecha del crimen en Moscú correspondía con uno de sus viajes. Su nombre no figuraba en los registros de Aeroflot porque había ido en tren. Fue sometido entonces a vigilancia durante varios días, para tratar de sorprenderlo a punto de matar, pero no hizo nada ilegal.

Finalmente, a fines de noviembre se decidió llevarlo a la comisaría. Al comunicárselo, ofreció en silencio las manos para que lo esposasen, como si lo estuviese esperando desde hacía tiempo. Solo cuando iban en camino hacia Rostov preguntó: “¿Por qué estoy siendo arrestado?”. Durante el interrogatorio, respondió las preguntas con voz monótona y baja. Nacido en Yablochnaye, Ucrania, en 1936. Graduado en artes liberales en la Universidad Estatal de Rostov, así como en técnico en comunicación y electrónica. Además de ruso, habla alemán. Está casado y tiene dos hijos.

Sospechaba que su arresto se debía a una disputa sobre una construcción en Shajty, en el apartamento en donde vive su hijo. Él había escrito cartas para protestar, pues el garaje le quita luz a la vivienda. Había acusado a los funcionarios y burócratas de haberse dejado sobornar. ¿Los asesinatos en el área de Rostov? No, no tenía nada que ver con ellos. Por tanto, su detención era ilegal.

Chikatilo redactó dos textos faltos de coherencia. Describían los crímenes y establecían un motivo racional, pero él no admitía directamente su culpa. Confesó un intento de abusar de una alumna, que logró escapar de él y saltar por la ventana del aula. Fue esa la causa de su renuncia. Declaró también que tenía dificultad para controlar sus impulsos cuando estaba con niños. Al cabo de nueve días, había revelado detalles que sugerían que él era el asesino. Pero paradójicamente, solo reconoció como delitos las dos ocasiones en que molestó a chicas, hacía ya mucho tiempo.

La milicia tenía un problema: si no obtenían una confesión suya para acusarlo, a los 10 días tenían que dejarlo en libertad. Dado que los interrogatorios no daban resultado, se dieron cuenta de que necesitaban otro interlocutor capaz de convertir sus obvios sentimientos de vergüenza y culpa en confesión. Burakov propuso un candidato: el doctor Bujanovski. Este accedió, pero puso una condición: hablaría con Chikatilov como psiquiatra, no como interrogador. De ese modo, trataría de que se abriera.

Al confrontar al hombre sobre quien había teorizado, el doctor Bujanovski se sintió compensado. Experimentó además la excitación de poder estudiar esa mente aberrante y única. Le llevó dos horas establecer relación con Chikatilo. Una vez que este lo aceptó como una persona simpática que comprendía sus sentimientos, la confesión brotó. Le contó que cometió el primer crimen en 1978. Se trataba de una niña. Se acusó de ello a un hombre, al que ejecutaron por ello. Fue otra de sus víctimas colaterales.

En total, 56 asesinatos

Chikatilo tenía una excelente memoria y pudo dar abundantes detalles de su carrera delictiva. Después de corroborar los 36 asesinatos de la lista, reveló otros más. En algunos casos, viajó acompañado de guardias para indicar los sitios exactos donde enterró los cadáveres. Todos fueron encontrados, salvo uno. Confesó 56 asesinatos. Se hallaron evidencias de 53 y por ellos fue acusado. Posiblemente la cifra real de homicidios ha de ser mayor, pero eso ya nunca se sabrá. Asimismo, conviene señalar que 5 de los interrogados se suicidaron. Y si se añade el hombre ejecutado por su primer crimen, el número de personas que murieron por su culpa ascienden a 59. Eso convierte a Chikatilo en el mayor asesino en serie de la historia de Rusia, con permiso de Stalin.

Aparte de la confesión, se analizó su semen y resultó ser del grupo AB (los antígenos B no aparecieron en su sangre). Ocurre que uno de cada 10 mil hombres tiene un grupo diferente en la sangre y el semen, y Chikatilo era uno de ellos. En su casa además fueron hallados 23 cuchillos y un par de zapatos cuya huella coincidía con la hallada junto a una de las víctimas.

El juicio dio comienzo en abril de 1992, duró hasta octubre y se convirtió en un verdadero espectáculo. Chikatilo asistió con la cabeza rapada y encerrado en una jaula, para evitar que los familiares de las víctimas lo agredieran. En una de las primeras sesiones se dedicó a leer una revista pornográfica. En otra se desnudó y mostró su sexo flácido, mientras gritaba al público: “Mirad esta cosa inútil. ¿Qué creéis que podía hacer yo con esto?”. Pero en los días siguientes, se comportó de forma anómala y fue perdiendo contacto con la realidad. Sus intervenciones eran incoherentes. Negó 6 de los homicidios y reveló 4 nuevos. Es probable que con todo ello quería hacerse pasar por loco, para influir en el veredicto del jurado.

El doctor Bujanovski se preparó para testificar que Chikatilo estaba legalmente enfermo y no podía ser responsabilizado de sus crímenes, pero el juez se negó a que testificara sobre su condición psiquiátrica. Tampoco admitió la petición de la defensa de que un panel independiente de psiquiatras lo examinase. Se perdió así la oportunidad de conducir un juicio que arrojase luz sobre las causas de su comportamiento en los crímenes. Esto también podría haber educado a la población sobre algunas de las psicopatologías que se daban en su medio.

El juicio se basó enteramente en la opinión de los especialistas del Instituto Serbsky y del Centro de Estudios de Patología Sexual. De acuerdo a esos informes, Chikatilo estaba legalmente sano y era responsable de lo que hacía. El último día, el “carnicero de Rostov” escenificó su circo postrero: cantó “La Internacional” y lanzó un monólogo sobre la mafia azerí, el movimiento independentista de Ucrania y el desastre nuclear de Chernóbil. Pero se negó a hablar cuando el juez le dio la oportunidad final para hacerlo. Fue condenado a muerte y ejecutado con un disparo en la cabeza, el 14 de febrero de 1994.

Fue el fin del asesino en serie más salvaje y sanguinario que ha conocido una sociedad moderna. Un hombre que llevaba una doble vida. Para sus vecinos y colegas, era un padre de familia y un militante del Partido que cumplía con su trabajo. Pero tras esa fachada de respetable miembro de la sociedad comunista, se ocultaba un asesino que se ganaba la confianza de niños, jóvenes y niñas, a quienes engañaba y conducía al bosque. Allí les daba muerte, los mutilaba salvajemente, les sacaba los ojos, les extirpaba los órganos genitales y al final, eyaculaba sobre sus cuerpos.

El tribunal que lo sentenció a muerte criticó también a la milicia, por su “absoluta incompetencia”. Desde el comienzo, la investigación estuvo regida por actitudes arcaicas respecto a los crímenes sexuales. A ello se sumó el laberinto de pesadilla de la burocracia. Eso condujo a que las personas encargadas de la investigación se guiaran por falsas pistas y manejaran bizarras teorías: los crímenes respondían a un culto satánico, a una banda de retrasados mentales; el asesino debía ser un doctor, pues los órganos de las víctimas eran cercenados con una precisión quirúrgica.

Hubo además enfrentamientos, conflictos y recriminaciones entre quienes se ocupaban del caso. Isaac Kostoev, jefe del Departamento de Crímenes de Especial Importancia, insistió con terquedad en la hipótesis de que el homicida era un homosexual, y se dedicó a aterrorizarlos. Denigró además la labor de la milicia y la colaboración del doctor Bujanovski. Mientras tanto, la sociedad quedaba a merced de un asesino de inusitado salvajismo. Asimismo, si Andrei Chikatilo pudo evadir la detención se debió, en parte, a que sus crímenes explotaban flaquezas de la decadente sociedad soviética. La pobreza hacía que mucha gente joven de las zonas rurales dejaba sus hogares para irse a la ciudad. Pero al no tener allí, contactos amigos ni dinero, esos jóvenes podían fácilmente verse en situaciones peligrosas, y su desaparición a menudo no será notada.

La historia del “carnicero de Rostov” fue, en suma, una de las páginas más vergonzosas de un régimen basado en la tergiversación y el ocultamiento de la verdad, que prefirió mirar hacia otro lado para resguardar un modelo ideológico y social. Un régimen con una ideología oficial y única, de acuerdo a la cual un asesino en serie era imposible en una sociedad comunista.